Una verdadera pesadilla, vivir en pandemia

¿Quién no tuvo alguna vez una pesadilla? Pintores como Fuseli, o Beksinski, escritores como García Márquez o Borges, han tenido como tema las pesadillas. “La gran diferencia entre Gabriel García Márquez y los demás era que cuando tenía una pesadilla su mayor deseo no era despertar, sino escribir. Quienes durmieron alguna vez a su lado y lo escucharon gritar despavorido por las imágenes de un mal sueño aprendieron con el tiempo que no debían interrumpirlo. Sabían, o acabarían por saberlo, que cada horror en la mente de Gabo iba a ser un nuevo cuento. Está claro que, en el caso de García Márquez, los demonios no saltaban a la realidad, sino a la literatura. Gabo los veía posarse en su vientre, los sufría un instante y luego los arrastraba hasta su escritorio para obligarlos a trabajar en sus historias. Entonces el único peso palpable era el de sus dedos oprimiendo las gastadas teclas de una máquina de escribir” (Oliveros Acosta, 2019). “Pesadillas”, es un artículo publicado en El Heraldo el 13 de julio de 1950: allí se narraba la historia de un hombre que vendía sus pesadillas para sobrevivir.

Está claro que no es el caso de nuestro país. Lo que sucedió a nivel global, la pandemia, es una verdadera pesadilla, y no fue un sueño como los de García Márquez o Borges, que tenían principio y fin en un relato, un cuento o un libro. En la pandemia la realidad se fue escribiendo a través de contagios, muertes, confinamiento, ruptura de redes, pantallas invasoras de la intimidad familiar, teletrabajo con ruidos y ladridos de perros. Una nueva normalidad que no es normal, pérdidas de todo tipo, duelos, tristeza, aislamiento, un virus que se expande con nuevas variantes, pero que no golpea a todos por igual. Sacude a los y las más pobres, a quienes viven al día, a quienes tienen viviendas en barrios precarios, a quienes pierden sus trabajos y sus proyectos personales, a quienes tienen que atender a otros u otras, a quienes deben postergar sueños y deseos. Pero hay algunos sectores de poder, apoyados por los medios y por muchos jueces y juezas, que se vuelven cada vez más ricos en este período y se mueven como ratas rapiñando en medio de una tempestad.

Al inicio de la emergencia sanitaria se escuchaban voces utópicas que sostenían que después de esto la sociedad iba a ser mejor. Sin embargo, movimientos anticuarentenas, campañas de odio en los medios, rechazo a los cuidados sanitarios, noticias falsas, inundaron noticieros y programas de radio y televisión con mensajes negacionistas que dañan la salud de la población. Estos sectores, que enarbolan la libertad individual como consigna propia del pensamiento neoliberal, están en las antípodas del concepto de libertad como inclusión en una sociedad, como valor social no individual que solo se puede garantizar con la participación del Estado a través de políticas públicas que den cuenta del derecho a tener derechos.

Las violencias se han exacerbado con el aislamiento. Las víctimas, desprotegidas, encerradas con los victimarios, con redes de sostén debilitadas o ausentes, sufren más, porque el amparo llega tarde o no llega. Las diferentes modalidades de violencia –doméstica, económica, institucional, laboral, contra la libertad reproductiva, política, mediática, acoso virtual o violencia en el espacio público– continúan presentándose en sociedad, sobre todo en las formas más graves de violencia por motivos de género: femicidios, travesticidios, transfemicidios y crímenes de odio, trata de personas y violencia sexual, entre otras.

Estas conductas constituyen una de las múltiples estrategias de producción de las desigualdades de género y están ligadas a la masculinidad hegemónica, que naturaliza las posiciones que cumplen varones y mujeres en el marco del patriarcado y se expresa en forma habitual a través de la resolución violenta de los conflictos.

Muchas mujeres no solo pertenecen al universo de mujeres, históricamente excluidas como sujetos de derechos, sino que también pertenecen a otros grupos de personas excluidas y vulneradas, por lo que se conjuga en ellas una doble o múltiple exclusión y discriminación. La interseccionalidad es un término acuñado por las ciencias sociales para dar cuenta de los entrecruzamientos entre diferentes categorías sociales, tales como género, orientación sexual, etnia, raza, condición socioeconómica, edad o discapacidad, entre otras. Este concepto permite identificar la interacción de múltiples desigualdades y discriminaciones arraigadas en nuestra sociedad que constituyen violaciones a los derechos humanos fundamentales de mujeres –y sus hijos e hijas menores– tal como lo señalan la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), la Convención de Belém do Pará y la ley 26.485.

“No voy a afirmar que las estructuras de dominación sean ahistóricas, sino que intentaré establecer que son el producto de un trabajo continuado (histórico, por tanto) de reproducción al que contribuyen unos agentes singulares (entre los que están los hombres, con unas armas como la violencia física y la violencia simbólica) y unas instituciones: Familia, Iglesia, Escuela, Estado” (Bourdieu, 2007: 50). La visión “androcéntrica” del mundo separa a mujeres y hombres y refuerza estereotipos de unas y otros según los roles de género que deben cumplir en las diversas esferas de la vida pública y privada. Esta mirada, consciente o no, otorga al varón y a su punto de vista una posición central en el mundo, las sociedades, la cultura y la historia. Desde una perspectiva androcéntrica, los hombres constituyen el sujeto de referencia y las mujeres quedan invisibilizadas o excluidas. Esta     visión no es únicamente atribuible a personas, sino también al lenguaje y a las instituciones sociales. Tampoco es una perspectiva que solamente posean los hombres, sino todas las personas –hombres y mujeres– que han sido socializadas desde esta visión. Por su parte, Amparo Moreno Sardà (2002), de la Universidad Autónoma de Barcelona, señala que el sustento del androcentrismo se encuentra en el sistema de valores del “arquetipo viril” que se generaliza como sinónimo de “lo humano”: el varón adulto, blanco, heterosexual y propietario.

Es posible asociar la subordinación de la mujer a prácticas basadas en estereotipos de género socialmente dominantes y socialmente persistentes, condiciones que se agravan cuando los estereotipos se reflejan, implícita o explícitamente, en políticas y prácticas sociales y profesionales, y cuando el auxilio se dificulta en los períodos de restricciones y aislamiento.

Uno de los principales mitos que giran en torno a la violencia de género es aquel que considera al victimario como un enfermo, un monstruo, alguien que se encuentra fuera del tejido social, que es ajeno al resto de la comunidad, quizás como mecanismo de defensa que se genera en el cuerpo social para diferenciarse de aquel que genera incomodidad por su obrar. A esta creencia se suma aquella que sostiene que hay “víctimas” y víctimas. “Víctimas” que son perfectas, sin manchas, sin recriminaciones para hacerles, sin “pecado” que manche su memoria; que conviven con otras víctimas, a las que llamaremos “propiciatorias”, que se buscaron su destino, ya sea por su conducta contraria a la moral, por su forma de vestir o sus compañías, por pertenecer a determinado grupo social, o por tener determinados hábitos de conducta. “Pareciera que, si las mujeres nos vestimos de forma determinada, nos comportamos de tal o cual manera, acatamos órdenes y solo salimos cuando podemos estar seguras, no hay probabilidad de sufrir un ataque, cosa curiosa cuando se verifica que la mayor parte de los ataques contra mujeres se lleva a cabo en su propio domicilio”. Así lo indican las estadísticas de La Casa del Encuentro para el año 2016 que muestran que “el 59 por ciento de las víctimas fue asesinada en el territorio íntimo (su propia casa, o la que compartían con quien terminó por asesinarlas, por ejemplo); el 21 por ciento, en el espacio público (la calle, un baldío, el monte, una ruta); una fue víctima de muerte violenta en una comisaría”. Entonces, si el espacio público no es para las mujeres y no pueden estar solas en la madrugada, no pensemos ya en las salidas de los boliches bailables, sino en las salidas o ingresos a los trabajos o cualquier otra actividad que lleve a la potencial víctima a estar en la calle en “horarios poco aconsejables”; pero tampoco lo es el espacio privado, sus propios hogares, donde sin importar el horario quedan a merced de los violentos y posibles femicidas. ¿Qué lugar reserva el pensamiento patriarcal a las mujeres? ¿Hay algún lugar donde podamos estar? ¿Hay algún sitio que consideren viable para las mujeres quienes interpretan los hechos, los espacios y los cuerpos? (Lastres, 2018: 86) Los estereotipos de género están presentes en todos lados. Es común verlos en fallos de jueces que carecen de perspectiva de género en sus sentencias, por ejemplo: el juez que recientemente en Santa Fe dejó libre a un imputado por abuso sexual porque usó preservativo.

¿Es posible que la sociedad en general naturalice o desestime la violencia machista y el patriarcado? ¿De qué manera se reproducen los estereotipos de género? Las posiciones de dominación y de sujeción se incorporan en la temprana infancia y son reforzadas por distintas instituciones, en la escuela, en los dispositivos de atención o en los medios de comunicación, por periodistas que preguntan a una víctima si hizo algo raro o algo mal y la responsabilizan de la conducta del agresor. Es un desafío arduo. La violencia de género es un mal presente a nivel mundial, y se van sumando nuevas formas de ejercerla.

La ciudadanía debe asumir el compromiso de no contribuir con la perpetuación de estos crímenes. La mejor manera de colaborar es simple: no violentar a personas valiéndose de medios digitales, no difundir contenidos íntimos de terceros o terceras, y no juzgar a esos terceros o terceras por sus elecciones privadas. Muchas son las ocasiones en que debemos explicar que una actitud machista, discriminadora o violenta identificada a tiempo puede ponernos un paso más lejos de la violencia que sufren día a día los cuerpos de las personas que son objeto de la violencia de género. Un estereotipo de género deconstruido es un avance en materia de ejercicio de derechos. No podemos evidenciar diferencias intelectuales o morales entre los sexos, ya que “lo que se llama hoy naturaleza de la mujer es un producto eminentemente artificial”, decía John Stuart Mill (1869), construido por las prácticas, los discursos y los roles impuestos, permitidos, tolerados y prohibidos por los detentadores masculinos del poder. “No hay chances de saber hoy cuál es la verdadera naturaleza de ninguno de los dos sexos. Sólo tenemos evidencias de cómo han funcionado en vinculación y, además, en relación de subordinación del sexo femenino al masculino”.

Dentro del marco general de protección de las mujeres contra la violencia de género que dan la CEDAW con su protocolo facultativo y la Convención de Belem Do Pará, en nuestro país se legisla ampliamente a partir del año 2002: Ley 25.673 de Salud Sexual y Procreación Responsable (2002); Ley 25.929 de Parto Humanizado (2004); Ley 26.150 de Educación Sexual Integral (2006); Ley 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres (2009); Ley 26.618 de matrimonio igualitario (2010); Ley 26.743 de Identidad de Género (2012); Ley 27.412 de paridad de género (2017). En 2017 la ley 27.352 reformó el artículo 119 en los delitos contra la integridad sexual, ampliando los actos que pueden ser tipificados como “acceso carnal”, incluyendo la “vía oral” y la introducción de objetos, dando lugar al consentimiento, la protección y la dignidad. La ley de interrupción voluntaria del embarazo de 2020 también vino a dar respuesta a las demandas de los movimientos de mujeres. Una cuestión particular es la Ley 26.791 de 2012, que incorporó la figura del femicidio-travesticidio-transfemicidio al artículo 80 incisos 4 y 11 del Código Penal de la Nación, y los establece como tipos agravados del delito de homicidio. Sin embargo, hay severas resistencias de algunos jueces en su aplicación, sobre todo en mujeres trans, por lo que varios casos fueron sometidos a la evaluación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en relación con la discriminación por orientación sexual.

Los avances legislativos son necesarios, pero no suficientes. Son necesarias nuevas prácticas que garanticen derechos a las mujeres y una escucha activa, sobre todo en este momento de pandemia. Debemos incluir mecanismos de alerta temprana de las violencias por motivo de género, incluyendo preguntas de tamizaje en los dispositivos, y también en los de atención remota; apoyo a la Ley Micaela para capacitar en los ámbitos del sector público y a la Ley de Educación Sexual Integral; campañas de deconstrucción de estereotipos de género; construcción de nuevas masculinidades; capacitación a operadores y operadoras de justicia y fuerzas de seguridad; fortalecimiento de los patrocinios legales gratuitos; e impulso a las acciones reparatorias, acordes a la Ley Brisa. Hay que incorporar el tema de la sexualidad en diferentes ámbitos –en las escuelas, en las residencias de larga estadía para personas mayores, en las internaciones de pacientes con padecimientos subjetivos–, darle lugar al placer y también proteger de los abusos y las violencias sexuales. Coincidimos con Alicia Stolkiner (2013), que sostiene que “en salud es imposible no intervenir, se lo hace hasta por omisión. Entonces, el desafío es cómo intervenir. Cómo lograr prácticas donde se entrecrucen saberes y discursos, y en las que se encuentre como núcleo la potencia de la vida”.

Es urgente y necesario repensar nuestras prácticas, habilitando el diálogo con distintas disciplinas, trabajando en conjunto para aliviar los padecimientos subjetivos de esta época de pandemia y disponiéndonos al intercambio y a la sinergia del trabajo con otros y otras. De este modo, y junto a la vacunación masiva de todas las personas adultas, podremos recuperar la vida y los abrazos, enfrentando a los demonios que irrumpieron en la realidad como una verdadera pesadilla.

 

Bibliografía

Bourdieu P (2007): La dominación masculina. Barcelona, Anagrama.

Lastres ML (2018): “Sobre la banalidad del mal en la violencia de género cuando los estereotipos son los cimientos de la banalidad”. Revista Jurídica de Buenos Aires, 97.

Mill JS (1869): La esclavitud femenina. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Molina C (2021): “Promoción de la salud en clave territorial; una experiencia desde la obra social de empleados públicos de la provincia de Mendoza”. En Agenda de la salud pública argentina: enfoques, experiencias e investigación, Buenos Aires, ISALUD.

Moreno Sarda A (2002): “Bases para una educación igualitaria: la crítica al modelo androcéntrico”. En Salud Pública y Educación para la Salud, 2 (2).

Oliveros Acosta O (2019): García Márquez, el señor de las pesadillas. Bogotá, Fundación Gabo.

Stolkiner A (2013): Medicalización de la vida, sufrimiento subjetivo y prácticas en salud mental. Buenos Aires, Psicolibro.

 

Liliana Barg es docente de posgrado, exjefa del Área Trabajo Social del Hospital Universitario de Mendoza.

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