¿Será deseada? Reflexiones sobre el mandato de maternidad

“¿De dónde proviene que este mundo siempre haya pertenecido a los hombres y que solamente hoy empiecen a cambiar las cosas? Y este cambio, ¿es un bien? ¿Traerá o no traerá un reparto equitativo del mundo entre hombres y mujeres?” (Simone de Beauvoir, 1949).

 

El presente artículo ensaya una organización de ideas que hace años, como mujer y como trabajadora social y cientista social, tengo atravesadas. Cerca de cumplir los 35 años y sin haber decidido aún –ni querer hacerlo– mi futuro en cuanto a la maternidad, me pregunto sobre el origen y el impacto de los mandatos, las prescripciones y las prohibiciones en torno a ese destino casi inevitable de tener una pareja heterosexual, estable y monogámica, y con ella formar una familia nuclear.

Consciente de mis privilegios como mujer cisgénero, profesional y de clase media, elijo pararme desde mi propia historia para relatar y analizar qué nos pasa a las mujeres que no creemos que la maternidad sea un proyecto de vida diferente a otros, y más aún, que conlleva violencias, trabajo no remunerado y pérdida de autonomía. Para esto, me pregunto sobre los orígenes de esta base cultural y las pongo en tensión en este contexto, delineando cómo comenzó a hacerse visible de esta manera y así examinar de manera crítica los discursos actuales sobre la maternidad.

 

Desde una epistemología feminista

En 1792, una mujer inglesa llamada Mary Woolstonecraft denunciaba en su Vindicación sobre los derechos de la mujer que aquello a lo que se estaba llamando “humanidad” dejaba por fuera a la mitad. Este manifiesto expuso cómo en los basamentos europeos para la sociedad moderna, desde el lema masón de igualdad, libertad y fraternidad, relegaba a una ciudadanía de segunda a las mujeres. Allí, Woolstonecratf refirió “no puede demostrarse que la mujer sea esencialmente inferior al hombre porque siempre ha estado subyugada” (1792).

Un año antes, en 1791, Olympe de Gouges escribía desde Francia su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, en la que, como impugnación, repetía para las mujeres aquellos derechos que habían sido plasmados para los hombres en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, texto fundamental de la Revolución Francesa. Olympe de Gouges, que iniciaba su declaración con la frase “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”, sería guillotinada por la propia Revolución por la que luchó, el 3 de noviembre de 1793.

Estos hitos marcan el comienzo –hasta ahora conocido y relatado– de la demostración de la farsa europea respecto al nacimiento de una sociedad justa y democrática, que en rigor de verdad en su misma formulación excluía a la mitad de las y los habitantes del mundo del disfrute y la garantía de los derechos de la estructura occidental moderna.

Un siglo y medio después, en 1949, Simone de Beauvoir publica su libro El Segundo Sexo. Beauvoir, al afirmar “mujer no se nace, se llega a serlo”, esgrime cómo aquello que ha sido nombrado como mujer no es un destino biológico, psicológico o económico, sino una categoría esencialista creada por varones respecto a sí mismos, constituyéndonos en la alteridad, lo otro, y como complemento de su masculinidad, que es el centro de toda humanidad. Al respecto, dice: “La historia nos muestra que los hombres siempre han ejercido todos los poderes concretos; desde los primeros tiempos del patriarcado, han juzgado útil mantener a la mujer en un estado de dependencia; sus códigos se han establecido contra ella; y de ese modo la mujer se ha constituido concretamente como lo Otro” (Beauvoir, 1949: 139). Esta escritora francesa, fallecida en 1986, al precisar que no es nuestra biología la que nos identifica como mujeres, niega también aquello que se ha denominado como “instinto maternal” y expone que los cuerpos de las madres y sus conductas responden más bien al ámbito de la cultura, antes que al de la biología. Beauvoir señala la maternidad como atadura e impugna su idealización como único destino femenino.

Más allá de mi posición respecto a la conveniencia de una lectura europeizada del movimiento y la epistemología feminista, me resulta apropiado el rescate de algunos de los aportes de las primeras y principales teóricas del feminismo conocidas, ya que de estas discusiones iniciales respecto a los efectos de la diferencia sexual en el goce de derechos emerge la conceptualización respecto a la separación impuesta por la modernidad entre ámbito privado y ámbito público, invento del liberalismo económico y occidental en el que subyace la división de esas dimensiones entre el género femenino y el masculino. Estas prácticas y significados han impregnado la cultura latinoamericana en los procesos de colonialismo y colonialidad, que hoy persisten.

La división sexual del trabajo es uno de los fundamentos principales de la epistemología feminista, una lectura de los fenómenos sociales que se basa en que existe una distribución social y sexual de roles por la que se distingue la producción de riqueza –trabajo productivo, ámbito público– de la producción de fuerza de trabajo –trabajo reproductivo, ámbito privado. Asimismo, a través de la arbitraria jerarquización de estos ámbitos, esta distribución otorga prestigio y poder a un grupo sobre el otro, desde los varones –masculinidades hegemónicas– hacia las mujeres e identidades disidentes. Estos mecanismos son el principal motor de aquella estructura que es llamada con el nombre de patriarcado.

Silvia Federici, en Calibán y la Bruja, analiza y pone en tensión a la categoría marxista de acumulación originaria, relacionándola con el proceso de quema de brujas durante la transición del feudalismo al capitalismo en Europa. Me interesa rescatar estos aportes, ya que pueden contribuir a historizar una estructura contingente, pero naturalizada, como lo es el patriarcado. En este libro, Federici ilustra la forma sistemática en la que fue organizada la ruptura de los lazos de solidaridad y autonomía de las mujeres, en pos de garantizar su sumisión a un modelo que requería del trabajo gratuito y la subordinación ante los hombres que debían vender su fuerza de trabajo en el mercado, mientras las mujeres debían parir y criar a la nueva fuerza de trabajo que el incipiente capitalismo necesitaba. Al respecto, afirma: “la caza de brujas trató de destruir el control que las mujeres ejercían sobre su función reproductiva y que sirvió para allanar el camino al desarrollo de un régimen patriarcal más opresivo”. Según la autora, este proceso “inaugura una nueva división sexual del trabajo que confina a las mujeres al trabajo reproductivo” (Federici, 2004: 23).

Resulta interesante rescatar de este proceso la dimensión simbólica de la brujería, construida como una práctica obscura y peligrosa, con la consecuente criminalización de las mujeres que no se apropiaban de las prácticas cotidianas en cuanto a las costumbres, la sumisión y los conocimientos que imponía el modelo. Así, la caza de brujas no sólo incluía torturas y aniquilación física, sino también la eliminación subjetiva y simbólica de todo rasgo de pensamiento alternativo y de autonomía femenina. Todo esto, como fue dicho, en pos de garantizar que las mujeres nos ajustemos al rol de reproductoras. Al respecto, Federici indica “las mujeres han sido las productoras y reproductoras de la mercancía capitalista más esencial: la fuerza de trabajo. (…) El trabajo no pagado de las mujeres en el hogar fue el pilar sobre el cual se construyó la explotación de los trabajadores asalariados” (Federici, 2004: 10).

Para avanzar en la especificidad en la que se construye la reproducción y el ámbito doméstico como esencialmente femenino, nos adentraremos ahora en algunas definiciones y caracterizaciones respecto a los sexos y los géneros.

Marta Lamas, en su texto El Género es Cultura, describe al género como un “conjunto de creencias, prescripciones y atribuciones que se construyen socialmente tomando a la diferencia sexual como base”. Y agrega: “Todas las sociedades clasifican qué es lo propio de las mujeres y lo propio de los hombres, y desde esas ideas culturales se establecen las obligaciones sociales de cada sexo, con una serie de prohibiciones simbólicas” (Lamas, 2001: 1). Así, el género es descripto por esta antropóloga mexicana como una creación simbólica –“simbolización de la diferencia sexual”– asociada a una diferencia sexual o genital –el sexo asignado al nacer en relación con si se nace con pene o vagina– y es en función a éste que se clasifica a las personas y se les asignan características deseables, roles y prácticas legítimas. En definitiva, asigna las formas de ser y estar en el mundo.

El género, entonces, no refiere al mismo fenómeno que el sexo, en tanto que este último indica una característica fisiológica, y el primero es un conjunto de símbolos y significados que se transmiten durante la socialización y desde la infancia. En este sentido, Judith Butler suma al análisis al afirmar que el “género es performativo”, en tanto representa una puesta en acto reiterada y cotidiana de las normas de acción, práctica que refiere ser de uno u otro género (Butler, 2019). En este sentido, de forma cotidiana y social –no individual– se “da vida” de manera performática a aquello que es planteado en apariencia como características innatas en asociación a la genitalidad.

Siguiendo a Lamas, cada cultura produce su propia simbolización de la diferencia sexual, produciendo diferentes versiones del binomio hombre-mujer: esquemas de género. Al respecto, explica: “esta simbolización cultural de la diferencia anatómica toma forma en un conjunto de prácticas, ideas, discursos y representaciones sociales que incluyen y condicionan la conducta objetiva y subjetiva de las personas en función a su sexo. Así, mediante el proceso de constitución de género, la sociedad fabrica las ideas de lo que deben ser los hombres y las mujeres. El género atribuye características –femeninas– y –masculinas– a las esferas de la vida, a actividades y conductas” (Lamas, 2007: 2)

Estas diferencias, en apariencia sexuales, identifican a las mujeres y a los hombres como seres complementarios, y esto sirve de basamento científico, tecnológico y claramente simbólico en torno al amor romántico y a la división sexual del trabajo. Según estas disposiciones, las mujeres somos más aptas –en función de características innatas– a la sensibilidad, la estética y el cuidado, y los hombres, al ejercicio de la razón, la fuerza, el poder y la violencia. Estos atributos funcionan hoy como valores para uno u otro género. En torno a su despliegue en mayor o menor medida se disputa desde las estructuras hegemónicas capital simbólico y cultural en la sociedad.

En términos de las expectativas, los atributos y las prescripciones asignados al género femenino, atañe a este artículo conceptualizar y discutir principalmente aquellos que refieren a lo denominado “instinto maternal” y al concepto de “buena madre”. En el marco de la asignación de características sociales y subjetivas a una persona en función de su género, el “instinto materno” es una de las más discutidas. Refiere a una representación del amor materno, los cuidados hacia los niños y las niñas, y la disposición al ejercicio de la maternidad como hecho biológico e instintivo de una parte de la humanidad por el sólo hecho de su constitución biológica. “La existencia del mito maternal se crea al asignar al campo de lo instintivo conductas complejas y elaboradas, como la maternidad, considerando que las conductas de las mujeres están dictadas por principios inmutables y ahistóricos” (Saletti, 2008: 173).

Este estereotipo unificador de las mujeres, determinado por un discurso científico hegemónico, indica que todas las mujeres, en tanto tales, tenemos una disposición natural a tener hijas o hijos y cuidarlos, negando la constitución social, cultural e histórica de la maternidad y la familia, en pos de asignar a las mujeres a tareas de reproducción y cuidado, relegando por ello sus experiencias, deseos y autonomía personal.

El mito del instinto maternal funciona como eje disciplinador a través de imágenes, prácticas médicas, estatales, etcétera, por el que una “buena mujer” es aquella que conforma un hogar nuclear y “cuida bien” de sus hijas o hijos.

Como ha sido problematizado por diversas autoras, las tareas de reproducción y de cuidado implican desgaste emocional, mental y físico, y un importante caudal de uso del tiempo. Esta tarea, aunque es nombrada como de índole reproductiva, genera valor en tanto producción material y subjetiva de cosas y de personas. Sin embargo, no sólo no es remunerada, sino que, en una jerarquía arbitraria de prácticas sociales, no es valorada socialmente, en tanto es construida como una práctica que no requiere más habilidades que las innatas.

 

Apurate: un relato en primera persona

Mi experiencia más reciente relacionada a la maternidad fue una entrevista médica con quien hasta ese momento fue mi ginecólogo. En un chequeo de rutina, y ante una pregunta sobre métodos anticonceptivos, me dijo: “te doy un año para que sigas paveando, después vas a tener que congelar óvulos”. Un poco sorprendida por su afirmación, pero también invadida por un miedo y angustia repentinos, le respondí: “yo todavía ni siquiera quiero decidirlo”. “Bueno –respondió–, apurate”. Resulta que había una fecha de vencimiento. Al parecer, casi como de forma mágica, mi útero y mis ovarios se desvanecerían un 30 de septiembre y no quedaría más nada que hacer que someterme a un proceso carísimo e invasivo para cumplir con mi destino biológico y social. Lejos de enojarme con él, o incluso ver que estaba siendo objeto de violencia médica y obstétrica, me sentí profundamente triste y asustada. Tuve miedo de que me estuvieran robando mi capacidad de decidir, así tan pronto y sin aviso.

Siguieron días y días de profundo análisis y cuentas. Pensaba en los años que podría tomarme un posgrado que quiero hacer, cuándo podría hacer ese otro viaje sola que tengo planificado, si debía tener ahorros, si sería necesario dejar alguno de mis tres trabajos que adoro, si debería mudarme y dejar este alquiler tan lindo y barato que conseguí. Hacía cuentas y suposiciones, porque lo cierto es que no veía la posibilidad de “apurarme” como algo compatible con la vida que hice y que quiero.

No sólo se trata de que tenemos un tiempo limitado –exagerado, a mi ver, por la medicina–, sino que el tiempo limitado no parece mostrarse en torno a posibles escenarios, sino a uno único. “Apurate”, me dijo. En mi caso particular, no se trató de que me adelantaran los tiempos, sino de que ni siquiera me estaban ofreciendo la posibilidad de elegir. Era ahora o nunca, o parecía.

Podía pensar que era la posición de ese médico, que desde su machismo consideró que ese debía ser mi futuro. Pero lo cierto es que fueron mis propios mandatos, adquiridos y asumidos, los que se pusieron en juego. La sola idea de expresar no desear ser madre me daba culpa por estar haciendo algo incorrecto, o de estar fallada. Al preguntarme sobre mi propia concepción de la maternidad y cuánto de eso realmente deseaba y proyectaba, encontré cuánto me atravesaban arraigados mandatos sobre la maternidad y el instinto, que me hacían sentir anormal.

La palabra “egoísmo” suena mucho cuando se habla de estos temas. A las mujeres nos envuelve un manto de sospecha de egoísmos y egocentrismos si titubeamos ante el deseo de procrear. ¿Pero egoístas con quién? ¿Maternar es una práctica y una decisión para el bien de la humanidad? ¿Si no elijo la maternidad estoy negándole la vida a alguien? ¿“Mato” con mi no-deseo a un feto que ni siquiera fue engendrado?

Se nos mira con recelo, como si la vida surgiera incluso antes de la concepción, desde nuestros cuerpos de mujer intervenidos por la medicina hegemónica, capaces de gestar y, por ende, obligados a gestar. Pareciera que la humanidad estuviera en peligro de extinción y le negamos la supervivencia “por egoístas”.

Las mujeres que disfrutamos de una carrera y aspiramos a desempeñarnos y ocupar espacios disciplinares, las que podemos darnos el lujo de ser independientes económicamente, de vivir solas, de disfrutar plenamente nuestros vínculos sexoafectivos en libertad y respeto, las que encontramos en viajar solas una experiencia inigualable y lo reconocemos expresamente como un privilegio… ¿somos anormales o estamos falladas por dudar si debemos ceder tan fríamente a todo eso? Aún más: conocemos la desigualdad de condiciones en que se ejercen la maternidad y la paternidad. Dudamos porque conocemos que todo esto se vería interrumpido –o al menos modificado– por la responsabilidad que tendríamos en el ejercicio de la maternidad. Pero más aún, conociendo que pesa sobre nosotras el mandato de “buena madre” y el desigual reparto de las tareas de cuidado. Sabemos que muy probablemente sea casi toda nuestra autonomía la que debamos ceder. Justamente por conocer el peso que se le asigna a ser mujer, entiendo –o supongo– que caerían sobre mí las responsabilidades de gestación y cuidado. Sé también que sería juzgada ante mis decisiones de crianza, y que con la maternidad sobrevendría una responsabilidad personal, subjetiva y social de dedicar tiempo, trabajo y energía a otra persona. Con todo eso, ¿cómo elegir?

Para el grupo de mujeres del que formo parte, la elección de la maternidad nos enfrenta también a la presión de decidir una pareja estable y monogámica con la que nos uniría una responsabilidad compartida por muchísimos años. ¿Qué pasa si no queremos aún tomar esa enorme decisión? ¿Si preferimos disfrutar de nuestra autonomía y libertad afectiva?

Nuestros mandatos de género, las prescripciones y las prohibiciones se ponen en práctica en consultas médicas, entrevistas laborales, intercambios con amigas o amigos, proyectos familiares o autónomos. Aún hoy, que está en discusión más que nunca nuestro derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, encontramos en nosotras y en las y los demás esas estructuras simbólicas que nos hacen dudar de nuestros proyectos y nuestros deseos.

El mandato de la maternidad obligatoria captura la potencia, la libertad y la autonomía al reducir un enorme espectro de proyectos personales a sólo un binomio: madre o mala mujer. Es un dispositivo que nos dice “apurate”, que nos asusta, nos avergüenza y nos hace dudar de nosotras mismas, que nos hace sentir falladas o que no encajamos en un modelo que quiere suplir con discursos de amor algo que es mucho más que eso: el cuidado.

 

Conclusiones

Como intenté expresar en los párrafos anteriores, las mujeres somos atravesadas por múltiples presiones, mandatos, obligaciones y exigencias en torno a nuestros cuerpos y nuestros proyectos. Nos atraviesan múltiples violencias sistemáticas, estructurales y constantes en torno a la necesidad de ser deseadas, estar en parejas estables y monogámicas, y ser madres. Si bien estos mandatos son discutidos desde muchas voces y hace largos años, perdura la tensión con sostén en el aparato científico, médico y psicológico desde el que intentan formular una práctica social como una patología individual, amparadas y amparados en el binomio normal o anormal.

¿Somos anormales las mujeres que nos encontramos entre los 30 y los 40 y no vemos ni de cerca el deseo y el proyecto de la maternidad? Las mujeres a lo largo de décadas hemos disputado espacios institucionales, políticos y sociales, en paralelo a la permanente doble o triple necesidad de legitimar nuestras capacidades para ocuparlos. Ha sido –y es aún– una permanente tarea práctica y simbólica desmasculinizar las ciencias y el poder, en pos de ampliar nuestro espectro de autonomía y capacidad de decisiones en torno a nuestro futuro y proyectos personales. En ese marco, algunas privilegiadas hemos podido ir a la universidad, obtener empleos calificados y transitar espacios políticos. A la par, y en un proceso que es subjetivo, pero también político, fortalecer nuestra autovaloración y nuestros vínculos, con otras y con otros. En el aspecto subjetivo, disputamos también concepciones de pareja, de vínculos sexo afectivos, de sexualidad y cuerpo, de amistades y vínculos familiares. En un auto y hetero descubrimiento, fuimos cayendo en la cuenta de que las exigencias de una pareja heterosexual, única y exclusiva, no es la única forma de vincularnos, y puede no ser la que elegimos. Y finalmente, vislumbramos también que ese destino inevitable de la maternidad no era tal.

No es menor rescatar que fue a costa de hogueras, guillotina, golpes y violencias de muchos tipos que las mujeres pagamos el precio de disputar nuestra autonomía. Mi enunciación no es hacia todas mujeres que eligen y disfrutan de la maternidad –e incluso la practican y disputan como espacio de libertad, reconocimiento y resistencia–: es hacia todas las personas y las estructuras que empujan a tomar precozmente decisiones que implican un cambio rotundo de vida. Porque no importa la decisión, queremos que nos dejen tomarla.

Finalmente, discutir la concepción familiarista y machista de los cuidados implica enunciar que el cuidado puede ser una práctica comunitaria, estatal, familiar ampliada e institucional. Relegar los cuidados, desvalorizándolos al espacio “privado” del que las mujeres somos responsables, es una forma económica de gestión del bienestar social, en detrimento de la libertad y la autonomía de las mujeres. Es quizá en ese escenario, uno de igualdad y justicia social, que nosotras podremos ver que ejercer la maternidad puede no ser una pérdida de nuestra individualidad. Porque no somos las desobedientes del mandato de maternidad quienes estamos falladas: es el propio mandato el que no tiene sustento en la realidad y nos oprime.

En conclusión, si bien en Argentina en los últimos meses han entrado de lleno a la agenda de la política pública la violencia de género, la igualdad y los cuidados como parte de la justicia social, considero necesario reafirmar que son las bases simbólicas las que sostienen las estructuras de opresión, y esa disputa debe ser cotidiana y en todos los espacios.

 

Bibliografía

Beauvoir S (1949): El Segundo Sexo. Buenos Aires, Penguin Random House.

Gouges O (1791): Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. https://www.culturamas.es/blog/2012/09/07/declaracion-de-los-derechos-de-la-mujer-y-de-la-ciudadana-1791-por-olympe-de-gouges.

Butler J (2019): El género en disputa. Buenos Aires, Paidós.

Federici S (2004): Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Buenos Aires, Tinta Limón.

Lamas M (2007): El género es cultura. Almada, V Campus Euroamericano de Cooperación Cultural.

Saletti CL (2008): “Propuestas teóricas feministas en relación al concepto de maternidad”. Clepsydra, http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2884595.

Wollstonecraft M (1792): Vindicación de los derechos de la mujer. Cambridge University, 1995.

 

Anni Engelmann es trabajadora social (UBA), docente en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y trabaja en la Oficina de Violencia Doméstica y de Género (Poder Judicial, CABA).

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