La universidad como isla “democrática” y las Cátedras Nacionales

“César (saltando del estrado hasta la mesa donde se encuentra el muerto): –Esta es la podredumbre. (Lo toma entre sus manos y lo mira largamente en silencio. Al padre:) –Tómalo. (A Escipión:) –Dale dinero. (A Criado 1:) –Acompáñalo. Que sepulten a esa criatura. (Mutis de Escipión, Desconocido y Criado 1). Todos permanecen en silencio. César se queda mirándose las manos. Invitado 5: –Llevar… César (tonante): –¡Silencio! (A Criado 2:) –Trae agua para lavarme. (Mutis de Criado 2. César continúa mirándose las manos. Regresa Criado 2 con jofaina y toallas. César se lava enérgicamente las manos, luego se las huele.) –Tengo las manos con olor a muerte. Huelan. (Extiende sus manos.) –Es la muerte. Su olor no se irá más. (Arrodillándose abre los brazos y exclama:) –¡Déjame, muerte! ¡Déjame!” (Roberto Arlt, El desierto entra en la ciudad, 1952).

El golpe de Estado ocurrido en 1966 –al que se denominó “Revolución Argentina”– representa en la historia de nuestras casas de altos estudios –particularmente en la UBA– el fin de un ciclo iniciado tras otro golpe, una década atrás. El sociólogo Aritz Recalde (2016) refiere que, producida la interrupción del orden constitucional, tras el levantamiento de septiembre de 1955, la dictadura militar impulsó una junta consultiva conformada por integrantes de los partidos políticos tradicionales que habían sido derrotados electoralmente por el peronismo a lo largo del decenio precedente –Unión Cívica Radical, Partido Socialista, Partido Demócrata Progresista, Partido Conservador, Democracia Cristiana, Unión Federal–; anuló la Constitución promulgada en 1949; intervino la CGT; organizó una Convención Constituyente que reformó en 1957 la Carta Magna; y prohibió mediante el decreto de facto 4161/56 utilizar “elementos de afirmación ideológica o propaganda peronista”. En las universidades argentinas la “Revolución Libertadora” intervino expulsando a docentes que habían desarrollado actividades académicas a lo largo del período democrático precedente.

La Federación Universitaria Argentina y Federación Universitaria de Buenos Aires apoyaron el golpe de Estado. Algunos de sus integrantes fungieron como “comandos civiles”, participando en la represión ilegal desatada por el gobierno de facto. La dictadura, encabezada originalmente por el nacionalista católico Eduardo Lonardi, en cierta forma “premió” a sus heterodoxos apoyos, otorgándoles espacios de poder en las áreas de Cultura y Educación. El grupo de intelectuales católicos ligados al levantamiento recibió la cartera de Educación, a cargo de Atilio Dell’Oro Maini. En tanto, los sectores ligados al socialismo y al radicalismo se hicieron cargo de la intervención de la UBA en la figura de José Luis Romero –mentor de la revista Imago Mundi, aparecida en 1953–, antiguo militante socialista y reputado medievalista. Un numeroso grupo de docentes fue expulsado en forma ilegal entre 1955 y 1956. Si bien no se cuenta con cifras precisas, el filósofo Hernández Arregui afirmó que fueron unos 4.000 los profesionales que quedaron cesantes (Recalde, 2016: 72). El cogobierno universitario impulsado desde 1956 funcionaba sobre los “parámetros de democracia” definidos por los golpistas y sus aliados civiles, según lo expresa la socióloga Alcira Argumedo, integrante con posterioridad de las Cátedras Nacionales (Recalde, 2016: 59). La existencia de una democracia “ideal” dentro del espacio universitario contrastaba con la realidad política nacional, en la que reinaban la proscripción de la fuerza partidaria más popular –el peronismo– y la tutela de las Fuerzas Armadas sobre los procesos electorales. El trabajo de Recalde en suma se propone refutar la visión idílica de la universidad del período 1955-1966, en el que se habrían producido niveles de excelencia académica jamás igualados.

En su obra Imperialismo y cultura, Juan José Hernández Arregui (1957: 60) trabaja la categoría de círculo. Dice el autor: “Los círculos literarios son un producto de la división del trabajo social, ya que el escritor ocupa un lugar determinado en el proceso de producción. (…) El sistema culmina en un subgrupo de críticos que con frecuencia son los mismos literatos del círculo. La comunidad literaria se convierte en una constelación cerrada, con sus valoraciones rígidas y una constitución estable. (…) En tal sentido poseen el rasgo típico de los grupos sociales organizados: la coacción. (…) La coacción sanciona herejes”. Aritz Recalde recupera el concepto en función de describir a intelectuales y artistas que desarrollaron sus actividades en esta universidad idealizada, como correas de transmisión de los postulados ideológicos de los sectores dominantes. Carecen de autonomía. Reproducen las posturas de éstos, para poder ser reconocidos y aceptados. Los docentes universitarios difunden en su ámbito de actuación los lineamientos propios del proyecto dependiente que había que resignarse a aceptar.

La academia es parte fundamental del proceso de colonización pedagógica, tanto hacia adentro, como fundamentalmente hacia afuera. Juan Godoy (2017) señala tres funciones que se destacan en la enseñanza superior: la resolución de los problemas de la clase alta y media-alta, en tanto funciona como mecanismo de legitimación de las élites dirigentes; la difusión de los valores de la oligarquía al resto de la sociedad; y el reforzamiento de los lazos de dependencia. Los y las estudiantes suelen recibir de manera acrítica este discurso, incorporando una visión espectral del universo social que los rodea, desconectado tanto de las luchas populares como de los intereses nacionales en juego. En suma, si bien la comunidad académica puede no estar conformada por miembros de la oligarquía, en términos operativos constituye la herramienta más eficaz de la misma, por el alto nivel de legitimidad que poseen sus integrantes. Sumos sacerdotes de un “círculo” de iniciados que pondera, reprueba y elimina personas y conceptos, en pos de proteger de manera aséptica una pretendida objetividad, que no es otra cosa que la justificación de las relaciones de dominación y subordinación imperantes en nuestro país.

La liberación, como tarea intelectual, precisa de conceptos nuevos y propios, o en todo caso de su apropiación y resignificación que, ajenos en su génesis, pueden ser reformulados en clave local o continental. Fermín Chávez (2012: 39) dice al respecto: “Frente al iluminismo dieciochesco de la utopía antihistórica, la inteligencia hispanoamericana debe apropiarse del historicismo, como única idea factible y adecuada al proceso de desarrollo de nuestra autoconciencia nacional. Tal lo percibieron algunos pocos argentinos del pasado, marginados unos, consagrados otros por la cultura oficial argentina”.

En Hernández Arregui, la realidad nacional se analiza en clave marxista, pero desde una perspectiva situada en las particularidades nacionales. El nacionalismo, en tanto punta de lanza de una nación dependiente y semicolonial, adapta un carácter progresivo y antiimperialista, contrapuesto al nacionalismo chovinista y expansivo de las potencias occidentales. El pensamiento nacional en clave antiimperialista; el marxismo desprendido de premisas eurocéntricas; el historicismo que impugna los artículos de fe iluministas y el positivismo decimonónico; las luchas de liberación en diferentes regiones del denominado “Tercer Mundo”; y la Teología de la Liberación; conforman hacia mediados de la década de 1960 un magma de enorme potencialidad revolucionaria. La universidad parece impermeable a su potencia volcánica. El golpe de Estado de 1966, sin proponérselo, abrirá las puertas a este torrente de lava abrasador. La realidad ingresa en los claustros de las casas de altos estudios. La represión y la proscripción –que desde mediados de la década precedente afectan a la sociedad, en particular a los sectores populares– deciden que ya es tiempo de liquidar los últimos islotes de pretendido desarrollo democrático. Atónitos, los purpurados del saber perciben el final de un ciclo. Han hecho la tarea, pero les han dicho de manera poco elegante que ya no es necesaria.

En junio de 1966 la denominada “Revolución Argentina” destituyó al presidente radical Arturo Illia. El golpe de Estado anuló la Constitución Nacional, removió a la Corte Suprema de Justicia, prohibió la actividad de los partidos políticos e intervino las universidades, entre otras acciones represivas. La alianza que llevó al poder a Juan Carlos Onganía incluyó una compleja trama de actores económicos y sociales (Recalde, 2016: 37). El equipo que acompañó al mandatario de facto estaba conformado por empresarios nacionales, como Néstor Salimei –uno de los propietarios del grupo SASETRU, competidor en la exportación de cereales y aceites del conglomerado Bunge y Born– que asumió inicialmente la cartera de Economía; economistas vinculados a las empresas estadounidenses y a los grupos transnacionales –me refiero a su sucesor en el cargo, Adalbert Krieger Vasena, que había formado parte de la dictadura durante la “Revolución Libertadora” e influyó en posteriores generaciones de economistas de cuño liberal; y la Iglesia Católica argentina también aportó intelectuales y cuadros técnicos en la administración.

Dice Jorge Abelardo Ramos (1968: 70): “La herencia más perdurable de la Revolución Libertadora –la extirpación del peronismo de la vida política– encuentra aquí su fin, pues ahora están excluidos todos los partidos de la política… Con el fin de esclarecer por vía analógica y con un sentido profesional la política de Onganía, diremos que la Revolución Libertadora intervino la CGT, inhabilitó gremialmente a 150.000 delegados de fábrica y envió a Ushuaia a los peronistas. En cuanto a la pequeña burguesía, su actitud fue completamente diferente: después de expulsar a los profesores peronistas de sus cátedras, restableció el gobierno tripartito, la libertad de cátedra para todos, menos para los peronistas. La oligarquía liberal y la pequeña burguesía de izquierda sellaron una sagrada alianza por diez años. Esta misma universidad ha sido ahora brutalmente intervenida. Los sucesos universitarios mostraron una ruptura entre la pequeña burguesía universitaria y la misma oligarquía que en 1956 habían marchado juntas. Por este camino, el gobierno no puede sino ganar el legítimo repudio del estudiantado y ceder el control de la universidad a la oligarquía liberal más estéril. Pero ni antes ni ahora, la universidad estará imbuida de una conciencia nacional y democrática”. El análisis de Ramos es interesante en algunos aspectos. Deja en evidencia el vínculo que soldó los intereses de algunos intelectuales ligados a ciertos “círculos” dentro de la esfera universitaria con el régimen represivo instalado tras 1955. Vislumbra el abrupto cierre de esa unión en 1966. Contrapone la política desarrollada con el movimiento obrero, a la seguida con el sector académico. Sin embargo, no logra entrever las modificaciones que tras la intervención de las casas de altos estudios se van a producir, tanto en la formulación de los planes de estudios como el vínculo que algunos estudiantes y docentes empezarán a articular con el contexto socioeconómico que los circunda, y del cual muchos forman parte.

Uno de los factores de poder que apoyó el golpe de 1966 fue la Iglesia Católica. En 1955 había manifestado una conducta similar. La investigación realizada por Recalde (2016: 45) refiere que el pensador Norberto Habegger publicó un artículo en el número 9 de la revista Antropología Tercer Mundo analizando a los diferentes actores que conformaban la institución religiosa en la década de 1970. Según el autor, pese a la diversidad de comportamientos y de concepciones, se podía simplificar el posicionamiento de sus miembros entre: a) católicos liberales: conservadores en lo social y ultra liberales en lo político; b) católicos sociales: democráticos en lo político, sin vocación de poder y apertura a lo social; c) católicos políticos: integristas en lo religioso, reaccionarios en lo social y nacionalistas en lo político. La dictadura de Onganía se apoyó tanto en los católicos liberales, como en los políticos-integristas. Pero un sector conformado por los sectores “católicos sociales” se vinculó a las Cátedras Nacionales que surgieron tras la intervención de la universidad.

En 1955 se creó el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) como consecuencia de los reclamos de participación política de los católicos del Tercer mundo. Héctor Borrat (1973) señala que la CELAM fue variando sus concepciones e interpretaciones del contexto social y político. Destaca tres etapas: a) surgimiento: la aparición misma de la CELAM, interpretada por Borrat como un momento “refundacional” que dio cauce a una nueva identidad religiosa latinoamericana; b) etapa “desarrollista”: el encuentro de la CELAM en Mar del Plata en 1966 estuvo atravesado por el debate del desarrollismo; para los obispos latinoamericanos, llamar al “desarrollo” sin acordarse de sus contradicciones era una manera más de hablar al unísono con los “católicos progresistas” de los centros de ayuda, de pastoral social, de teología, y con los estadistas y tecnócratas de los Estados Centrales; el desarrollismo funcionaba como una versión más del “aggiornamiento”; las luces del “giorno” alumbraban desde las potencias industriales, cuyo “desarrollo” había que imitar; c) Teología de la Liberación: Borrat menciona que la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín de 1968 fue una fecha importante en la división dentro del universo religioso; el eje de la nueva corriente de la CELAM era la “liberación” de los países del continente frente a las relaciones de opresión ejercidas por las potencias; según Borrat, buena parte de los debates de Medellín se organizaron a partir de la Encíclica Humanae Vitae y del viaje de Pablo VI a Bogotá en 1967. Se desarrolló en el seno de la cúpula sacerdotal, trasladándose a posteriori a universitarios ligados al cristianismo social, poniendo en cuestión a la Iglesia oficial y generando una violenta reacción de su cúpula.

La presencia de militantes católicos dentro de la universidad no constituía novedad alguna para cualquier observador atento. En las décadas de 1950 y 1960 había conseguido protagonismo su militancia en las casas de altos estudios. Las agrupaciones de estudiantes católicos tenían una fuerte presencia e incidencia en Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y el Nordeste. En la primera de las citadas adquirió relevancia el Movimiento Humanista. Ludovico Ivanissevich propició la formación de la Liga de Estudiantes Humanistas, que desarrolló su primera convención nacional seis años más tarde. Dicho movimiento tuvo éxito en Buenos Aires, Santa Fe y Tucumán. En la UBA creció en importancia, al punto de alcanzar mayoría en la Asamblea Universitaria, promoviendo como rectores a Julio Olivera, en 1962, y a Hilario Fernández Long, en 1965 (Recalde, 2016: 47). La institución, que brindó su apoyo a Onganía, se encontraba atravesada por una serie de debates e intereses diversos. Numerosos docentes de las Cátedras Nacionales estaban vinculados a la reforma ideológica y política del catolicismo universitario: Gonzalo Cárdenas, Justino O’Farrell, Rolando Concatti, Conrado Eggers Lan y Norberto Habegger. La intervención de la universidad implicó la renuncia de una buena cantidad de docentes. Producto del reacomodamiento, ingresa un grupo de profesores que darán vida a la experiencia de las Cátedras Nacionales. En el ámbito de la Sociología se sumaron Gonzalo Cárdenas y Justino O’Farrell, que fueron los pilares de la experiencia. Este último en 1969 fue designado director de la carrera de Sociología, y Cárdenas ocupó la conducción del Instituto de Sociología. A partir de estas dos figuras se fue vertebrando una red de docentes, alumnas y alumnos que conformaron el nuevo espacio de trabajo.

La labor de las Cátedras Nacionales transcurrió de 1968 a 1971, culminando con la normalización de la UBA que impulsó el presidente de facto Alejandro Lanusse. En ese marco, el interventor de la Facultad de Filosofía y Letras, Alfredo Castelán, inició un proceso de concursos que fue adverso para los miembros de las Cátedras Nacionales. Según lo describió Horacio González, el caso emblemático que evidenció la finalización fue el concurso en el cual Justino O’Farrell fue desplazado de las funciones para que ingrese en su lugar el intelectual de izquierda marxista Juan Carlos Portantiero (Recalde, 2016: 76). La socióloga Alcira Argumedo (1993: 7 y 10) comenta: “Las Cátedras buscaron recuperar la potencialidad teórica de concepciones que habían impregnado la vida y la trayectoria de las clases populares latinoamericanas, pero cuya validez conceptual era negada en los claustros académicos. Esa peculiar experiencia fue realizada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. La guerra de Vietnam golpeaba por entonces las conciencias occidentales; amplias fracciones juveniles en Europa criticaban las burocracias del pensamiento y levantaban la consigna de la imaginación. Distintos movimientos políticos de América Latina horadaban el poder de los sectores privilegiados y los intereses imperiales. Los procesos de liberación en el Tercer Mundo y la presencia en los foros intergubernamentales de las naciones asiáticas y africanas recientemente independizadas promovían una soberanía integral y la significación de sus identidades culturales. Querían construir un orden mundial equilibrado para revertir los dominios coloniales y neocoloniales, que sistemáticamente drenaban los recursos del Sur hacia los países centrales”. “Hay un sentido común en las Ciencias Sociales, según el cual determinadas corrientes teóricas son las corrientes teóricas: fuera de ellas solo se dan opacidades, manifestaciones confusas, malas copias de los originales. Las vertientes de corte nacional y popular en América Latina tradicionalmente han caído dentro de esta última categoría. En la perspectiva oficial de la ciencia pertenecen a los suburbios del pensamiento, donde se procesan eclecticismos viscosos e intrascendentes. Por el contrario, nuestro objetivo es reivindicar el valor teórico-conceptual de esas vertientes, la existencia de una matriz latinoamericana de pensamiento popular, con perfiles autónomos frente a las principales corrientes de la filosofía y las ciencias humanas”.

Según la opinión de Hernández Arregui, las Cátedras Nacionales habían llegado para cuestionar las reglas y las pautas de funcionamiento de los círculos culturales. Arturo Jauretche (1962: 21) en su trabajo FORJA y la década infame había manifestado: “La expresión ‘posición nacional’ admite bastante latitud, pero entendemos por tal una línea política que obliga a pensar y dirigir el destino del país en vinculación directa con los intereses de las masas populares, la afirmación de nuestra independencia política en el orden internacional y la aspiración de una realización económica sin sujeción a intereses imperiales dominantes. Esta posición no es una doctrina sino el abecé, el planteo elemental y mínimo que requiere la realización de una nacionalidad, es decir la afirmación de su ser. No supone ni una doctrina económica o social de carácter universalista, por más que no pueda ni deba prescindir de una visión de conjunto en el mundo, ni tampoco una doctrina institucional, pues todas son contingentes al momento histórico y sus condiciones”.

El pensar desde América Latina requiere un instrumental teórico-conceptual que recupere las resistencias culturales, las manifestaciones políticas de masas, las gestas, la literatura, el ensayo, las formas de conocimiento y las mentalidades populares, los testimonios, las micro historias, las fiestas, los pequeños o grandes episodios de dignidad, los saberes que están en las “orillas de la ciencia”. Un pensamiento crítico dirigido a cuestionar los límites y las falacias del proyecto de modernidad, a resaltar los aspectos silenciados de la historia y el presente, donde se encuentren las claves y los valores fundantes de las propuestas alternativas frente a la modernización salvaje que nuevamente pretende consolidarse en la región. La posición nacional latinoamericana significa entonces concebir la historia y el futuro desde un sujeto colectivo, compuesto por múltiples fragmentos sociales, rico en expresiones particulares y yuxtaposiciones. Es la mirada de los protagonistas de la otra historia de estas tierras presente en las luchas independentistas, en los movimientos de resistencia, en los proyectos políticos de reivindicación nacional y social (Argumedo, 1993: 136).

La “Revolución Argentina” activó el volcán. La sociedad argentina en su conjunto sufrió la proscripción que previamente afectaba al peronismo. Pero como contrapartida, el estudiantado universitario se comenzó a vincular de manera más profunda con las luchas y los saberes populares, volcándose a la militancia política en un espacio antes desdeñado por los círculos intelectuales. La camada de docentes que reemplazó a los profesionales renunciantes, provenientes de diferentes tradiciones, incluían a un sector de la Iglesia Católica, los llamados católicos sociales. En un clima de época abrazaron la causa antiimperialista, coadyuvando a la conformación de las Cátedras Nacionales. La normalización impuesta por Lanusse los alejó del espacio académico al que en algunos casos retornarían en 1973, bajo el rectorado de Rodolfo Puiggrós. Pero esa es otra historia.

La fiesta, con sus manjares artificiales y sonrisas impostadas, ha concluido. Como parte de la diversión de unos pocos, César, el artífice de juergas interminables, pide que un mendigo sea conducido desde la calle hacia el salón. En sus manos el sujeto porta un paquete: envuelto en papel de diario, un niño muerto. Su hijo. César lo toma y la sensación de finitud lo inunda y embriaga a la vez. Visión y éxtasis. El desierto entra en la ciudad.

 

Bibliografía

Argumedo A (1993): Los silencios y las voces en América Latina. Buenos Aires, Pensamiento Nacional.

Arlt R (1991): El desierto entra en la ciudad. En Obra Completa, Tomo III, Buenos Aires, Planeta.

Borrat H y A Bünting (1973): El Imperio y las Iglesias. Buenos Aires, Guadalupe.

Chávez F (2012): Epistemología para la periferia. Remedios de Escalada, UNLA.

Godoy J (2017): “La Universidad en el pensamiento de Juan José Hernández Arregui”. En Sociología y Liberación.

Hernández Arregui JJ (1957): Imperialismo y cultura. Buenos Aires, Continente, 2005.

Jauretche A (1962): FORJA y la década infame. Buenos Aires, Corregidor, 2015.

Ramos JA (1968): Ejército y semi-colonia. Buenos Aires, Sudestada.

Recalde A (2016): Intelectuales, peronismo y universidad. Buenos Aires, Punto de Encuentro.

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