La soltería femenina: una fuente de sospechas

Hace un tiempo, una mujer de unos veinticinco años me contó que su psicóloga la había ayudado mucho en los comienzos de la década a superar los niveles de angustia que vivía desde la adolescencia por el hecho de nunca haber tenido novio. Este había sido, de hecho, su motivo de consulta en el espacio terapéutico: vivía su soltería como un problema personal que debía tratar en terapia bajo una mirada profesional. Esta confesión me llevó a pensar mucho acerca de mi propia experiencia siendo soltera en esta sociedad, estado en el cual viví la mayor parte de mi vida adulta. El hecho de vivir la soltería prolongada como una problemática individual y psicológica, es decir, entenderla como una cuestión del orden de la salud mental, una “traba psicológica” que habría que “destapar” mediante el análisis, es una narrativa que yo también había asimilado en los primeros años de juventud. Conversaciones en grupos de amigas en los cuales se hablaba de aquella que no había estado nunca en pareja en términos de “tenemos que ayudarla a hablar”, “no está pudiendo disfrutar de su sexualidad” o “hay algo raro en que no salga con nadie” aportaron a que incluso yo misma perciba mi soltería como una anormalidad. Recién pude desarmar esta idea cuando me puse de novia y entendí que nada sustancial había cambiado en mí, no hubo ningún tipo de avance terapéutico que dio lugar a la experiencia, sino que simplemente en un momento determinado y con una persona determinada se construyó el vínculo de esa manera. Una vez que finalizó esa relación, sin embargo, y con el paso del tiempo sin volver a construir otra pareja, los mismos pensamientos comenzaron a retomar su lugar: ¿habrá algo anormal en mi psiquis que me impide tener pareja?

Hoy, aún soltera pero con ideas muy distintas acerca del amor, el sexo y las relaciones, pienso este discurso como parte de un proyecto político de la modernidad que tiende a psicopatologizar cuestiones socialmente construidas: en vez de hablar de estructuras desiguales, de la precarización de los mercados o de las violencias institucionalizadas, estos temas se disfrazan bajo síntomas de angustia y ansiedad que deben ser tratados individualmente y cuya responsabilidad de sanación recae en el individuo que los padece. Considero que es este mismo mecanismo –de individualización, psicopatologización y culpabilización– el que estructura en la actualidad la idea de que la soltería, en especial aquella prolongada en el tiempo y sobre todo en el caso de la mujer, es una problemática asociada a la salud que debe resolverse. Está tan instalada esta narrativa que incluso mi médico clínico cuando asisto a una consulta –por cuestiones nada relacionadas con mi sexualidad– me pregunta si tengo pareja, en su afán de practicar medicina con una “mirada holística de la persona”. ¿Por qué es mi estado civil a priori una cuestión que compete a mi médico clínico? ¿Por qué cada vez más mujeres consultan a profesionales de la salud mental para resolver su falta de pareja? ¿Por qué en los grupos de amigas hay preocupación por la(s) persona(s) que no sale(n) con nadie? ¿Por qué la soltería sería una cuestión a resolver? Luego de todas las conquistas feministas de los últimos siglos, ¿es la soltería una opción de vida viable para las mujeres del siglo XXI?

 

El (no)lugar de la soltería femenina

Para reflexionar acerca de estas preguntas, creo pertinente hacer un breve recorrido por el lugar que han tenido (o no) las mujeres solteras en las sociedades modernas. Silvia Federici (2004) en El Calibán y la Bruja hace un recorrido histórico por el periodo de transición del feudalismo hacia las sociedades capitalistas en Europa Occidental para pensar –en especial– el rol que tuvo la persecución de las mujeres en la conformación de estas sociedades. Federici argumenta que la denigración del rol de la mujer y su expulsión de casi todas las esferas sociales de las que antes participaba, fueron una pieza clave que posibilitó el proceso de “acumulación originaria” –concepto desarrollado por Marx para referirse a la expropiación de los medios de subsistencia de los trabajadores y las trabajadoras, y la conformación de la clase trabajadora como tal. Las mujeres, en este periodo y a través de diversas persecuciones, quedaron confinadas al trabajo reproductivo, privadas de ejercer aquellos roles que históricamente les habían pertenecido –como el de partera– y sujetas a una variedad de políticas infantilizantes que las despojaron incluso de derechos legales, ya que no podían tener dinero propio y debían subordinarse completamente al hombre (Federici, 2004: 150). Frente a esta situación, en los siglos XVI y XVII la única opción que tenía la mujer para acceder a condiciones básicas que garantizaran la reproducción de su vida era subordinarse a la tutela de un hombre. Las mujeres de hogares pobres, sin embargo, que debían trabajar para subsistir, destinaban su trabajo reproductivo a las familias burguesas. Federici refiere que estas mujeres muchas veces permanecían solteras, ya que se les prohibía casarse para evitar que sus hijos “caigan en la asistencia pública”. Además de las mujeres más pobres, otra figura de mujer soltera era la prostituta. En este periodo se llevó a cabo una criminalización del trabajo sexual, reforzando y legitimando el poder del hombre, quien podía denigrar a una mujer declarando públicamente que era prostituta. Hacia el siglo XVII las mujeres perdieron terreno en todas las áreas de la vida social: la degradación fue tal que las mujeres no podían estar en la calle solas sin correr el riesgo de ser ridiculizadas o atacadas sexualmente, una mujer soltera que deambulaba por el espacio público era considerada un bien común (Federici, 2004: 154). Además, en esta misma línea, se instalaron diversas políticas de disciplinamiento de los cuerpos, cuyo objetivo era controlar la natalidad; con este propósito las mujeres solteras eran espiadas y privadas de recibir apoyo. En Inglaterra, por ejemplo, en el año 1624 era ilegal ofrecer hospedaje a una mujer embarazada soltera, por miedo a que quede fuera de la vigilancia estatal (Federici, 2004: 136). En este periodo, entonces, y mediante el proyecto político llevado a cabo en los países europeos mediterráneos, la soltería femenina se relegó únicamente a casos en los cuales la pobreza extrema obligaba a la mujer a dedicar su vida al trabajo doméstico de otras familias de estatus social elevado, o en los casos de prostitución, profesión que fue criminalizada, prohibida y ridiculizada.

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII los derechos civiles de las mujeres se trasladaron al espacio público, convirtiéndose en un terreno de lucha política gracias al esfuerzo de una cantidad de colectivos de mujeres que hoy se conocen como “la primera ola del feminismo”. En este periodo, el esfuerzo de los movimientos feministas en países de Occidente fue destinado a la lucha por el reconocimiento del derecho al sufragio y la constitución de la ciudadanía de las mujeres por fuera del tutelaje de los hombres. A pesar de estas conquistas, sin embargo, el núcleo de la pareja heterosexual se mantuvo jerarquizado en la estructura social, y aun luego de conquistados una cantidad de derechos cívicos no existía para la mujer una posibilidad real de vivir sin el apoyo de un hombre. Esto se debe, por un lado, a la dependencia económica que las mujeres sufrieron por muchos años más luego de estas conquistas, pero por otro lado también podemos entenderlo como consecuencia de los discursos medicalizantes que se empezaron a gestar en esta época. Las persecuciones mencionadas anteriormente que sufrieron las mujeres en los siglos XVI y XVII pueden entenderse en términos foucaultianos como estrategias de poder centradas en el disciplinamiento del cuerpo individual. En ese periodo se instaura lo que Foucault denomina una tecnología disciplinaria que buscaba el adiestramiento de los cuerpos para aumentar su fuerza útil de trabajo. Esto se logró a través de diversos sistemas de vigilancia e inspección institucionalizados. En las lecciones de Foucault (1996: 195) expuestas en Genealogía del Racismo se introduce una nueva tecnología de control no disciplinario que emerge en el siglo XVIII, el cual denomina “biopolítica”. Se basa en el control masivo y estadístico de las poblaciones para incidir en las tasas de reproducción, fecundidad y morbilidad, control que se logra con la instalación y la propagación de discursos y campañas de higiene pública. Desde esta perspectiva podemos pensar que la pareja como núcleo reproductivo se instala como una cuestión de salud pública.

En la actualidad estas tecnologías de control se evidencian, por ejemplo, en las políticas destinadas a la reproducción de la vida que son en general más accesibles para las parejas: acceder a coberturas de salud, créditos de vivienda, etcétera, son servicios que se vuelven más complejos o inaccesibles económicamente a una mujer soltera. Los últimos años, además, se caracterizan por un desarrollo exponencial de la tecnología, el cual habilita el uso de grandes fuentes de información y data para el control poblacional. El estado civil, como fuente de información, es uno de los puntos a declarar para casi cualquier transacción. Hace unos días quise comprar unas cápsulas de café por Internet y la página me pedía que marque mi “título”, es decir si soy señor, señora o señorita. No es dato menor que en este caso, al igual que en el inglés (Mr/Mrs/Ms) el título del hombre no se altera en relación a su soltería o matrimonio, mientras sí lo hace para las mujeres –dato que entonces parecería ser más relevante en el caso de la mujer, incluso para la compra de café.

En conclusión, las formas en que se fueron constituyendo las sociedades en la edad moderna coartaron casi completamente la posibilidad que tenía una mujer de llevar una vida en sociedad por fuera de una pareja. Las pocas veces que esto sucedía se la tildaba de “solterona” o “bruja”, y de por sí el hecho de su estado civil era una fuente de sospecha. Además, tal como mencioné, el lugar de la mujer soltera en la calle quedó totalmente adosado al discurso del peligro, del cual –en el siglo XX– se apropiaron y promulgaron los gobiernos fascistas. La mujer en toda propaganda política era aconsejada a quedarse en su casa por las noches y los hombres eran llamados a desempeñar esta vigilancia de “sus mujeres” para “protegerlas”. Estos discursos, aún vigentes hoy, son puestos en evidencia por Virginie Despentes (2007) en su libro Teoría King Kong, en el cual cuestiona la idea instalada de que una mujer sola en la calle está buscando que la violen, discurso que ubica como parte de las estrategias de control de las mujeres en el espacio público.

Este breve recorrido permite reflexionar sobre el lugar que tuvo la soltería femenina en las distintas sociedades y por qué –aún hoy, con tanto camino recorrido en materia feminista– la mujer soltera inspira sospecha en la esfera social. Muchas mujeres solteras actualmente, por ejemplo, refieren que en algún momento de su soltería alguien las catalogó de lesbianas encubiertas. Esto permite pensar que, incluso para una sociedad que tardó siglos en asimilar la homosexualidad, esta es una opción de vida más tolerable que la soltería. Si bien la soltería es un estado que atravesamos todas y todos en algunos o varios momentos de nuestras vidas adultas, aún es entendido como un periodo de la vida transitorio o un estado medianamente anormal que debe resolverse, en especial –aunque no solamente– para las mujeres. La cultura popular muestra, por ejemplo, que no hay “final feliz” posible para la mujer por fuera de la pareja: no existe telenovela, serie o libro donde la mujer no termine emparejada –y en algún caso excepcional donde así suceda, el final es considerado trágico, anticlimático o inconcluso. Hoy, para la mujer, el único final feliz aceptado es con pareja.

 

El valor de la mujer

Lo hasta aquí expuesto da cuenta de una cantidad de intervenciones políticas que anularon la posibilidad de las mujeres de llevar adelante una vida de bienestar sin una pareja, y en especial sin un hombre. De todos modos, además de estas cuestiones que concretamente impactaron en este “no lugar” de la soltería, también existen cuestiones a nivel simbólico que limitan nuestra posibilidad de pensarnos por fuera de una pareja. Es decir, la mayoría de nosotras, mujeres heterosexuales, homosexuales, transexuales, mujeres con hijos, sin hijos, etcétera, nos imaginamos una vida en pareja como parte de nuestro imaginario de felicidad. Si bien cuestionamos el discurso del amor romántico y ya no nos pensamos más como medias naranjas en búsqueda de su otra mitad, aún seguimos buscando con bastante urgencia esa otra naranja que nos complete. Lo único que cambió fue el discurso, pero el trasfondo de incompletitud sin el otro sigue siendo el mismo. Las conversaciones entre amigas, por otro lado, son acaparadas en su mayoría por la temática de novios, chongos o sexo y, como mencioné, incluso entre grupos de amistades se mira con sospecha a la que no sale con alguien. En este sentido, además de limitaciones concretas a la soltería femenina, como las mencionadas en el apartado anterior, hay algo que se inscribe en el plano de lo simbólico y tiene que ver con el valor de la mujer.

Eva Illouz (2012) en el libro Por qué duele el amor describe desde una mirada sociológica las características bajo las cuales nos relacionamos sexoafectivamente en la actualidad. Sugiere que el mercado del deseo actual está caracterizado por la eliminación de las restricciones en la elección de pareja propias del siglo XIX. En esa época, las relaciones eran viables siempre dentro de una misma clase social y por conveniencia. Ahora –sin estas restricciones– las opciones se tornaron a priori infinitas. Este mercado, completamente desregulado, transformó la arquitectura propia de la elección de una pareja, y elevó la importancia del amor a la mayor fuente de valor individual en la sociedad, especialmente para las mujeres. Hoy, escribe Illouz, sentirse bien sobre una misma se transformó en la causa y el propósito para enamorarse. Es la autoestima lo que está en juego en el mercado del sexoafecto. Mientras que en las relaciones del siglo XVIII y XIX el valor no estaba dado en la pareja, sino en la clase social, las posibilidades económicas, la familia y la etiqueta moral, hoy la pareja es acreedora de reconocimiento social, autoestima y propósito ontológico. A su vez, las características del mercado se volvieron más competitivas para las mujeres, quienes tienen más incentivos que los hombres para competir y elegir una pareja, debido a los límites biológicos que impone la reproducción, y al hecho de que todo nuestro valor social está depositado ahí. Los hombres no tienen una urgencia real para “conformarse” con una pareja: siempre tienen opciones disponibles y su valor social no está depositado únicamente en su pareja, sino además en su trabajo, amigos, actividades deportivas, etcétera. Estas particularidades sobre las formas en que nos relacionamos actualmente derivan en un estado de total angustia y ansiedad al contemplar la soltería. No tener pareja o perder el amor de una pareja se vuelven posibilidades intolerables para muchas mujeres, lo cual a su vez otorga al hombre un poder inmenso sobre la mujer, ya que tiene ahora la facultad para quitarle u otorgarle su valor social. Las mujeres nos vemos sujetas a una cantidad de reglas innumerables sobre nuestro aspecto físico, las cuales debemos acatar estrictamente si queremos “jugar el juego” del mercado: desviarnos de estas normas puede resultar en un rechazo amoroso, y no ser amadas en el mercado del sexoafecto equivale directamente a perder nuestro valor social. Este punto me parece primordial, ya que creo muy difícil luchar contra cualquier tipo de poder patriarcal sin desarmar este entramado.

Además de la pareja como valor social, Illouz escribe acerca de otra cualidad del siglo XXI que entra en tensión con esta búsqueda: la autonomía. Nuestras sociedades actuales –especialmente desde una ideología neoliberal– abrazan al individualismo como valor, más que cualquier otra sociedad del pasado. En este punto, el tránsito por el mercado sexoafectivo se vuelve aún más complejo para la mujer: si bien necesita encontrar pareja para adquirir valor, no puede mostrarse muy dependiente o desesperada, ya que estos son atributos indeseables en el sistema social. Tamara Tenenbaum en el libro El Fin del Amor describe el arquetipo de la “soltera orgullosa” como el único paradigma medianamente aceptable de soltería en el siglo XXI: la soltera feliz que experimenta todas las posibilidades del mercado, sin cuestionar las precarizaciones, violencias o descuidos propios de esta forma de relacionarnos, y –obviamente– a modo de transición hacia “el final feliz” que llegará cuando encuentre pareja. Este arquetipo, explica Tenenbaum (2019: 145), es apropiado por muchas mujeres hoy en día, ya que permite diferenciarse de otras dos imágenes de soltería que están despojadas en mayor medida de toda dignidad: “la solterona” –aquella que no sale con nadie y no es deseada por ningún hombre– y “la desesperada” –aquella que busca pareja hasta el punto que pierde toda autonomía. Estas formas de vivir la soltería que vamos armando tienen que ver con la búsqueda de posibilidades que nos permitan vivir este estado con niveles de ansiedad más tolerables, y dan cuenta del punto hasta el cual pensamos la soltería sólo en términos de transición. Muchas veces, por ejemplo, nuestros niveles de ansiedad bajan cuando aparece alguien –sin importar realmente quién es– con quien al menos entablar una conversación, intercambiar likes y utilizar como anécdota en nuestros grupos sociales. Lo importante es que el final feliz esté en el horizonte, porque, como ya establecimos, la soltería no está construida como un horizonte de felicidad para ninguna mujer.

 

Conclusiones

En los últimos años el cuestionamiento y la problematización del concepto de amor romántico tomó un lugar bastante central en las discusiones feministas sobre la violencia machista. La idea de que el amor es un estado de completitud al que hay que aspirar –y que, como seres humanos, somos inherentemente insuficientes sin ese vínculo romántico– es puesto en tela de juicio por la mayoría de las personas que se relacionan sexoafectivamente con otras. De todos modos, aún hay mucho camino por recorrer ya que, mientras la soltería femenina siga siendo vista como una fuente de sospecha o como un estado de inherente indignidad, será muy difícil pasar de la teoría a la práctica.

Este texto busca reflexionar acerca del lugar que tuvo y tiene la soltería femenina en nuestras sociedades, y aproximarnos hacia algunas hipótesis sobre el motivo por el cual aún es vivida como un estado civil intolerable para muchas mujeres. Por un lado, las limitaciones que se instituyeron a través de diversas intervenciones, dispositivos y tecnologías de poder a lo largo de la década coartaron la posibilidad de la mujer de llevar adelante una vida sin pareja. En la actualidad vivimos en un mundo de constantes amenazas y obstáculos, en el cual vivir solas es imposible para gran parte de la población, y en este sentido la soltería se vuelve literalmente impracticable, además de ser percibida como una anomalía que se debe resolver desde la pericia médica. Por otro lado, en el plano del reconocimiento social, la pareja –en especial la heterosexual– es para la mujer el lugar predilecto de generación de valor. En este sentido, la mujer se encuentra en un lugar del mercado del sexoafecto en el cual el costo de jugar y perder es alto, pero tirar la toalla y dejar de jugar conlleva un costo incluso menos admisible.

Pensar posibles salidas a estas cuestiones es un desafío colectivo que debemos plantearnos y llevar a la discusión pública, como todas las luchas y conquistas feministas que se han dado en el pasado. De todos modos, existen ciertas prácticas que podemos pensar y llevar adelante en nuestros grupos sociales y a nivel individual para transitar los momentos de soltería con menos angustia, o acompañar a nuestras amigas a hacerlo. En primer lugar, me parece importante siempre llevar cierta vigilancia sobre nuestras propias prácticas. De otra manera, estamos destinadas a repetir las modalidades de vincularnos que conocemos e interiorizamos. Parte de esto puede ser el esfuerzo por descentralizar y desjerarquizar a la pareja, no solo de nuestras vidas –lo cual puede resultar más difícil de hacer en el orden actual–, sino también de las conversaciones entre nosotras. Tengo amigas que se desarrollan en diversas actividades sumamente enriquecedoras en sus vidas cotidianas, pero nada se festeja más en nuestros grupos que la llegada de un chongo, novio, embarazo, convivencia, etcétera. Descentralizar estos temas de nuestras charlas puede, quizás, ayudarnos a apropiar de la idea de que la pareja no será nuestra única fuente de placer en nuestras vidas.

En segundo lugar, pensando justamente en el placer, tomo a la feminista Audre Lorde (1984: 54) para pensar en el concepto de “lo erótico”.[1] Lorde introduce este concepto en un ensayo de su libro Sister, Outsider para referirse a aquella fuerza femenina que nos permite aspirar a una satisfacción interna y desde ahí relacionarnos con el mundo en búsqueda de placer en distintas aristas de nuestras vidas. Re-apropiarnos de esa búsqueda que tenemos de placer y bienestar, y de nuestra capacidad como seres humanos para experimentarlos en diversos ámbitos de nuestras vidas que trascienden a la pareja, puede presentarse como un posible horizonte sobre el cual construir nuevas formas de transitar nuestras vidas y relaciones.

Por último, para seguir reflexionando sobre posibles salidas que se opongan a este hábito de mirar la soltería con ojos sospechosos, tenemos una enorme responsabilidad para pensar nuestras propias prácticas: con nuestras amigas, conocidas, familiares, e incluso con nosotras mismas, en corrernos de esa mirada internalizada que quiere encontrarle pareja a todo el mundo y no admite “final feliz” por fuera de ello. Pensar a la soltería, por más prolongada que sea, como anormal, alimenta una mirada psicopatologizante que es fuente de sufrimiento para muchas mujeres. Todas fuimos, somos y vamos a ser solteras en algún momento de nuestras vidas: así llegamos al mundo y así nos vamos. En el medio podremos construir una variedad y diversidad de vínculos, redes, entramados de relaciones de corta o larga duración, pero principalmente somos subjetividades capaces de experimentar placer en diversas facetas de nuestras vidas. Personalmente, creo muy sanador dejar de pensar a la soltería como un estado civil que se contrapone al noviazgo o el casamiento, y entenderla más bien como un lugar particular desde el cual nos relacionamos con otres.

 

Bibliografía

Despentes V (2007): Teoría King Kong. Barcelona, Melusina.

Federici S (2004): Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Madrid, Traficantes de sueños.

Foucault M (1996): Geneaología del Racismo. La Plata, Altamira.

Illouz E (2012): Why Love Hurts. Cambridge, Polity Press.

Lorde A (1984): Sister Outsider (Revised Edition). New York, The Crossing.

Tenenbaum T (2019): El fin del Amor: Querer y Coger. Buenos Aires, Ariel.

[1] Quizás, en términos psicoanalíticos, podríamos pensar algún punto de comparación con la pulsión de vida, aunque sin la connotación limitada a la sexualidad.

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