Dos palabras sobre la eugenesia

Al margen de la difamación póstuma intentada contra Ramón Carrillo –figura que, más allá de las diferencias que pueden dividir a los argentinos, debería recordarse con agradecimiento, sin contar con el ejemplo de entereza que dio hasta su muerte– creo que debe aclararse algo respecto de la famosa “eugenesia” y del particular sentido polisémico que tuvo esta ideología –o paradigma– hoy superada. De no precisarse un poco los conceptos, se corre el riesgo de estigmatizar a cualquiera que la hubiese usado en su tiempo.

La palabra y la idea originarias pertenecen a un inglés no muy equilibrado, primo de Darwin, que se llamaba Francis Galton (1822-1911) y que creía que compartía la genialidad de su primo por herencia biológica familiar. Este obsesivo se puso a cuantificar todo lo que consideraba que se podía llevar a números y, en medio de su delirio, creyó poder contabilizar el número de genios producidos por los griegos. Siguiendo con estas extrañas investigaciones, publicó dos libros, en el segundo de los cuales (Hereditary Genius, 1888), empezó a querer jugar a Dios, proponiéndose acelerar la producción de “genios” superiores mediante técnicas de reproducción humana, así como se mejoran las razas de caballos y vacas: impulsando la reproducción de los mejores ejemplares y reduciendo la de los peores.

Pero cabe reconocer que Galton no proponía medidas prohibitivas ni radicales, sino que intentaba sumar adeptos a su causa, como en una religión. El problema fue que sus teorías cruzaron el Atlántico y fueron a dar a los Estados Unidos: cayeron en medio de una sociedad compleja, donde había un grupo “puritano” que se sentía descendiente de los que habían llegado en el Mayflower, muchos negros liberados a los que se consideraba extraños, y también muchos inmigrantes europeos a los que no incorporaban y que, además, hacían huelgas y exigían derechos laborales. No era nada raro en ese país que surgiese rápidamente quien sostuviera que no había necesidad de esperar a que la gente se convenciese de que había que “mejorar la raza”, sino que era menester que el Estado impidiese la reproducción de los “degenerados”, puesto que era eso indispensable para combatir el crimen, que se atribuía a las taras propia de los sujetos biológicamente inferiores.

Por mucho que el discípulo de Galton –Karl Pearson (1857-1936)– protestase desde Londres, afirmando en todos los tonos que eso no era lo que había propuesto Galton y que sus teorías necesitaban ser más verificadas, ya era tarde. El ambiente norteamericano del tiempo estaba alimentado por la creencia de la “herencia criminal”, sostenida por un embustero llamado Henry Goddard (1866-1957) –que inventó una inexistente familia Kallikak en la que todos eran delincuentes en el árbol genealógico– al igual que un abogado dedicado a la conservación de las especies silvestres, Madison Grant (1865-1937) que, si se hubiese limitado a eso sería encomiable, pero fue más allá y escribió un libro en que idealizaba “raza nórdica”, cuya decadencia lamentaba (The Passing of the Great Race, 1916).

En ese contexto no fue para nada extraño que apareciese un oscuro veterinario llamado Charles Davenport (1866-1944) y que se pusiera al frente de una cruzada contra el crimen y la degeneración. Este aventurero no era ningún genio, pero resultó muy hábil para conseguir “contribuyentes”, apoyándose en el instituto Carnegie. Convenció a la viuda de un magnate del acero, embarcó a la asociación de criadores, consiguió embaucar a Alexander Graham Bell (1847-1922) y a John Rockefeller (1839-1937), logrando la adhesión de un personaje de prestigio en su tiempo, aunque no muy sano mentalmente, que fue el premio Nobel Alexis Carrel (1873-1944), quien terminó siendo colaborador del régimen vergonzoso de Vichy. Davenport –el afortunado buscador de “sponsors”– se hizo de un infatigable ladero, un declarado nazi norteamericano llamado Harry Laughlin (1880-1943), quien postulaba la eutanasia, la poligamia y la expatriación de los negros de Estados Unidos. Fue expulsado después de 1934 del Instituto Carnegie por seguir alabando a Hitler.

El éxito de la campaña de estos sujetos fue enorme. No es posible determinar hoy si la gran movilización de “científicos” y el increíble apoyo de universidades y academias fue una formidable estafa, una asociación ilícita o una alucinación colectiva de fanáticos pseudoreligiosos –o todo eso mezclado– pero lo cierto es que marcaron la política migratoria de los Estados Unidos entre las dos guerras, a tal punto que Adolf Hitler en Mein Kampf dice expresamente que se trata del único país con una política poblacional “racional”.

Sus resultados prácticos fueron desastrosos, puesto que consiguieron que se sancionasen leyes de esterilización en la mayoría de los estados de los Estados Unidos, a partir de la de Indiana en 1907. Fue así como miles de oligofrénicos, epilépticos, sordomudos, indios, ciegos, etcétera, fueron esterilizados. En 1928 la mayoría de los estados norteamericanos tenían leyes de esta naturaleza. Los matrimonios mixtos –de blancos y negros– fueron prohibidos en buena parte de los estados. La Suprema Corte norteamericana, con el voto de uno de sus más famosos jueces –Oliver W. Holmes (1849-1931)– declaró constitucionales esas leyes. La prohibición de matrimonios mixtos fue declarada inconstitucional apenas en 1957.

Tengamos en cuenta que las leyes raciales nazistas fueron sancionadas en 1933, es decir, que las norteamericanas las precedieron en 26 años. La relación de estos delincuentes –o alucinados– con los médicos malditos no está clara. Al parecer, contribuyeron a crear el primer laboratorio alemán y mantuvieron un intenso intercambio “científico” con el grupo al que pertenecía el doctor Otmar von Verschuer (1896-1969), maestro de Josef Mengele, que permaneció impune en la posguerra, fue nombrado en 1949 miembro de la Sociedad Americana de Genética y murió a causa de un accidente de circulación un tanto sospechoso.

Los aventureros norteamericanos consiguieron la complicidad de médicos cubanos y organizaron en 1928 en La Habana el primer “Congreso Panamericano de Eugenesia y Homicultura”, con su intervención personal. Se pensaba construir en esa capital un “Palacio de la Homicultura”. En 1932 se realizó otro congreso, esta vez aquí, en Buenos Aires, en plena década infame, inaugurado por el presidente Agustín P. Justo.

Algunas voces sensatas se alzaron en La Habana por parte de otros médicos latinoamericanos, especialmente peruanos. En Brasil estas atrocidades fueron asumidas por Renato Kehl, representante de un laboratorio alemán, quien publicó un libro en 1923 con el curioso título A cura da fealdade (Egenia y medicina social). Sus ideas repugnantemente racistas fueron recogidas en la literatura por Monteiro Lobato, que soñaba un Brasil libre de negros.

En la Argentina, Mario Bortagaray, director de protección a la primera infancia de la Asistencia Pública de la ciudad de Buenos Aires, en 1935, en una sesión de la Sociedad Argentina de Pediatría, sostuvo la necesidad de imitar a Estados Unidos y Alemania, interviniendo para evitar la reproducción de degenerados, citando una frase de Hitler en Mein Kampf y concluyendo que “el Estado debe vigilar para que solo los sanos puedan procrear”.

Cabe aclarar que incluso se propuso entre nosotros la institucionalización masiva de todos los débiles mentales, para que no pudiesen reproducirse. En 1938, Francisco de Veyga, un psiquiatra y médico militar, discípulo de Ingenieros, publicó un libro titulado Degeneración y degenerados. Miseria, vicio y delito. Si bien no patrocina acciones estatales de esta naturaleza, las discute en tono neutral, sosteniendo que había que controlar el número de “degenerados” para que no dominasen a los “sanos y normales”.

La bibliografía sobre la eugenesia es enorme, dada su íntima vinculación con al reduccionismo biológico de la época, el control social que importaba, la legitimación de las oligarquías, los conflictos de ese tiempo con la Iglesia, la interferencia del saber médico con la política, las implicancias para la pedagogía, etcétera. En los últimos años se han publicado importantísimos estudios sobre el tema. Sólo a título de ejemplo, en la Argentina, tenemos los trabajos y las recopilaciones de Gustavo Vallejo y Marisa Miranda; también el libro de Eugenia Scarzanella (Ni gringos ni indios, Universidad Nacional de Quilmes). En España, los importantísimos trabajos de Raquel Álvarez Peláez. En Estados Unidos, un interesante libro periodístico pero muy bien informado de Edwin Black (War against the Weak, Eugenics and America’s Campaign to Create a Master Race, New York, 2004). La nómina podría llenar muchas páginas.

La “eugenesia” no era una mera ideología, sino que llegó a ser un paradigma dominante –en el sentido de Kuhn– que respondía a uno mayor: el reduccionismo biologista. Por cierto, en los debates que tenían lugar para romper este último, hubo voces moderadas y racionales: si bien seguía siendo predominante, no faltaron quienes eran conscientes de que las conclusiones apresuradas no sólo eran peligrosas, sino también perversas.

Así, a la llamada “eugenesia negativa”, que en el mundo acabó en la masacre de enfermos, esterilizaciones masivas, prohibición de matrimonios mixtos y otras atrocidades, se le fue oponiendo una “eugenesia positiva” que marchaba por el sendero de la prevención, la alimentación, el cuidado de la maternidad, la vacunación de la infancia, la salud dental, la educación sanitaria, etcétera. Las manifestaciones de la eugenesia “negativa” en nuestro país –por fortuna para nosotros– fueron más discursivas que prácticas. Pueden mencionarse algunas leyes, como la del “mal de Hansen” y el certificado prenupcial para prevenir la sífilis, y algunos ensayos de usar a los maestros y las maestras para conseguir una biotipología predictiva, pero no mucho más.

Las referencias a la eugenesia en la última parte de los años cuarenta y cincuenta en nuestro medio eran referidas a la vertiente “positiva” y, además, ya se estaba abandonando el uso mismo de esa palabra, reemplazada por la de “medicina social”. El famoso “tren se la salud” del peronismo, por ejemplo, podía ser considerado “eugénico”, conforme al paradigma de la época, pero decididamente orientado a la vertiente positiva. Incluso entre los “eugenistas” vernáculos hubo una división puramente política –por así decir, entre “peronistas” y “gorilas”– lo que no puede llamar mucho la atención, pero no prendió en ningún extremismo de la versión “negativa”, ni se intentó seriamente llevar alguna de sus consecuencias al terreno real o práctico. De modo que, al leer las referencias de esos años no puede mezclarse todo, so pena de confundir medidas concretas que eran incuestionablemente razonables –conforme a los conocimientos de ese tiempo– con las propuestas que, por suerte, nunca se concretaron entre nosotros.

Si un resto de reduccionismo biológico quedaba en los discursos, ni ellos en esos años, ni nosotros ahora, podemos sustraernos a los paradigmas dominantes, pues esa es tarea de los renovadores científicos, que justamente son quienes logran quebrar paradigmas. Pero son pocos, y a nadie se le puede exigir que lo sea o reprochar que no lo haya sido. En la ciencia, como en la vida cotidiana, quien tiene el diario del lunes siempre sabe cómo resultan los partidos del domingo anterior.

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