La ira divina

Como vimos en “Un acercamiento al significado de la palabra estar” (Movimiento, 24), para Rodolfo Kusch el hombre cuzqueño trata de conjurar la ira divina: esa ira que se manifiesta a través de los elementos incontrolables e intimidantes de la naturaleza, como el rayo, el relámpago y el trueno. Con ese fin, se aferra a su parcela cultivada, su comunidad, su magia. “Mirando el cielo, pensaría en dios otra vez. Dios habría de ser como el trueno que anunciaba la lluvia o aquello que hacía temblar la tierra o lo que traía el granizo, en fin, todo podría ser menos ese dios de la iglesia. Dios tenía que ser algo que atrapara, que lo fuera sitiando, si no, el yamqui [alusión al indio Joan de Santa Cruz Pachacuti yamqui Salcamayhua] prefería volver a creer en las pequeñas cosas: el dios de la lluvia, el dios del trueno, el del relámpago o el felino que bajaba con el granizo o lo que fuera”. “Dios tenía que ser como ese mismo mundo que lo rodeaba y que se expresaba a través de su violencia, como ira divina. Y él creía ante todo en esa ira divina, que se convertía de pronto en lluvia o de pronto en granizo. Sólo a partir de ahí le interesaba preguntar: ¿dónde estás? Porque de esa manera dios adquiría una fuerza temible e invisible”. “El cura [alusión al padre Ávila] ya le había hablado de esa ira, pero la daba como cosa superada. Pero el yamqui no entendía esto porque estaba convencido de que la ira de dios estaba presente en su valle y en cualquier momento podría desatarse como chancro, sismo o granizo” (Kusch, 1999: 34). En cambio, la persona del ámbito urbano niega esa ira. Aparenta que no existe. En consecuencia, se refugia en su ciudad, en su patio de objetos, en su creación más esforzada. Pero a veces esto es inútil. Por ejemplo, una ciudad o –con más razón– una metrópolis no impiden ni obstaculizan la expansión de las epidemias que tienen una dimensión considerable. Al contrario, las favorecen. Esto es así porque una parte de sus construcciones –edificios gubernamentales, bancos, fábricas, comercios, museos, galerías de arte, teatros, cines, templos, universidades, gimnasios, estadios, salas de juego, paseos de compras, restaurantes y plazas– tiene la misión de albergar un número importante de residentes y visitantes, es decir, de individuos que no residen en ella o que no residen en ella de un modo continuo: algo que, justamente, facilita la multiplicación de los contagios.

Sin duda, la ira divina –que se oculta detrás de las enfermedades contagiosas, o sea, de las enfermedades que nos afectan cuando entramos en contacto con personas infectadas, con secreciones u objetos de personas infectadas, o con organismos vivos que picaron a personas o animales infectados– nos muestra el riesgo que asumimos –en ciertas ocasiones– al saludar con un beso, un abrazo o un apretón de manos; al toser, estornudar o hablar; al concretar una relación sexual; al proseguir con un embarazo o un parto; al sufrir la picadura de un insecto; o al tocar o rozar inadvertidamente un poco de sangre u orina, unas heces, una prenda de vestir, una toalla, una sábana, un poco de agua, un alimento, un plato, un cubierto, un vaso o una jeringa. En tales casos, la circunstancia de proceder con cuidado y, por lo tanto, de limitar los besos, los abrazos y los apretones de manos al círculo de los parientes, los amigos y los conocidos, o de suprimir por completo esas muestras de cortesía o afecto; de toser, estornudar y hablar según las recomendaciones de las y los especialistas; de practicar la abstinencia sexual o de tener relaciones sexuales con la utilización de alguna protección; de controlar adecuadamente a las mujeres embarazadas y a las parturientas; de usar prendas con mangas largas, pantalones, repelentes, insecticidas y mosquiteros; o de evitar el contacto con las cosas que están o pueden estar infectadas… no eliminan la totalidad del peligro ya aludido. Ese peligro existe. Está presente, aunque las prevenciones, desde la que parece más sensata hasta la más absurda, lo reduzcan al mínimo. Además, ese peligro nos dice o, con más exactitud, nos susurra que –ante la inexistencia de una cura o la falta de una cura adecuada u oportuna– el final de todo puede consistir en la muerte del infectado o infectada, o en su señalización con una o varias secuelas tan graves y permanentes como la parálisis de las piernas –en el caso de la poliomielitis–, la hidrocefalia –en el caso de la meningitis–, la ceguera o la demencia –en el caso de la sífilis–, el desfiguramiento –en el caso de la lepra–, etcétera.

Una epidemia –que es una enfermedad que azota un territorio durante un tiempo determinado, afectando a un número importante de personas– sólo trasluce la ira divina cuando resulta grave, cuando produce una cantidad apreciable de muertes, cuando deja una cantidad apreciable de víctimas que arrastran trastornos o lesiones irreparables, cuando asume el aspecto de una peste. En otras palabras, una epidemia no constituye una realidad espantosa por la circunstancia de afectar a muchos individuos, ni por la circunstancia de extenderse por muchos lugares –pandemia–, ni por la circunstancia de aparecer reiteradamente en un lugar específico –endemia–, sino que la constituye por afectar a muchas personas con la muerte o con la presencia de trastornos, lesiones e incapacidades que no tienen remedio. La particularidad de estar en un escenario que configura el ámbito de una epidemia despierta en la gente un miedo específico –el miedo a morir o, en el mejor de los supuestos, a padecer un menoscabo insanable. Y el miedo –según Montaigne– es algo que resulta más insoportable que la muerte misma. A la luz de lo expuesto, una epidemia que no está asociada a las imágenes de la muerte y de la disminución mental o física y, por ende, a las imágenes de la muerte y de la disminución metal o física de cada individuo, en tanto ser único e irrepetible, no es una epidemia que merezca tal calificativo. Es una molestia.

A causa de la ampliación de los conocimientos científicos, el avance de los procesos tecnológicos y el auge de los Estados de Bienestar –que tendieron a universalizar los beneficios que derivaban de esos conocimientos y esos procesos– la gente, en líneas generales, perdió la costumbre de coexistir con epidemias que diezmaban la población del mundo y, en el mejor de los casos, de un continente, como la Peste Antonina (siglo II), la Plaga de Justiniano (siglo VI), la Peste Negra (siglo XIV), el Cocoliztli (siglo XVI), la Gripe Rusa (siglo XIX) o la Gripe Española (siglo XX). Hoy, la pérdida de esa costumbre –resultado directo de las conquistas de la civilización que levantó las ciudades– explica en parte la actitud de las personas que, por ejemplo, optaron por exagerar, minimizar o, directamente, negar la incidencia del COVID-19, en lugar de asumir una posición responsable y equilibrada. Ciertamente, la transformación del ámbito urbano en una “naturaleza” de carácter “artificial” que no brinda seguridad ni comodidad, a pesar de su modernismo, conduce a la sorpresa. Esta conduce al desconcierto. Y éste, en definitiva, conduce a la angustia, la subestimación o la negación. Desde la óptica kuscheana, el mundo del “ser” conserva su vigencia mientras tiene la posibilidad de sostener artificialmente su supuesta seguridad. Mas, cuando eso fracasa, la ira divina –en este caso, bajo la forma de una epidemia y, además, de una economía semiparalizada, como en la realidad argentina– irrumpe con la totalidad de su violencia, arrojándonos de golpe al mundo del “estar”.

En otros tiempos, quizás más bárbaros que los actuales, todo era más sencillo. Ante la propagación de una epidemia, la gente corría hasta la iglesia más cercana. Rezaba. Quemaba varias brujas. Y, por último, aguardaba la desaparición del mal –ya que nadie dudaba de que era obra del Demonio. Pero hoy las cosas son diferentes. Los infectólogos no recomiendan la quema de nadie. En su lugar, aconsejan que las personas implementen el distanciamiento físico o social –expresión desafortunada por las implicancias que acarrea. Con ello, evidencian que no conocen otra manera de enfrentar a un virus desconocido con la estructura sanitaria de un país quebrado, endeudado y empobrecido tras cuatro años de administración macrista. Su recomendación, más allá de los motivos entendibles que la impulsan, lleva a la caracterización de cada semejante como un peligro potencial. Y, por lo tanto, supedita la supervivencia de la sociedad a la realización de un aislamiento general, a la ejecución de una conducta “antisocial”, a la concreción de un escenario preestatal que –aunque no conduce en ningún momento a un eclipse total del Estado– otorga una vigencia inesperada a lo dicho sobre la persona que vive en el estado de naturaleza, por Thomas Hobbes, en el Leviatán, John Locke, en el Segundo tratado sobre el gobierno civil, y Jean-Jacques Rousseau, en el Contrato social. Paradójicamente, quienes exteriorizan los razonamientos más sensatos sostienen que la salvación de la sociedad exige que ésta reduzca su grado de integración hasta el límite de lo soportable, al igual que los animales que reducen sus funciones vitales cuando entran en un estado de hibernación.

Una sociedad debe conservar un mínimo de integración para continuar existiendo como tal. Y una sociedad que está compuesta por personas que deben permanecer dentro de sus hogares, como consecuencia de la inseguridad sanitaria que reina fuera de ellos, en el ámbito de lo público, es una sociedad con una integración de baja intensidad. Esto convierte a cada uno o una de sus integrantes en un individuo que no depende de sus semejantes –que, por otro lado, ya no son eso–, sino de sí mismo. “Es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz”. “Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve” (Hobbes, 2003: 102).

En El triunfo de la Muerte de Pieter Brueguel el Viejo, la Muerte –que cabalga sobre un caballo rojizo, al frente de un ejército de esqueletos– empuja a los vivos hasta una especie de ataúd gigante, en medio de una escena de horrores indescriptibles. En Vista de los cuerpos durante la peste de 1720 de Michel Serre, los cadáveres de los infectados alfombran las calles de Marsella. Y en Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires  de Juan Manuel Blanes, el doctor José Roque Pérez y el doctor Manuel Argerich –dos hombres que morirían por causa de la epidemia– observan desde la puerta de una habitación a un niño que se encuentra en el suelo, junto al cadáver de su madre, sin advertir que el cuerpo inerte del padre de la criatura se encuentra detrás de la puerta. Indefectiblemente, las escenas de estas pinturas son impactantes, estremecedoras, terribles, siniestras –como las de la televisión, la telefonía móvil y las redes de internet que muestran hospitales atestados, comercios cerrados, calles desiertas y figuras humanas con barbijos, guantes y trajes aislantes, a la manera de El Eternauta. Todas representan algo que paraliza, desconcierta, inquieta y despierta los miedos más profundos. Todas tienen a la muerte, al sufrimiento, al miedo y a la desesperación como protagonistas excluyentes. Y todas traslucen la indefensión, la fragilidad, la pequeñez y la insignificancia humana: realidades que agigantan su dimensión cuando la ira divina impacta la existencia de los individuos, demostrando las falencias del mundo del “ser”.

 

Referencias

Hobbes T (2003): Leviatán. O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Kusch R (1999): América profunda. Buenos Aires, Biblos.

Kusch R (1976): Geocultura del hombre americano. Buenos Aires, Fernando García Cambeiro.

Locke J (2005): Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo concerniente al verdadero origen, alcance y finalidad del gobierno civil. Bernal, UNQui-Prometeo.

Montaigne (1991): Ensayos completos. México, Porrúa.

Rousseau JJ (1987): El contrato social o Principios de derecho político. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el origen de la desigualdad. México, Porrúa.

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