Internas y ministros: las pujas por el gabinete nacional como manifestación de luchas internas en los orígenes del peronismo y en el gobierno actual

La finalidad del presente artículo es repasar las pujas de poder internas del gobierno revolucionario surgido tras el movimiento militar de junio de 1943 y luego hacer algunas breves referencias vinculadas a las disputas que se verifican en el actual gobierno.

 

Pugnas internas por la conformación del gabinete en los primeros días de la Revolución de 1943

El 4 de junio de 1943 diferentes sectores del Ejército tomaron el gobierno para poner fin a una era oprobiosa de nuestra historia. El movimiento ocupó la Casa Rosada, pero no estaba claro quién era su líder, ni cuál sería su orientación. En un primer momento pareció que emergía la figura del general Rawson como cabeza del levantamiento, y en esa condición empezó a planificar la designación de los ministros. Desde las primeras horas –en la misma tarde del triunfo revolucionario– la conformación del gabinete nacional generó rispideces y tensiones de todo tipo entre los diversos grupos revolucionarios. Siempre que se define un gabinete se indican señales sobre posibles lineamientos de acción, y eso origina debates. No fue excepción el hecho que nos ocupa: el 6 de junio se empezaron a rumorear nombres de los posibles ministros. La divulgación de esta nómina generó muchas discrepancias y disgustos en diferentes ámbitos políticos. Los aliadófilos impugnaron el nombre de José María Rosa –padre del gran historiador revisionista– por considerarlo ligado a los nazis, acusación infundada, porque el candidato a ministro de Hacienda era un patriota que apoyaba la posición neutralista –es ley histórica que, ante cada contienda de potencias imperialistas, los patriotas argentinos optan por ser neutrales– ante la Segunda Guerra Mundial. Por motivos similares también vetaron la designación del general Juan Pistarini como ministro de Obras Públicas. Por su parte, los sectores nacionalistas se opusieron al nombramiento de Horacio Calderón por su ligazón con las empresas ferroviarias británicas. Al general Domingo Martínez se lo acusó de ser hombre de Castillo –había sido su jefe de Policía–, el presidente derrocado por la Revolución. Ninguno de los cuatro juró cuando se formalizó el primer gabinete revolucionario. También fue desplazado el mismo Rawson por haber manifestado intenciones belicistas contra las potencias del Eje. Su vocación rupturista generó un profundo rechazo entre los oficiales del GOU que eran acérrimos partidarios de la neutralidad. La disputa por la conducción es consustancial de todo proceso político. Siempre es preciso que haya un conductor. El candidato del GOU no era Rawson, sino el general Pedro Pablo Ramírez, quien finalmente asumió la presidencia de la Nación en las primeras horas del 7 de junio. El desplazamiento de Rawson evidenció el poder creciente del GOU dentro de la Revolución. Fue una suerte de revolución dentro de la misma revolución. Perón la llamó alguna vez “la segunda revolución”.

En esas primeras jornadas el gobierno revolucionario podría haber sido calificado “de coalición” –como se ha puesto de moda decir ahora– en tanto expresaba una alianza de diferentes sectores. Con Ramírez, hombre fuerte del Ejército, como presidente. En representación del sector de la Marina, el contralmirante Sabá Héctor Sueyro fue nombrado vicepresidente de la Nación. A su turno, Ramírez conformó un nuevo gabinete. Con respecto al pensado por Rawson, uno de los probables ministros era el mismo Pedro Pablo Ramírez, quien sonaba como ministro de Guerra. Ese cargo central quedó en manos del GOU a través de un afiliado propio, el general Edelmiro Julián Farrell. Sólo dos ministros de la lista de Rawson fueron confirmados en sus carteras: en Agricultura –el general Diego Mason– y en Marina –el almirante Benito Sueyro. En Justicia e Instrucción Pública se designó al coronel Elbio Carlos Anaya, representante de los sectores de Campo de Mayo que no pertenecían al GOU. En Hacienda se nombró al presidente del Banco de la Nación Argentina, Jorge Santamarina, ligado a los intereses de la oligarquía terrateniente. En Obras Públicas fue ubicado Ismael Faustino Galíndez, otro hombre de la Marina. Relaciones Exteriores quedó a cargo del vicealmirante Segundo Storni, quien inicialmente había sonado para ocupar el Ministerio de Interior, cartera que fue ocupada por el coronel Alberto Gilbert, enrolado en el GOU, en otra conquista de la ascendente organización militar.

En definitiva, el primer gabinete revolucionario resultó heterogéneo, como no podía ser de otra manera, en circunstancias donde no había un polo de poder claramente establecido, y mucho menos un liderazgo determinado. Diferentes fuerzas coadyuvaron para el triunfo revolucionario y era necesario hacer un reparto equilibrado de los cargos. Cuatro miembros del gabinete provenían de las filas del Ejército –dos generales y dos coroneles–, tres eran marinos y había un solo civil, pero la diversidad la daban las diferentes orientaciones políticas de sus integrantes: cuatro eran aliadófilos (Storni –en la trascendental Cancillería–, Santamarina, Galíndez y Anaya) y cuatro eran neutralistas (Farrell, Gilbert, Mason y Sueyro). El presidente Ramírez también estaba de acuerdo en no tomar partido por ninguno de los bandos enfrentados en la conflagración mundial. De este modo diversos grupos militares, civiles, económicos quedaban representados en el nuevo gobierno.

En los meses siguientes, intensas pugnas de poder sucedieron dentro del gobierno y del Ejército. Diversas cuestiones relacionadas con el funcionamiento de la gestión dividían a los integrantes del gabinete, pero el tema principal que los separaba era la diferente posición con respecto a la Segunda Guerra Mundial. Poco a poco empezó a emerger la figura del coronel Juan Domingo Perón, quien fue nombrado el 8 de junio como jefe de la Secretaría del Ministerio de Guerra y de ese modo se ubicó inmediatamente detrás del ministro Farrell, en una expectante segunda fila. A lo largo de las siguientes semanas, Perón continuó acumulando poder en base a su profundo conocimiento y a su aplicada disciplina, y se afianzó como el dirigente más talentoso dentro del GOU. En política, y en todo ámbito de la vida, tener organización y objetivos claros lleva a buen destino.

 

Primeros meses: se agudizan las internas dentro del gobierno revolucionario

Durante las primeras semanas de gobierno el crecimiento sostenido del GOU generó serias resistencias en los otros sectores del Ejército. Tanto es así que algunos de los jefes de las unidades de Campo de Mayo se mostraron molestos por el creciente poderío del dúo compuesto por Farrell y Perón, y resolvieron deponerlos. Pero hicieron un pésimo cálculo de la correlación de fuerzas e intentaron levantarse en contra de un grupo mucho más poderoso que los desbarató completamente el 8 de julio de 1943, sin permitirles desarrollar ninguna acción. Ya se ha indicado que la Cancillería estaba en manos de un confeso aliadófilo, el vicealmirante Storni, quien no perdía oportunidad de afirmar que la Argentina se uniría a los aliados. Estados Unidos e Inglaterra habían reconocido al gobierno con la certeza de que rompería relaciones con el Eje y se sumaría a la causa de los aliados. Durante julio de 1943 Storni realizó diferentes acciones en esa dirección. En una posición diametralmente opuesta se ubicó el GOU, fiel al tradicional neutralismo argentino. Hacia mediados de ese mes el presidente Ramírez hacía equilibrio entre las dos posturas claramente enfrentadas. Las semanas de julio fueron intensas y el clima de beligerancia era cada vez más pesado. En los documentos del GOU de esos días se hablaba literalmente de “guerra” y se atacaba a quienes no se encontraban “identificados con los ideales de la revolución”.

 

Septiembre-octubre de 1943: avance del GOU sobre el gabinete

Desde junio de 1943 las tendencias neutralistas y rupturistas pujaron por imponerse dentro de la Revolución. El canciller Storni representaba la línea aliadófila. Para conservar su cargo, Ramírez fue más prudente que Rawson. En los primeros meses reafirmó la neutralidad ante el GOU, pese a que mandaba señales de futura ruptura a los representantes de las potencias aliadas que se mostraban impacientes por el incumplimiento argentino. En ese contexto, a principios de agosto, Storni realizó acciones tendientes a satisfacer las apetencias de los aliados que fueron consideradas indecorosas para el honor nacional cuando se hicieron públicas a principios de septiembre. El GOU –con Perón a la cabeza– exigió la renuncia de Storni y así sucedió apenas unas horas después. Asimismo, el GOU también reprochaba la labor de los ministros Santamarina y Anaya, ambos aliadófilos.

La renuncia de Storni fortaleció al sector neutralista y debilitó al bando aliadófilo. Tuvo como consecuencia un claro avance del GOU y de Perón. En Cancillería fue nombrado Alberto Gilbert –miembro de la organización–, quien retuvo la cartera de Interior. Pero con la caída de Storni no terminaba la pugna. El GOU seguía pensando la reestructuración del gabinete nacional. En la mira aparecían los ministros Anaya y Santamarina: la intención era desplazarlos. Hacia fines de septiembre la organización tomó la decisión de promover “una crisis de gabinete total”. A tal efecto, el GOU le planteó al presidente Ramírez la necesidad de modificar varios ministros.

Por aquella misma época –y a pesar de no ser todavía el encargado de esa cuestión– el coronel Perón obtuvo un importante éxito al desactivar un grave conflicto del gremio de la carne. Esta situación provocó envidia y recelo entre los enemigos del ascendente coronel. Pocas semanas después, en octubre de 1943, se produjeron nuevos intentos para desplazar a Perón del gobierno. Todos fracasaron. Farrell y Perón salieron fortalecidos. Sin embargo, hacia el interior del GOU empezaron a evidenciarse diferencias con el presidente Ramírez: aprovecharon su mayor margen de maniobra y solicitaron nuevos cambios en el gabinete. El GOU percibía el crecimiento de su poderío y de su influencia. Debido a las nuevas victorias de principios de octubre de 1943, la organización observó que contaba con la fuerza suficiente para forzar la salida de ministros que consideraban ajenos a los postulados de la revolución: Santamarina, Galíndez y Anaya. Ante esta nueva avanzada, el general Ramírez pensó en destruir al tándem Farrell-Perón, pero la realidad le marcó sus límites. A mediados de octubre de 1943 el gabinete fue reestructurado de esta manera: el general Alberto Gilbert fue confirmado como ministro de Relaciones Exteriores, cartera que estaba conduciendo provisoriamente; el cargo que dejó vacante en Interior fue ocupado por el general Luis César Perlinger, ligado al sector del presidente Ramírez; el abogado César Ameghino sucedió en Hacienda a Santamarina; en Obras Públicas, a Galíndez lo reemplazó el capitán de navío Ricardo Vago; Gustavo Martínez Zuviría fue designado en Justicia e Instrucción Pública, en lugar de Anaya. En definitiva, de aquel gabinete heterogéneo de junio se pasó a uno de signo claramente neutralista. Siete de los ocho miembros adherían a esa postura. Solo el capitán Vago era sindicado como aliadófilo.

En un golpe espectacular, el GOU borró del gabinete a tres ministros con los que nunca había simpatizado. Si se le suma que el mes anterior había caído Storni, ninguno de los ministros aliadófilos originarios se mantenía en el gobierno. En una demostración palmaria de la capacidad de construcción de poder del GOU, apenas cuatro meses le tomó quitar a los ministros que no eran de su agrado y que habían jurado junto a Ramírez al momento de su asunción presidencial. En junio los había aceptado como consecuencia de sus limitaciones, pero en octubre la correlación de fuerzas había cambiado lo suficiente como para poder forzar la salida de todos ellos. La organización contaba ahora con tres ministros propios. Además, el fallecimiento del contralmirante Sabá Sueyro dejó vacante la vicepresidencia de la Nación, que fue ocupada por el general Farrell, quien retuvo la cartera de Guerra.

El GOU había acrecentado su poder. La lucha contra los adversarios venía cosechando importantes triunfos. Pero hay una tendencia –casi una ley histórica– que lleva a los grupos exitosos –una vez que han derrotado o atenuado el poder de sus enemigos– a trasladar el centro de gravedad de la lucha hacia el interior de su seno. No escapó el GOU de esa tentación. Debilitados sus peligros exteriores, la lucha pasó a ser más interna que externa. Aunque, en rigor de verdad, la pugna entre sectores ya había comenzado a principios de octubre y se habían percibido hondas fisuras. Las rivalidades hacia el interior de la organización se hicieron indisimulables y continuaron desarrollándose en los meses siguientes. Durante 1944 el ascendente coronel Perón se convertiría en el verdadero líder de la revolución, solucionando el engorroso drama de la falta de conducción.

 

Argentina 2022: disputas de poder

El 5 de mayo pasado la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, brindó en la ciudad de Resistencia una conferencia titulada “Estado, Poder y Sociedad: la insatisfacción democrática”. En un pasaje de su alocución desmintió que exista una “pelea” en el ámbito del Poder Ejecutivo Nacional. Manifestó que tampoco era una “discusión”. Por último, expresó que lo que estaba sucediendo en el seno del gobierno era un “debate”, al que definió como una situación “en la que dos o más personas opinan acerca de uno o varios temas y en la que cada uno expone sus ideas y defiende sus opiniones e intereses”. A su vez, negó que ese “debate político” y ese “debate de ideas” fueran “disputas de poder”. En ese marco, definió poder como “eso que, cuando una persona toma una decisión, esa decisión es acatada por el conjunto. Eso es tener poder”. Ahí mismo señaló que cuando postuló como candidato al actual presidente Alberto Fernández había elegido a alguien que “no representaba a ninguna fuerza política”. A modo de ejemplo, lo diferenció de Sergio Massa (líder del Frente Renovador), Héctor Daer (CGT) o Emilio Pérsico (movimientos sociales), quienes sí serían portadores de cierta cuota de poder o representatividad. De sus palabras puede desprenderse que la vicepresidenta considera que Alberto Fernández no poseía en 2019 poder alguno, por no representar a ninguna fuerza política, sindical o social. ¿También pensará que actualmente no tiene poder? ¿Por eso niega que los cuestionamientos explícitos a ministros del gabinete nacional y que las evidentes diferencias de miradas sobre diversos aspectos impliquen “una disputa de poder”?

Por otro lado, CFK manifestó que elegirlo como candidato a presidente de la Nación había sido un “acto inteligente”, pero no generoso. En cambio, remarcó que sí había sido una “acción generosa” permitirle decidir libremente todo su equipo económico y a la mayoría de su gabinete una vez electo. Durante varios tramos de su conferencia manifestó diversos reproches a la política económica del gobierno nacional. En ese contexto, reveló que en noviembre de 2019 ya sabía la conformación del gabinete. Particularmente mencionó que sabía que Matías Kulfas –de quien recordó que “había escrito un libro contra nosotros”– iba a quedar a cargo del Ministerio de Desarrollo Productivo. Vinculado a esto, criticó duramente lo pensado y efectuado por la Secretaría de Comercio Interior, bajo la supervisión del autor de Los tres kirchnerismos. Sin embargo, reiteró que esas situaciones no implicaban “disputas de poder”.

Pese a lo afirmado, la vicepresidenta termina reconociendo que, por diferencias con otros sectores del gobierno, “discutimos, debatimos y nos oponemos a determinadas cosas”. ¿Oponerse a algunas políticas no significa disputar poder? Si a esto le sumamos las diversas declaraciones contrarias a los ministros del área económica –y a otros– efectuadas por dirigentes cercanos a la vicepresidenta, podemos advertir que estamos ante una clara disputa de poder, pese a que se lo pretenda negar. Es evidente que hay una tensión interna que se ha venido manifestando en diferentes ámbitos y circunstancias. Tal situación no es novedosa. Hace poco más de un año, la exministra de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Marcela Losardo –muy cercana al presidente de la Nación–, presentó su renuncia al cargo y fue reemplazada por Martín Soria, dirigente mucho más afín a Cristina Fernández de Kirchner. No es secreto para nadie la atención que le merece a la vicepresidenta de la Nación todo lo ligado al mundo judicial.

 

¿Cuál es la causa de estas disputas?

Indudablemente, los debates públicos en torno a las ministras y los ministros –y a las políticas llevadas adelante por ellos– son producto de miradas divergentes sobre diversas cuestiones en el seno del frente gobernante. Pero también entrañan algo peor: expresan la notable ausencia de liderazgo en el actual gobierno. Las pujas internas –como hemos visto que ha sucedido en los orígenes del peronismo– a veces son un mal necesario –decimos que son un mal, porque la prudencia política siempre aconseja la unidad y no la división– en el camino de consolidación de una conducción efectiva. Pero cuando esas tensiones se transforman en crónicas, repetitivas e interminables, llevan a la impotencia y a una gestión deficiente.

En definitiva, el problema no es que haya debates en el interior de una coalición gobernante –todo nuevo poder que pretenda existir debe pujar por su nacimiento–, pero sí es perjudicial que esas disputas por la integración de un gabinete sean consecuencia de la inexistencia de un mando definido. La falta de liderazgo siempre es un problema grave que debe ser reparado lo más pronto posible. En ese sentido es preciso recordar la enseñanza de Santo Tomás de Aquino, quien en su imperecedera obra sobre el gobierno de los príncipes aseveró que “es mejor para una multitud que viva en sociedad el ser regido por uno que por muchos”.

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