A 49 años de la masacre de Trelew

“Pensad que esto ha sucedido, os encomiendo estas palabras” (Primo Levi, sobreviviente de los campos de concentración nazis).

El 22 de agosto de 1972 es una fecha que marcó un punto de inflexión indudable. Lo fue en la dictadura de Lanusse, el presidente de facto de aquel entonces a quien las Fuerzas Armadas habían elegido como salida al fracaso de Onganía y al breve interregno de Levingston; y también como punto de inflexión en la historia nacional, allí donde los luctuosos recuerdos de los peones fusilados de la Patagonia volvían abruptamente de la mano impiadosa del terror indiscriminado, tal como se ve a lo largo del pasado en otras represalias, con otros castigos y en distintas venganzas.

Aquel día y de madrugada en la base naval Almirante Zar en Trelew fueron asesinados –por un pelotón bajo las órdenes del capitán Luis Emilio Sosa y del teniente Guillermo Roberto Bravo– 16 de entre 19 presas y presos políticos que luego de una acción conjunta de las organizaciones Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros –que permitió la liberación de seis jefes de esas agrupaciones– habían sido trasladados allí unos días antes, el 15 de agosto, el día de la fuga del penal de Rawson. Por muy poco no escaparon también con sus compañeros, que no podían demorar más el despegue del avión que esperaba en el viejo aeropuerto, hoy transformado en sitio de memoria.

Tres de ellos, María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo Haidar, aunque malheridos, salvaron sus vidas casualmente, tal vez por factores no contemplados en la acción criminal de sus verdugos. Los carceleros de aquella madrugada del 22 de agosto alegaron defensa propia al ejecutar a los detenidos. El inverosímil relato careció de consistencia, sobre todo por el inesperado y contundente testimonio de quienes milagrosamente habían sobrevivido. Como antes había sucedido en la masacre de los basurales de José León Suárez en el 56, algunos pudieron contar los hechos que así logran mantener viva la memoria, evitar la impunidad y no olvidar.

Trelew fue un punto de quiebre, el presagio de lo que vendría en un país que ya no volvería a ser el mismo. La incapacidad para justificar lo injustificable de estas masacres contribuyó quizás a que el plan represivo del terrorismo de estado del 76 fuese clandestino. La masacre de Trelew fue un hito muy grave en la década del 70, siguiendo el camino que conduciría al mayor genocidio de la historia argentina como “solución final” y método de exterminio aplicados con toda intensidad en el golpe cívico militar de 1976.

Hay historias reiteradas, derroteros convergentes entre los sucesos de 1956, la aparición de guerrillas en los 60, los años 70, la masacre de Trelew y la última dictadura. Después de los alzamientos del 9 de junio de 1956, Aramburu fusiló a 27 personas aplicándoles un decreto emitido posteriormente a sus detenciones. Ya habían pasado los bombardeos a civiles indefensos en la Plaza de Mayo, pero la violencia y la represión en esa cornisa antidemocrática parecía cada vez más desprolija, alevosa y feroz. En ese marco y en la misma década, los fusilamientos fueron un hito muy grande, como expresó el poema de Juan Gelman del que cito un breve fragmento: “horas se podría estar contando esta historia. (…) ¿acaso no está corriendo la sangre de los 16 fusilados de Trelew? / por las calles de Trelew y demás calles del país ¿no está corriendo la sangre? / ¿hay algún sitio del país donde esa sangre no está corriendo ahora?”.

El peronismo y sus gobiernos jamás fusilaron, a nadie. En los hilos de la historia, la visión y la perspectiva de los hechos de Trelew aportando a la construcción de la memoria social son bastante claras en cuanto a los motivos de estos crímenes: todos tienen un punto en común, basado en el terror indiscriminado como escarmiento para imponer en realidad los objetivos de fondo, expresados siempre en una distribución regresiva del ingreso y del poder, en detrimento de los intereses populares. Esta es la clave. “Castigar a millones de seres humanos con la miseria planificada”, diría el gran Rodolfo Walsh en su Carta abierta de un escritor a la junta militar en 1977. Los pretextos esgrimidos, que son diversos, esconden las verdaderas intenciones. Viejas tácticas que se reelaboraron, adecuadas a cada momento por los golpistas o fusiladores de aquel entonces. Cierto es que la memoria de lo acontecido no es ni puede ser única, desde el momento en que vivimos en una sociedad plural, pero los resultados prácticos son contundentes.

El respeto a la Memoria, la Verdad y la Justicia es el punto inicial del Estado de Derecho. Cabe recordar que en Tucumán tenemos el primer “Centro Clandestino de Detención” del país, conocido en la jerga de los represores como “La Escuelita de Famaillá”. La Escuela “Diego de Rojas”, de ella se trata. Punto de partida de otros –Arsenales “Miguel de Azcuénaga”, Comando Radioeléctrico, Escuela de Educación Física, Jefatura de Policía, Cuartel de Bomberos, etcétera– que están registrados por testimonios ofrecidos en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y en la pionera Comisión Bicameral, mérito del Poder Legislativo de Tucumán luego de recuperada la democracia en 1983.

Cuando se habla de justicia, la pensamos como la herramienta fundamental para permitir un mejor futuro a las generaciones venideras. Por eso, cuando el crimen colectivo fue reconocido por el Tribunal y condenados a prisión perpetua los capitanes Luis Emilio Sosa y Emilio Jorge del Real y el cabo Carlos Marandino –como autores directos de 16 homicidios agravados por alevosía y premeditación– vimos que sin eso, si los derechos humanos no fueran respetados, los asesinatos quedarían impunes como otras veces en la historia, las víctimas no serían reconocidas y no habría futuro. Queda aún el fusilador Roberto Bravo, prófugo en Estados Unidos, con pedido de extradición.

Hoy se trata de proponer una visión y una perspectiva, ya no tan sólo desde el legítimo dolor y la pérdida de aquellos notorios y notorias exponentes de la lucha de una época y una generación, sino desde la vida, los sueños y la política que esos actores expresaban. Este es el compromiso.

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