¿Cuándo empezó el terrorismo de Estado?

Es un hecho innegable que el Proceso de Reorganización Nacional fue una bisagra en nuestra historia reciente, tanto por lo que hizo como por lo que nos impide ver. En este último sentido, hoy sigue siendo vox populi que el terrorismo de Estado empezó en dicho momento histórico o, para otros, durante el gobierno de Isabel con la Triple A. Cabe aclarar que existen otras posiciones que revisan éstas, y lamentablemente han sido menos difundidas –entre otras, las de Eduardo Luis Duhalde o Pilar Calveiro.

A poco de examinar el tema, queda claro que el fenómeno de naturalización de la violencia precede al Proceso de Reorganización Nacional, siendo éste la culminación de un período histórico. ¿Pero en qué momento de nuestra historia reciente la violencia del Estado alcanzó ribetes semejantes en su metodología a los que después perfeccionó el Proceso? ¿Qué contexto histórico lo avaló y lo naturalizó entre nosotros? Si bien el fenómeno de la guerra sucia se instala con posterioridad a los fusilamientos de José León Suarez en junio de 1956 y la desaparición de Felipe Vallese en 1962, no es menos cierto que hay un antes y un después del Cordobazo (mayo de 1969), el asesinato de Augusto T. Vandor (junio del mismo año) y, por supuesto, el secuestro y posterior asesinato de Pedro E. Aramburu (mayo-julio de 1970). A partir de ese momento la policía y un cierto sector del Ejército –por entonces no todavía hegemónicos– empezaron a realizar secuestros, torturas y algunas contadas desapariciones de personas, entendiendo que no había soluciones en términos de legalidad para la aparición de la guerrilla de izquierda, que había crecido en forma exponencial en esos años. Sentían que debían pasar a la ofensiva contra la guerrilla, motivados –entre otras razones– en la presión de intereses económicos y políticos que no podían soslayar, y en la pedagogía represiva asumida en largos años de escuelas norteamericanas o europeas, tanto policiales como militares. A esto se sumaba la inexistencia de instituciones confiables y respetables para la gente, donde obviamente definía el más fuerte. Ejemplo paradigmático de esta postura fue la del general Juan Carlos Sánchez –jefe del Segundo Cuerpo de Ejército con asiento en Rosario–, quien, pocos meses antes de ser acribillado por un comando del ERP y las FAR, dijo en una conferencia de prensa, en diciembre de 1971: “Para extirpar la subversión debe actuarse con sentido realista, desechando falsos convencionalismos, dejando de lado ciertos mitos y posturas dialécticas, aceptando ciertas cuotas de molestias y sacrificios, con coraje y decisión”. Todos sabemos hoy a qué se refería con estas palabras. Lo peor es que en dicha conferencia estaba rodeado de altos jefes militares, como el general de brigada Elbio Leandro Anaya, entre otros, y algunos miembros de la Marina de Guerra que estaban en Rosario, los cuales avalaban su postura. Los medios de entonces –en el marco de denuncias por violaciones a los derechos humanos de los prisioneros– hacían notar que el general Sánchez había tenido “un ochenta por ciento de eficiencia en la lucha contra la guerrilla”.

Por supuesto que en ese momento no todos pensaban así dentro de las Fuerzas Armadas, aunque es notorio que –como hoy lo vemos– la postura de Sánchez, entre otros, iría transformándose en dominante dentro de los militares y las fuerzas de seguridad. Para citar sólo un ejemplo de otra línea de pensamiento, digamos que el presidente de facto de entonces, el general Alejandro Agustín Lanusse, consideraba que para parar a “los duros” había que echar las bases de algún sistema jurídico: de ahí la creación de la Cámara Federal en lo Penal que, aunque tuviera sus bemoles desde el punto de vista constitucional o de su funcionamiento, habilitaba un fuero en donde se pudieran juzgar los delitos de carácter político en forma pública. Obviamente esto no alcanzó para evitar el funcionamiento de bandas armadas que ya operaban abiertamente.

La violencia del Estado fue nutriéndose cada vez más de la otra para justificar su accionar al margen de la ley. La desaparición de instituciones o la creencia de su ineficiencia para resolver los problemas fueron generando estructuras paralelas por fuera del marco legal. En este sentido, cabe destacar que quien hizo punta en estas metodologías post-cordobazo fue la Policía, tanto la Federal (Coordinación Federal), como la Bonaerense y la de Rosario (¿por qué hoy no se la menciona?). Para tomar sólo algún año, digamos que –según estadísticas de la época– durante 1971 se hablaba de un promedio de un secuestro o una desaparición cada 18 días. Es cierto que no alcanzaba la dimensión de los años siguientes, pero estamos hablando de un comienzo. Citaremos algunos casos concretos: el 16 de diciembre de 1970 el abogado de izquierda Néstor Martins (letrado de la CGT de los argentinos y de los prisioneros de Taco Ralo) fue interceptado en la esquina de Rivadavia y Paraná, en Capital Federal. Entre forcejeos fue introducido en un automóvil junto con su cliente, el ciudadano boliviano Nildo Zenteno. Nunca más aparecieron. El 31 de marzo de 1971 fue arrebatado en La Plata el arquitecto Mario Soto. Luego aparecería detenido. El 3 de mayo, cuatro individuos se apoderaron de Edmundo Candiotti. Lo torturaron y lo dejaron en las afueras de la ciudad de Buenos Aires. El 1 de julio en San Nicolás fue secuestrada Mirta Cortese. Sufrió torturas en la Superintendencia de Seguridad Federal. Al día siguiente fueron raptados en su domicilio, en San Juan, Marcelo Verd y su esposa. Jamás fueron encontrados. El 7 de julio intentaron secuestrar en Capital Federal al abogado, y luego guerrillero de las FAR, Roberto Quieto. Ayudado por los vecinos consiguió evitar el secuestro. Posteriormente se determina que los secuestradores eran policías. El 13 de julio fueron secuestrados Mirta Misetich y Juan Pablo Maestre por individuos armados. Fueron introducidos en dos autos. El último fue encontrado en un zanjón. Mirta Misetich desapareció para siempre.

Podríamos seguir la lista, pero queda claro que ya existía, especialmente en la policía y algunos militares, organizaciones paralelas que trabajaban activamente, que corregidas y aumentadas incrementaron su ferocidad durante los gobiernos de Cámpora, Perón e Isabel. Posteriormente se sumarían los militares del Proceso. La guerra sucia persistiría en los años siguientes como metodología cada vez más feroz y funcional a intereses económicos, a la espera de poder instalarse definitivamente en el poder. Quizás un buen aviso de lo que se venía lo haya recibido el padre de Ángel Brandazza –desaparecido por fuerzas combinadas de la Policía de Rosario y el Ejército, el 28 de noviembre de 1972–, cuando un desconocido se apersonó en su casa de Venado Tuerto y le dijo sobre sus denuncias: “Vea, yo sé cómo se hacen estas cosas y he visto cómo hacen desaparecer a algunos. Se lo abre todo y luego lo echan al mar para que lo coman los peces. Así que yo les digo que es mejor que se vayan olvidando del asunto” (revista Así, 879, 10-4-1973).

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