El humanismo peronista y la cuestión de género

Decía Jacques Lacan: “La mujer no existe. (…) Y no existe (…) porque está fuera del lenguaje por la simple imposibilidad de expresar o explicar su gozo”. Pero no es cierto: la mujer siempre ha estado dentro del lenguaje. Siempre se ha expresado y siempre pudo explicar su gozo. En todo caso, su lengua ha sido distorsionada, su mensaje velado, su decir bastardeado y, especialmente, su gozo nunca nos ha sido desconocido, aunque lo hayamos reprimido u ocultado. Tampoco es cierto que nos debemos preguntar, como inquiría Freud: “¿qué quiere la mujer?”. Bien lo sabemos, porque quiere lo mismo que el varón. Cada uno o una agregará su particular respuesta, pero podemos sintetizarlo –en menguada referencia– en aquella aproximación tayloriana que hablaba de reconocimiento y pertenencia.

A partir de este sinceramiento, avancemos. La agenda social y política de la época actual integra, entre otras problemáticas, la cuestión ambiental, el desenfreno del avance tecnológico, la persistencia de la desigualdad entre los estamentos sociales. A ellos se les ha sumado con una violencia llamativa –al menos, simbólica– la cuestión del feminismo. Es de tal severidad la presencia de la demanda feminista que no cabe sino reconocerla como una justa imposición de la historia, evidenciando uno más de sus arcanos, o un particular ejercicio de práctica disolvente a que nos tiene acostumbrado el nihilismo planetario. Tal vez tenga de los dos componentes, en indescifrable proporción. De todas maneras, conviene tomar el tema como una inquietud legítima y considerable de las comunidades, destinada a producir reformulaciones de importancia en las relaciones sociales.

Lo que en este texto se expresa es, antes que una acabada postura teórica, un conjunto de apreciaciones sobre este tema, impulsadas por un artículo de la revista Movimiento, vertidos desde una asumida óptica peronista por la compañera Mara Brawer, diputada de la Nación. Allí se lee que, si bien el “rol de Evita ha sido absolutamente revolucionario y disruptivo, (…) pensar su figura como líder feminista es desde luego forzar la historia”. Despliega luego una lista de los avances que el peronismo –y en especial Evita– logró sobre el tema, como el sufragio universal, la patria potestad compartida, el divorcio y la calificación de hijas e hijos matrimoniales o extramatrimoniales, liberándolos de nominaciones estigmatizantes. Pero, dice la autora del texto, con el kirchnerismo se da un salto en el tratamiento de la cuestión de género, señalando que es Cristina quien llama a incorporar “la matriz feminista a la identidad peronista”, y puntea a continuación los principales logros de esa etapa: “Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable (ley 25.673), la Ley de Educación Sexual Integral (26.150), la Ley de Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres (26.485), la Ley de Prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas (26.364), la Ley de Reproducción médicamente asistida (26.862), la Ley de Matrimonio igualitario (26.618) y la Ley de Identidad de género (26.743)”.

Ahora bien: desde los aportes del carisma místico de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, pasando por la obra revolucionaria de la francesa Olympe de Gouges, la alemana Rosa Luxemburgo, la chiapaneca comandanta Ramona o la norteamericana Sojourner Truth (Isabella Bomefree), la poetisa brasileña Nísia Floresta, la filósofa argentina Elvira López, la escritora boliviana Adela Zamudio Rivero, la activista egipcia Nawal El Saadawi o las teóricas Simone de Beauvoir o Judith Butler, innumerables han sido las incorporaciones conceptuales sumadas por las mujeres en su sempiterna lucha por un mundo más libre e integrado.

Valorando desde ya el aporte de cada una de ellas, estas líneas se escriben desde otro lugar, el que me asignó la participación política en el peronismo en la segunda mitad del siglo XX. Sin reeditar ni cuestionar las apreciaciones que aquéllas vertieran sobre el universo femenino, este texto se propone simplemente como un conjunto de observaciones nacidas de la experiencia política, con la modestia y la esperanza de que constituyan una contribución a considerar. En especial, el presente texto busca entonces un leal intercambio sobre este tema, y acercar algunas notas que puedan ayudar a conjeturar –como invita el escrito de Mara Brawer– sobre si es probable que si Evita viviera sería feminista y, en su caso, qué tipo de feminista.

 

La violencia totalitaria del nihilismo o el rigor creativo de la historia: el porqué del feminismo

“Ver a la hembra como objeto a poseer es el impulso natural para el macho de cualquier especie. Para la mayoría, el confort o los deseos de la hembra son factores de peso; los más agresivos tienden a ignorarlos, y los psicópatas o sociópatas son incapaces de percibirlos” (Gonzalo Garcés).

Las historias que recibimos o recordamos, casi siempre murmuradas sin testigos –es decir, aquellas más convincentes y dolorosas–, imponen la necesidad de abrir el oído a las mujeres, más allá incluso de sus voceras, las perturbadoras feministas. Perturbadoras en dos sentidos: el primero es porque podríamos estar asistiendo –y su prédica de alguna manera lo anuncia– a un gozne histórico donde la aventura humana puede sufrir un quiebre de honda transcendencia, que significaría redefinir la práctica de la humanidad al decidir abandonar la especie que la definió en su último trayecto, el homo sapiens; el segundo –menos dramático pero igualmente definitorio– es que, con ese final u otro, lo que por estos días se discute en relación al feminismo y su percepción de los cambios en la condición humana marcará un rumbo absolutamente novedoso, con una nueva definición de sustancia y accidente en la vida de las personas –varones y mujeres– que nos acerque a una mitigación del dolor y una mayor apertura a la vida plena. Cabe aguardar esperanzados nuevas conceptualizaciones, sumando al acierto del recién citado Gonzalo Garcés: “Así, durante dos mil años, la hombría es un dispositivo de progreso. Como el capitalismo, al que está ligada, la hombría oprime, al tiempo que forja los instrumentos concretos para terminar con la opresión”. O, si se quiere, como lo decía el mismísimo Hegel: “la historia avanza por su lado malo”.

 

Dificultad en el ejercicio de la empatía y legitimidad de la protesta

“Sí creo que los varones siempre nos odiaron. Y ahora, frente al avance feminista y a la ruptura –porque no terminamos para nada con el abuso sexual y la violencia de género, pero sí la desnaturalizamos–; entonces, eso nos lo cobran, claramente” (Luciana Peker).

Desde el inicio de los tiempos, la cuestión del otro aparece como de primer orden, tanto que puede decirse que la búsqueda de empatía que permita una convivencia en paz, y, por qué no, amorosa, define lo que conocemos como avances civilizatorios. En ese sentido, las grandes religiones abogan para que el estado de sospecha y confrontación se supere mediante mandatos de coexistencia armónica. Desde el cristianismo, “amarás al prójimo como a ti mismo” constituye un mandamiento imperativo, que a su vez no desconoce que se trata de una tarea que se renueva permanentemente según las configuraciones antropológicas históricas. La diferencia abismal entre hombre y mujer impone un ejercicio convivencial que respete, a la vez que armonice, la singularidad de ambos. El modo hiperbólico con que se plantean demandas y recusaciones, llevando al paroxismo los alegatos, dificulta un acercamiento al diálogo que permita generar vínculos más acordes a los mandatos de época.

Después de todo, entre santos y ángeles caídos, listado que recoge las experiencias transitadas desde Onán a la amante torturadora de Marguerite Yourcenar, pasando por Julio César –“el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos”–, Gilles de Rais –lugarteniente de Juana de Arco, azotado por el eterno tormento de las perversiones adjudicadas– y el sadomasoquismo travieso de Foucault, las sociedades se han esforzado en generar estados civilizatorios que les permitieran lidiar con la luminosidad y lo tenebroso, sin tener nunca definitivamente claro quiénes son sus portadores, y menos aún si lo son en exclusividad. Lo que sí parece haber existido desde los primeros tiempos es la necesidad de regular el deseo, pese a –o por– su natural condición de heteróclito: “No habrá prostitución sagrada entre las hijas de Israel, ni prostituto sacro entre los hijos de Israel” (Deuteronomio 23,18).

 

El patriarcado fue una construcción conjunta

“No es que nosotras somos buenas y nos hacen daño sólo los varones. Nosotras también producimos dolor y daño. Hay que decirlo” (Alexandra Kohan).

¿El mundo ha vivido equivocado? ¿La identidad del varón está determinada por una vocación genocida? Carencias del primer ser humano –varón o mujer– requirieron desde siempre, para mejorar su vínculo, de saltos civilizatorios, que en general no dejan de percibirse como lamentablemente tardíos. A su vez, esos avances necesitan un permanente ejercicio de adecuación de las prácticas sociales a las circunstancias que expresan la época. En ese marco, puede entenderse que el ejercicio de la conducción de los agrupamientos humanos, empezando por la familia –rol social apropiado inicialmente por los varones– ha derivado desde sus inicios en una práctica de sometimiento y postergación que ha empujado a las mujeres a una contestación no siempre productiva y justa, carente de piedad muchas veces, sino que más bien las ha incitado a practicar conductas perversas, atravesadas por el resentimiento, ejercitando la sevicia embozada como modo de relación, guiadas por la estulticia, para arribar incluso a que estas conductas puedan ser asimiladas malamente a un recurso propio del género. Y, lo que es más significativo, aparece aquí y allá en su discurso una inadvertida adhesión al liberalismo y una consecuente subsunción en el nihilismo. Las revoluciones antisistema, cuando son bienvenidas por el sistema, resultan altamente sospechosas, aunque se trate de un recelo injusto.

Pero el varón, justa o injustamente, no puede dejar de ponderar que la línea hegemónica del feminismo, con sugestiva ligereza y llamativo desorden, recurre a alegatos inconsistentes con demasiada frecuencia y excesivamente vecinos a la impostura: el diseño de una sociedad con maternidades delegadas está más cerca de las propuestas distraídas del feminismo que de la barbarie de los dictadores; los dueños del poder reciben, aceptan y degluten sus demandas y propuestas con una complacencia desconcertante; a su vez, genera ex nihilo identidades que dan de baja diferencias identitarias y, lo que es más insólito, coexisten en este colectivo el respeto primordial a la naturaleza –exigiendo el cese absoluto de su explotación– con la afrenta más radical a lo que el ser humano tiene de natural.

Además, el feminismo actualmente hegemónico asume una posición de corporación sindical moderna, y en tanto tal apoya conceptualmente su actuación en dos ejes: definir toda situación como el escenario de un ineludible combate con el dueño del poder; y el desentenderse de la situación del conjunto, priorizando el interés del colectivo propio. En lo relativo a las formas –o métodos de instalación de su voluntad– no parece que todas estén advertidas de que la reivindicación rabiosa y extrema desarma los logros de todo lo que el proceso civilizatorio ha alcanzado. Ese modo de encarar el conflicto mueve necesariamente a plantear la disputa en términos de exterminio del contrincante, aunque sea como propuesta teórica. De allí que la repulsa a la figura de la manumisión, es decir la libertad otorgada por el amo –el sometedor, en este caso– es terminante, y no es admisible, no porque no sea sincera o posible, sino más bien porque ello negaría mérito al hasta entonces subordinado. Lo cierto es que en las propuestas del feminismo –lo decimos una vez más– está notoriamente ausente la idea de conducción como problema fundamental de cualquier asociativismo, quedando reducida la rebeldía a la queja, antes que a la asunción del poder, o al menos a su discusión.

Con una picardía que hay que celebrar, porque el comentario destapa posibilidades interpretativas muy jugosas, Karl Marx, compartiendo un juego con sus pequeñas hijas, respondía así a las preguntas más capciosas del entretenimiento: ¿tu virtud preferida en un hombre? La fuerza. ¿Tu virtud preferida en una mujer? La debilidad.

 

Antagonismo entre lo cultural y lo biológico: generalidad y excepción

“Afrontar las cuestiones aún no resueltas es decisivo para determinar el horizonte feminista. El debate honesto biología versus cultura no se ha resuelto y es imprescindible. Si las feministas no sabemos de dónde venimos o en qué lugar estamos, difícilmente sabremos adónde queremos llegar” (Leyre Khyal).

El paradigma que orienta las nuevas posturas políticas alrededor de la cuestión del feminismo está asentado en el desenganche de lo cultural respecto de lo biológico, o –para decirlo en términos cuestionados– en el aserto de que todo lo vigente en relación a la cuestión social –entre ellas, aquella que motiva la lucha feminista– es, precisamente, un constructo cultural. Pero este rechazo a la biología puede, en su paroxismo, llevar a exabruptos bárbaros y crueles, como el que ensaya Rita Segato legitimando el aborto: “El problema de la criminalización del aborto es un problema de violencia de género. La peor de todas las violencias. Obligar a una mujer a tener adentro un pedazo de carne, un conjunto de células que no desea, como experiencia física es igual a una violación”.

De notable eficacia argumentativa, este nuevo paradigma ha logrado su instalación como condición de base para enfrentar cualquier análisis, discusión o conversación sobre el tema, dificultando un diálogo creativo. En especial, porque nunca se explicita cuál sería la conformación de la sociedad que se anhela.

Las “tres principales iglesias seculares”: la climática, la animalista y la feminista –según el periodista español Francesc Arroyo– fijan la agenda, pero escamotean –tal vez porque lo desconocen– cuál sería el puerto al que arribar. Tal vez más adecuado sea sacar provecho a la aseveración de Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”. O, mejor aún, leerlo al revés.

 

La estafa que sufren los hombres

“La traición es un valor de los varones, más que del universo de las mujeres. (…) Los varones se agrupan para violentar, cosa que las mujeres no hacemos. Hay algo ahí que tiene que ver con una concepción eminentemente del género masculino, que es agruparse para violentar, agruparse para violar, agruparse para matar, cubrirse las espaldas cuando alguno comete una infracción. El concepto de traición aparece cuando ese pacto se rompe y el varón se siente traicionado” (Selva Almada).

La idea no es mala, sino incompleta. Falta agregarle que todo ese ejercicio de la violencia, aceptando que fuera una pulsión innata, el varón lo ejecutó como una delegación de la especie, y que la mujer, habiendo sido víctima de ella en muchas ocasiones, fue también su beneficiaria, en cuanto primordialmente la preservó de la muerte junto a sus crías. De allí que la decepción y el sentimiento de haber sido traicionado –sobre todo por la mujer– al varón le viene de recibir no solo ingratitud, sino desprecio, por haber cumplido lo que entiende era su parte en el pacto de supervivencia. Y ni qué hablar del varón de hoy, que asiste a la cobranza de culpas por algo que ni sospechaba que se trataba de un acuerdo que ya había sido denunciado casi al momento de su celebración.

Al respecto, Michel Houellebecq llama la atención sobre un juego de simulaciones artero e improductivo: “El patriarcado no fue sustituido por un sistema que funcione. La palabra de los hombres ha desaparecido, porque el hombre se dio cuenta que era más prudente callar. Porque se arriesga a no gustarle más a las mujeres. Se calla, disimula, y la mujer piensa tontamente que cambió. Por eso creo que las feministas deberían leerme para conocer el punto de vista de los hombres, que es poco conocido”. Es curioso, o muestra de vocación de conflicto como indefectible camino a la justicia, pero quienes han denunciado la falta de la mirada de la mujer, y con ello el cercenamiento de sus derechos, buscan suprimir la del varón, o al menos, despreciarla.

Sobre el tema es preciso valorar adecuadamente una figura de alto contenido simbólico, expresada además bellamente por Virginia Woolf: la que proponía –como respuesta a una invisible necesidad– obtener la posesión, en este caso para la mujer, de un cuarto propio. Sin embargo, cabe apuntar que se trata de una alegoría aún no bien revisitada, es decir, no se le ha extraído todo lo que puede exponer del alma femenina dada su condición histórica de sujeción, que la ha apartado de la vida social sin siquiera reconocerle un lugar de autonomía para sus apetencias creativas propias e intransferibles. Pero lo más importante sería, consecuentemente, que se reconozca que de lo mismo adolece el varón. Contrariamente a lo que cierta perspectiva feminista pretende, sesgada hasta la inutilidad, el varón no tiene un lugar propio, aunque fantasiosamente se enseñoree en el mundo. También para él es necesario un cuarto propio, donde su reinado no sea sobre la mujer, sino sobre sí mismo.

Para cerrar este tópico: el feminismo, sin apercibirse de su importancia, enfrenta una cuestión de límites difusos entre la contradicción y la paradoja. Los que se consideran triunfos de la libertad se revelan en algún sentido como triunfos del sistema de explotación y sometimiento de las personas. Pasar de la familia clásica a la monoparental, por ejemplo, puede verse como una conquista, en cuanto amplía el campo para los ejercicios de la libertad, pero a la vez es una forma que las expone con mayor rigor al vigente estado de sometimiento. Es importante, en este punto, decidir si es una contradicción, es decir, una incompetencia con el desarrollo de la persona, o una paradoja, es decir, una forma ampliada de entendimiento de la vida como vivencia compleja.

 

La familia como productora de sentido y los deberes de la conducción

“Dios mandó a su Hijo al mundo en una familia. Dios entró al mundo por una familia y pudo hacerlo porque esa familia era una familia que tenía el corazón abierto al amor” (Papa Francisco).

“Cuanto más perdían las antiguas relaciones sexuales su candoroso carácter primitivo selvático a causa del desarrollo de las condiciones económicas y, por consiguiente, a causa de la descomposición del antiguo comunismo y de la densidad cada vez mayor de la población, más envilecedoras y opresivas debieran parecer esas relaciones a las mujeres y con mayor fuerza debieron de anhelar, como liberación, el derecho a la castidad, el derecho al matrimonio temporal o definitivo con un solo hombre” (Friedrich Engels).

Cualquiera sea el origen y la trascendencia que en base a su universo ideológico cada uno quiera adjudicarle a la familia, podemos acordar que –al menos desde que arriba el concepto de civilización– adquiere categoría institucional, con una estructura, funcionalidad y teleología acordes a los requerimientos de época. Pero en todas ellas su existencia y defensa se asentó en la necesidad de fungir como andamiaje de la sociedad en que se desenvolvía, puliendo y aceitando sus recursos a ese fin.

En una u otra percepción de lo común humano, la necesidad de otorgar un orden y un camino a lo gregario determinó la institucionalización de alguna autoritas o potestad que, en el caso de la familia y sus extensiones –clan, etnia, pueblo– la encontramos en la presencia de la conducción, sea esta legítima, espuria, impostada, abusiva, injusta, enervada, dialogada, equitativa, o lo que le pidiera la época y la contingencia. De allí que pueda considerarse que el machismo es una perversión –no deseada, pero tal vez inevitable– del ejercicio histórico de la conducción que las condiciones ambientales favorecieron para que estuviera hegemonizada por el protagonismo y la impronta masculina.

Por eso es que lo que realmente enfurece y desalienta al varón –en su agobiado y maltrecho universo emocional presente– no es la búsqueda por parte de las mujeres de compartir el poder, sino que afrontan y dislocan las que entiende como engorrosas tareas del conductor, sin contribuir en nada a mejorarlas ni, mucho menos, a que se les traspase tal función –la conducción. Porque si hay algo que evaden, inconscientemente, las mujeres en su lucha inter sexo, es plantearse la posibilidad de ejercer el poder que reside en la conducción, es decir, hacerse cargo del conjunto. Según el imaginario masculino –opinable, como cualquiera, en la medida que mixtura observación directa y trastorno emocional– la más presente de las decepciones que ha generado el movimiento feminista es que las mujeres que han logrado hacer lo que no se les dejaba, hacen lo que haría cualquier hombre, remedando sus defecciones y taras. Idea que por cierto mezcla realidad y fábula. Tal vez porque ellas no han advertido aún qué es lo verdaderamente insoportable, y que ya habíamos verbalizado: las revoluciones estallan, más allá de sus motivaciones morales, cuando lo que está en juego es un determinado orden, no la justicia.

 

El feminismo y sus socios en el género

“La heterosexualidad, el régimen regulador por excelencia, no es la manera natural de vivir la sexualidad, sino que es una herramienta política y social con una función muy concreta que las feministas denunciaron hace décadas: subordinar las mujeres a los hombres. (…) Las feministas lesbianas defendemos que el lesbianismo es una opción de vida” (Beatriz Gimeno, directora del Instituto de la Mujer de España).

Es por cierto una pregunta incómoda, pero seguramente plausible y obligada al encarar este tema: ¿qué lleva al feminismo a hacer causa común con lo que llama disidencias de género, conjunto cada vez más nutrido en razón de una fuerte pulsión especificadora, el colectivo LGBTIQNB+? (Mapas desmesurados son siempre inútiles, y los colegios de cartógrafos se ven obligados a revisarlos, buscando evitar que “no sin impiedad (sean entregados) a las inclemencias del sol y los inviernos”, según Borges).

Pero volviendo a los nuevos registros del género: ¿constituyen la unión de los explotados, o la estrategia de reivindicación de las y los diferentes como iguales? ¿La diferencia es un obstáculo para la igualdad? Insistiendo en una neurótica maniobra de nominar para constituir realidad, la militancia feminista cambió el nombre del encuentro anual que las nuclea por el de Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans y No Binaries. Pero ese cambio puso en evidencia el primer gran sisma, en cuanto se trata de un colectivo que, paralelamente a una fuerte instalación en la vida civil de la nación, ha comenzado a sufrir desgranamientos y, en especial, una fuerte disidencia interna con la aparición de lo que se llama feminismo radical –radfem. La nueva perspectiva asienta su cuestionamiento al feminismo hegemónico con cierta adhesión al biologicismo, según acusa la corriente predominante. Las consignas que alientan la nueva prédica –“hay que abolir el género, no ampliarlo”; “el género es opresión, no identidad”; “las mujeres que hicieron una transición la revirtieron al darse cuenta de que su problema no era con su cuerpo, sino con la sociedad patriarcal”; o directamente: “las mujeres no tienen pene”– exponen a las claras su reivindicación de la biología a la hora de definir a varones y mujeres, y que estas serían determinadas “por sus genitales y aparato reproductor; por su sexo y no, de ninguna manera, por el género, porque el género no existe”, según revela Estefanía Santoro. Y agrega: “Algunos grupos radicales incluso utilizan expresiones patologizantes tomadas de la psiquiatría, como la ‘disforia de género’ para referirse a las personas trans y hablan de la necesidad de ‘superarla’, negando así la posibilidad de que una persona pueda transicionar. Se oponen además al uso de la ‘E’ como lenguaje inclusivo, porque ‘invisibiliza al sujeto político mujer, negando así también a las identidades no binarias’. (…) Acusaron de proxenetas a las organizadoras de las asambleas por el simple hecho de incluir en el documento a quienes se reconocen trabajadoras sexuales. Más de 60 años después de los primeros estudios que distinguieron el sexo (características biológicas) del género (construcción social y pautas de comportamiento culturalmente establecidas) y partiendo de la relevancia masiva a nivel mundial que ha alcanzado el movimiento feminista, preocupa el resurgimiento de algunos grupos que vuelven a poner el eje en una cuestión meramente biológica”.

En paralelo, y también en actitud cuestionadora, desde el feminismo que se asume como tradicional –pre-MeToo– Elisabeth Badinter regaña los extravagantes enunciados de la activista LGBT Alice Coffin: “No tener marido me expone más bien a no ser violada, no ser asesinada, no ser golpeada”, seguida de un curioso convite: “a hacerse lesbianas y a prescindir de la mirada de los hombres”. Consigna que en nuestro país ya había sido sugerida por la periodista Marta Dillon.

 

El feminismo periférico

“Los hombres tienen menos habilidades, enferman con más facilidad y mueren antes que las mujeres. Y esto ocurre en todos los rincones del planeta. (…) Esto ocurre porque hay diferencias sutiles en la arquitectura cerebral de cada género. Por ejemplo, las mujeres detectan las emociones de los demás con facilidad y reaccionan a dichas emociones con mayor rapidez” (Susan Pinker).

Por cierto, no cabe hacerse eco de las posiciones más extremas, por no decir disparatadas, del feminismo, porque es cierto que son sólo eso y no integran la parte más provechosa de sus tesituras. Pero conviene despejar el terreno de la disputa argumentativa para tornarla productiva, pues a semejantes posturas generalmente se contesta con un mezquino e igualmente improductivo aferramiento a posturas extremas y reaccionarias.

Repasemos entonces el pensamiento feminista que circula, por ahora, en los bordes. Sería justo comenzar por Susan Pinker, autora del libro La paradoja sexual, obra donde expone con mayor detenimiento su tesis sobre un “feminismo de la diferencia”. El concepto podría sintetizarse, según sus palabras, en que “sí es cierto que una de las estrategias o tácticas para defender la igualdad de derechos de las mujeres ha sido decir que hombres y mujeres son idénticos. Pero no es así, (…) hay diferencias de todo tipo. No son sólo genéticas u hormonales, sino también de arquitectura cerebral y de muchos otros aspectos. (…) Hoy sabemos que hombres y mujeres son inevitablemente diferentes. Por ejemplo, nosotras tenemos más empatía y capacidad social, cualidades ambas que nos alargan la vida y nos mantienen las facultades cognitivas hasta una edad avanzada. La ciencia también ha demostrado que las mujeres cuyos objetivos vitales no se ciñen al marco laboral son, paradójicamente, más felices en sus trabajos. Todo esto es algo que nos ha sido revelado gracias a los avances científicos y el nuevo feminismo tiene que apoyarse en estos datos para plantear sus reivindicaciones”.

Como se ve, una vez más se hace presente –en este caso develando la cuestión– el malentendido sobre igualdad y diferencia. A su vez, y junto a esta autora, en el último decenio ha entrado en la discusión una corriente de pensamiento asentada en el norte de América, que reivindica un feminismo factual que hace pie en la reivindicación de la biología y la psicología evolucionista a la hora de atender los desafíos de la problemática con eje en la mujer, desarrollado entre otras teóricas por Camille Paglia, Christina Hoff Sommers y Claire Lehmann. Su aporte principal está dado por la incorporación de los estudios científicos al análisis de la cuestión, avanzando por sobre el estrecho concepto de que todo es cultura, llegando así a sostener conceptos incómodos como los que señala Leyre Khyal –que se define como feminista disidente, antropóloga y sexóloga– al traer a consideración la liminalidad, que Konstantin Mierau anota como el concepto que se utiliza en antropología para “analizar transformaciones de identidades, interacciones entre identidades y las zonas intermedias entre identidades”. De allí que Khyal lo rescata como lo que nombra a “aquello que escapa del orden. Es el lugar que está entre la cultura y la naturaleza y que no está bien definido. Hay un vacío, algo irresoluble. Y es como si en el feminismo hubiese una obsesión por terminar con este vacío. Cuando lo interesante de la teoría Queer era dar visibilidad a ese vacío”.

En definitiva, esta corriente aboga por reparar en que varones y mujeres “se enfrentaron a estrategias adaptativas distintas en los seis millones de años de evolución humana”, como pide la activista de este feminismo crítico, Roxana Kreimer. Asimismo, la primacía del deseo en el complejo universo de la vocación femenina también es motivo de revisión en los nuevos enfoques feministas.

Respecto al deseo y su adjudicada condición de proveedor de legitimidad, resulta útil una última consideración de boca de Bifo Berardi: “en mi trabajo he identificado a veces el deseo como la fuerza positiva que se opone al dominio. Pero esta vulgarización no es correcta. (…) El deseo no es una fuerza, sino un campo. Es el campo en el cual se desarrolla una densísima lucha o, mejor dicho, un espeso entrecruzamiento de fuerzas diferentes, conflictivas. El deseo no es un valiente muchacho, no es el chico bueno de la historia. El deseo es el campo psíquico sobre el que se oponen continuamente flujos imaginarios, ideológicos, intereses económicos. Existe un deseo nazi, digo, para entendernos”.

Los modos de acompañamiento al hermano sufriente en sus desventuras –a raíz del trazado de su carácter biológico indeseado– y el consiguiente apoyo y comprensión, han sufrido una mutación radical: se ha cortado camino y, antes de apoyarlo respetando su singularidad, se pretende que ésta no existe, que es igual en el indeterminado todos, desconociendo que la igualdad es en la dignidad, no en la expresión de su conformación humana. Es auspicioso que un filósofo chino –es decir, alguien que no piensa desde el logos occidental– reconozca este aliento como ínsito a los nuevos tiempos: “Las políticas de la Ilustración tienden a universalizar ciertas variables para generalizar ciertos efectos. Pero ignoran las diferencias. Las nuevas cosmopolíticas reconocen las diferencias. Reconocer diferencias es también una forma de pensar sobre la cuestión de la igualdad. La igualdad no significa que todos sean iguales. Significa que cada uno, sin importar lo diferente que sea, tiene que tener igual acceso a los recursos y oportunidades. Cuando hablamos de diferencia, es una forma de reconstruir una nueva historia del mundo. Hay una forma de igualdad que permite la consideración de diferentes civilizaciones y culturas” (Yuk Hui).

 

Mutación antropológica y deriva transhumanista

“Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas” (Manifiesto Comunista).

Con lo luminosa que resulta, la frase de Marx –escrita hace más de 170 años y que cobra notable vigencia por estos días– sin embargo contiene una palabra que la remite a ser una mera aproximación y no una profecía rotunda: no es, de ningún modo, serenamente la manera en que los seres humanos se han de poner a pensar en estos días sobre sus forma de estar en el mundo, ni mucho menos sus relaciones recíprocas. Porque esta vez ya no se trata de preguntarnos si podremos vivir juntos, como con desánimo inquiría Alain Touraine al ver el desasosiego reinante en el fin de la modernidad, que con su ocaso encendía, renovados, los fuegos de la violencia y el desamor. Se trata, ahora sí, de un desafío mayor, al haberse iniciado el tránsito por un gran hiato que amenaza constituirse en insondable, aunque deja ver que lo que lo perfila es cierta rotura de nuestros vínculos con lo que, con sus más y sus menos, constituía nuestra especie, en los últimos tiempos llamada homo sapiens.

Ingresados, con mayor o menor conciencia, en el camino que lleva a un todavía indescifrado transhumanismo, o al menos a una constitución posorgánica, el universo axiológico que nos trajo hasta aquí se ve obligado, como mínimo, a responder sobre su necesidad y pertinencia. La cuestión del transhumanismo y sus avatares, así como la cuestión moral que a su paso gana notoriedad, ha tenido estudiosos que se han detenido en él con especial atención, desde Francis Fukuyama –intentando adentrarse en lo que vendría después del fin de la historia– hasta Paula Sibilia y su advertencia sobre la llegada de una ciencia fáustica –enfilada a trasmutar la propia condición humana, en reemplazo de la ciencia prometeica, la hasta aquí conocida, limitada a solventar la existencia humana, asistiéndola en su enfrentamiento con la hostilidad de la naturaleza–, todo ello con sus inquietantes aspiraciones a editar la vida. Incluso el arte ha buscado nuevos caminos en el transhumanismo que revela la edición genética, siendo probablemente el brasileño Eduardo Kac el más luminoso, con su conejo verde fluorescente genéticamente modificado.

Pero la problemática de violentar la biología y acercarse a la creación de vida encuentra cada vez con más frecuencia una duda angustiante: ¿hasta qué punto somos dueños de la vida? El filósofo argentino Mario Casalla recuerda la sólida presencia en la experiencia humana del exhorto de la prohibición, ya no como un ejercicio cercenador del libre albedrío, sino como un eficaz asistente en la tarea de afianzar la libertad humana. Es lo que llama prohibición fundamental, recurso que conviene tener a mano, habida cuenta de la gravedad del tema que nos acecha. La eventualidad del transhumanismo llega enancada, según este autor, en tres cuestiones filosóficas también fundamentales: ¿de quién es la vida? ¿Es posible ser inmortal? ¿Cuál es el estatuto invisible de la persona humana y de la libertad, en medio de tales posibilidades y preguntas? Lo que se conoce por estos días como fun morality por cierto no alcanza.

Pero no son preguntas que solo quepa hacérselas al transhumanismo. El biologicismo, asumido como el promotor de la primacía de la biología en la configuración de lo humano, tiene cuentas pendientes. La más importante es sobre la hipérbole con que diseña su acercamiento al tema. Los desastres de esta postura han sido siempre enmarcados en el horror y la crueldad, con grave tendencia a la igualación en el reino animal, en pretendida y artera simbiosis de lo humano con lo natural. Por lo demás, así como resulta al menos inadecuado pensar a la naturaleza como un ser viviente enemigo del hombre, y viceversa, también consiste en una aberración de los buenos modos pretender que el ser humano imite a la naturaleza, indefectible e inconfesable camino a la apropiación de su amoralidad.

 

El peronismo y los desafíos del transhumanismo

“El Justicialismo es una nueva filosofía de la vida, simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente humanista” (Verdad 14).

Como decíamos, las observaciones aquí expuestas nacieron de un requerimiento, interno, sobre las relaciones entre peronismo y feminismo, a partir de la pregunta retórica sobre si Evita fue o hubiera sido feminista al modo actual. Todas las peronistas y todos los peronistas somos conscientes de que, al haber sufrido nuestra sociedad –y el mundo entero– cambios significativos de 1945 a esta parte, es imprescindible ajustar nuestros análisis convencionales y, por qué no, revisar algunas de nuestras viejas consignas. Por ejemplo, es harto evidente que, con relación al primer peronismo –el de 1945, que dictó la doctrina y el ideario– muchas de las condiciones que le dieron origen ya no son las mismas: probablemente la vieja idea económica de asentar nuestro desarrollo en la industria sustitutiva de importaciones sea hoy inconducente ante los modos y estilos productivos correspondientes con el desarrollo tecnológico actual, que otorga una significación extraordinaria a los servicios asentados en las flamantes TICs, así como la apuesta por integrarnos a los países no alineados esté desacompasada con las nuevas exigencias de la geopolítica global, ante la irrupción tremebunda de la globalización. De la misma manera, en los últimos años la temática ecológica, planteada como el desafío de armonizar nuestra existencia con el ambiente, constituye hoy un imperativo novedoso e innegable, aunque de dificultosa ponderación en los tiempos inaugurales del peronismo. Perón la integró en 1972, cuando finalizaba su experiencia europea.

 

Qué cambios para qué rumbo: el adiós al homo sapiens

“Creo que el próximo paso es que los seres humanos se conviertan en dioses. (…) No es una metáfora. Los seres humanos están en proceso de adquirir habilidades divinas. En el Génesis, Dios crea animales, plantas y humanos según sus deseos. Ahora los seres humanos con la tecnología están produciendo todo esto de acuerdo a sus propias aspiraciones” (Yuval Noah Harari).

El cambio –al compás de las nuevas realidades y los retos que éstas imponen– es imprescindible. Pero, para bien o para mal, el sendero de la mudanza se bifurca: uno entiende que la evolución consiste en avanzar en lo que le indica su núcleo ético mítico, y el otro –mensurando el ineludible cambio como descomunal– considera que es necesario elaborar nuevas teorías que establezcan un nuevo fundamento, acorde a la sugerencia de época, que es avanzar con las propuestas del transhumanismo. Ahí es donde se nos ocurre útil fijar, entre otros, el tema del feminismo.

Para abordar esta cuestión inobviable, la primera tarea consiste en revisar nuestro núcleo ético-mítico, aquel en que se asienta, con las lógicas adecuaciones que impone cada época, la identidad de nuestro movimiento. Al respecto, una breve referencia: las culturas, al decir de Paul Ricoeur, tienen un “núcleo ético mítico”, concepto retomado y reformulado después por la filosofía latinoamericana, en boca de Enrique Dussel, cuando afirma que el mismo constituye “una ‘visión del mundo’ que interpreta los momentos significativos de la existencia humana y que los guía éticamente”.

La incertidumbre y el desasosiego que nos abruman por estos días nos obligan a revisitar nuestro basamento cultural, para acentuarlo en lo que haga falta y reverlo en lo que nos impone la realidad. Porque cualquier cambio, y el que afrontamos no es de los más inocuos, requiere de una voluntad férrea de revisión, a su vez asentada en un ideario aquilatado en nuestra experiencia para poder tener éxito. La contingencia, que poco tiene que ver con nuestros actos, y ni siquiera con los objetivos justos que nos proponemos, puede lograr un depredador avance si escamoteamos el entusiasmo histórico que da la conciencia de nuestra historia.

El nihilismo embozado, usando la máscara del progreso, aparece como un enemigo inmediato que medra con nuestra desaprensión. Es hora entonces de retomar el desdibujado ideario del peronismo –el que podríamos sintetizar en aquello de una filosofía de la vida, simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente humanista– en términos de los valores que reconoce como inherentes a su identidad, más allá de las cuestiones de fe o las formulaciones históricas de ese universo axiológico. El humanismo al que nos referimos es aquel que, sobre el boceto de su origen grecolatino, de la mano del cristianismo universalizó su logos, en especial desde el siglo XIV. Mayores precisiones resultan, a los fines de este texto, innecesarias –amén de que ya todos sabemos de qué estamos hablando.

Pero a partir de hacernos cargo de esa tarea impostergable no podemos desconocer, como decíamos, que conviven en nuestro movimiento líneas de mudanza divergentes. Una propone adecuar las políticas a las nuevas circunstancias, dentro de una visión humanista, y otra ha incorporado como posibilidad de futuro la adscripción al transhumanismo. De allí que al listado de cuestiones de ineludible tratamiento corresponde agregar, y en un lugar destacado, a la tentación de adscribir al hombre posorgánico que nos llevaría a incursionar en las aguas procelosas del transhumanismo.

Las discusiones, así como la formulación de estrategias políticas a que ellas den lugar, debieran entonces tener como marco esta circunstancia: constatar que el horizonte se presenta ineludiblemente como divergente. No solo divergente en cuanto a que una línea apuesta al humanismo y la otra al transhumanismo, sino que este último alberga a su vez dos versiones.

 

Las distintas versiones del transhumanismo

“Ya no hay más seres humanos, solo extrañas máquinas que se abaten unas contra otras” (Pier Paolo Pasolini).

Antes de ingresar a considerar las distintas formas en que se prefigura lo que viene tras el humanismo conocido, veamos cuál es la condición de su existencia. A la natural diversidad con que se estructura y toma forma el humanismo, se le enfrenta –solapada su existencia con la agonía de la modernidad– una tendencia de corte nihilista que alberga una agobiante razón de homologación. Hace ya medio siglo que el intelectual y poeta italiano Pier Paolo Pasolini daba las primeras señales de alarma, avisando sobre el franco crecimiento de cierta mutación antropológica. “El poder ha decidido que seamos todos iguales. (…) El ansia de consumo es un ansia de obediencia a un orden no mencionado. Cada uno (…) siente el ansia, degradante, de ser igual a los otros en el consumo, en la felicidad, en la libertad: porque esta es la orden que ha recibido inconscientemente, y a la cual ‘debe obedecer, bajo la amenaza de sentirse diferente’. Nunca antes la diversidad producía una culpa tan espantosa como en este período de tolerancia”.

Esa pulsión homologante, que en los últimos años se ha hecho harto evidente, ha motivado contestaciones tanto desde las prácticas políticas –lamentablemente desde posturas reaccionarias antes que alternativas: los llamados nuevos soberanismos– como desde el ámbito teórico, donde el afán homologador se detecta en los nuevos modos de comunicación –cede la conjunción en beneficio de la conexión, según Franco Bifo Berardi– sin dejar de intuir en todos los casos que es el estadio actual del desarrollo capitalista su raíz formateadora.

Desde ese punto de vista, la guerra entre el feminismo y el resto del mundo –si la queremos ver en dimensión bélica– es la confrontación pertinente en el marco de los dictados del residual logocentrismo occidental. El recientemente citado Berardi también se ocupa del tema, repartiendo sus preocupaciones entre el humanismo que ve tornarse evanescente y las mutaciones antropológicas que motivan tal fenómeno: “El centro de mi atención, aquí, es la extinción del hombre o la mujer humanista. Los hombres y las mujeres aún están aquí, viviendo, matando, sufriendo, intercambiado bienes y haciendo el amor como antes de la filosofía poshumanista”.

Allanada a esa configuración ideológica, la crítica antisistema del feminismo enfrenta un contrasentido luctuoso y pretendidamente inadvertido, expresado con agrio humor en alguna red social: El capitalismo hace siempre lo que el pueblo quiere: sacó a las mujeres a las calles, abolió la patria potestad, creó el matrimonio igualitario.

Ahora bien: si la estrategia de consumo desenfrenado que alienta el sistema económico puede ser el motivo de su instalación, la pretensión de ser iguales, es decir, de derogar las diferencias, se compadece más con una razón abismal, que es posible encontrar en el agotamiento de una etapa civilizatoria. Ahí es donde revela su muda y vacía presencia el nihilismo, es decir, alza su imperio el último hombre en un sombrío escenario para la aventura humana, donde los valores, sustento del sentido, ya no rigen, y el ser humano, librado a su vacío existencial, discurre atravesado por una angustia indeseable e indescifrable según lo que conocimos. Para uno de sus estudiosos, Julian Baggini, “esencialmente el transhumanismo tiene que ver con la idea de que los humanos estamos cambiando para transformarnos en otra cosa, básicamente en otra especie. Según esta idea, nos estaríamos convirtiendo en algo que aún no conocemos, en una evolución del Homo sapiens anatómicamente moderno; pero que, además, sería algo que no figura en las categorías biológicas que hoy manejamos”.

Pero existe, decíamos, una segunda forma de arribar al transhumanismo, diferente a la de base híper-tecnológica. Se trata de un transhumanismo “blando” –no necesariamente tecno-dependiente– al que solo le basta impugnar los mandatos de la biología y poner en el deseo –en base a un monumental esfuerzo de la voluntad, enancado generalmente en la autopercepción– el fundamento del mandato moral. Es al que ha adherido el feminismo –una vez más, hablamos de sus tendencias hegemónicas.

Cuando, por ejemplo, desde esta última tesitura se aboga por desbiologizar, bregando por la homologación de sexo en una nueva teoría de género –en curiosa simbiosis con el necesario empoderamiento y emancipación de las mujeres vilipendiadas ancestralmente–, su fundamento se prueba hijo de los estertores de la revolución moderna, o –si se quiere– de la culminación victoriosa de una singular versión del renacentismo antropocéntrico y su última ratio: nada, ni dios, ni la naturaleza, va a decidir por mí. El problema es que el triunfo de la voluntad –en este caso, por sobre los rigores de la biología– fue la viga maestra de cierto idealismo que culminó en la experiencia occidental, necesariamente vecino del nazismo, que a su vez asentó sus propios horrores en una muy particular idea y tratamiento de la biología.

En algún sentido puede pensarse que esta oscura malversación sea una respuesta al horror de lo real, en cuanto éste constituye –con dios muerto– un campo yermo y desolado. Pero puede ser también un artilugio teórico para sentar nuevas bases al desarrollo político de su propuesta, en ambos casos motivadas, o aprovechando, una sobreexcedencia de realidad propia del momento postrero del logos occidental.

Posiblemente esa pulsión por homologar que habíamos señalado encuentre su propia razón en el desigual trato que se brindó a la diversidad, según el lugar que ocupara en el mapa del poder éste o aquel diverso. De allí que la pelea por desarmar el esquema generalidad-excepción estuviera motivada en el inicio por las desventajas que sufría el excepcional, dando lugar al legítimo derecho de rebelión. Pero ese logro en el soliviantar los reclamos del excluido, en vez de discutir las prerrogativas de la generalidad, se decidió a asaltarla, borrando la diferencia. La negativa a aceptar la condición de excepcional derivó en la denegación de la diversidad, bajo el concepto –erróneo pero sugerido por la realidad histórica– de que la excepción es el lugar de los anómalos, los deficientes, los defectuosos, los deformes, que en tanto tal debieran ser segregados y vilipendiados y que, como la normalidad grita su repulsa ante quienes la impugnan, hará de la extirpación de la excepción el mejor camino para su reinado pleno.

Sin embargo, dicha rebelión, habiendo logrado instalarse como legítima, se consuma a sí misma como sedición sin más al no lograr erigirse como una propuesta integradora, negándose a visualizarse como componente del conjunto diverso, y limitándose a su propio espacio en una estrategia solipsista, que no reconoce la diferencia con quien entiende fuera su opresor por una cuestión moral, pretendiendo que la igualdad –aunque se muestre inasequible o impostada– sea la única garantía de tratamiento no segregacionista.

Los mismos derechos con los mismos nombres” era el grito de guerra de quienes presionaban a los diputados y las diputadas para que legislaran sobre el derecho de las y los homosexuales al emparejamiento amparado por una ley. De allí que se rechace una denominación específica para un hecho específico –el matrimonio entre personas del mismo sexo–, forzando a igualar lo que no es igual en aras de una justicia que se entiende negada. El conflicto entre la reivindicación de la propia humanidad y la inevitabilidad de la deconstrucción de una determinada condición humana –hoy asumida por el sentido común– sigue vigente, más allá de los intentos por soterrarlo.

Hablando de los equívocos alrededor de la cuestión generalidadexcepción, el filósofo chino Yuk Hui recuerda la creación de la figura del chivo expiatorio por la filosofía griega: “El chivo expiatorio es un símbolo de la impureza, es alguien que no es puro. Por eso, la condena y la expulsión de la ciudad-Estado. Excluyendo lo que es impuro se mantiene lo que es puro en el interior de una sociedad. El problema no es el chivo expiatorio. Es culpar, generando la división entre un adentro y un afuera, una realidad exterior y una interna”. Pero esa pulsión expulsatoria ejercida por la generalidad encuentra un espejo en la conducta de quien se registra excepcional, y de allí que la intención de culpar para conservar la pureza curiosamente se ha invertido: hoy es el hasta ayer disidente quien se arroga la titularidad de la verdad, y para mantener impoluta la misma deja fuera a quien antes dictaba la norma: quien se asumía como normal. Convendría apuntar que, según nos parece, el error consiste en que, como consecuencia obligada y como el mismo autor lo señala, “el transhumanismo supone que las personas son solo fuentes de error”.

 

Las cuestiones de urgente tratamiento que tienen que ver con el transhumanismo

“Si hubiera que definir un programa transhumanista de máxima, sería la inmortalidad” (Alejandro Galliano).

Dos transhumanismos visualizamos entonces como emergentes de época: el que se funda en el desarrollo técnico, concebido y alimentado por éste; y el que, sin ser dependiente de las tecnociencias, renuncia al biologicismo pretendiendo la creación ex nihilo –en el paroxismo de una profana voluntad culturalista– de un nuevo estatus humano. Un pegajoso e indolente nihilismo se extiende, impávido, por los rincones del último hombre, pero lo llamativo es que nadie repara en su presencia, ocupados como estamos en la búsqueda –o abandono– de la igualdad.

¿Qué podría significar para el feminismo actuar bajo la concepción antropológica del humanismo peronista tradicional? Obtener, para las mujeres y su colectivo aliado, el LGBTQ+, políticas de tratamiento justo y equitativo a todas las personas, por su sola condición humana, reconociendo los lugares de desventaja adonde han sido arrojadas por la historia de sometimiento que han sufrido históricamente. Para ello debe identificar los derechos conculcados y avanzar en políticas reivindicativas, que no debieran confundirse con aquellas que reclama una concepción transhumanista. Ejemplos: no hay, para el peronismo, nada más natural que la realidad que expresa el colectivo LGBTQ+. En todo caso, se trata de armonizar las diferencias, para lo cual es útil el criterio de generalidad-excepción, sin estigmatización ni segregación. Ser diferente en el orden de la sexualidad no quita –para la doctrina del peronismo– dignidad a las personas, pero ésta indica que tal condición obliga a administrar esa singularidad con observancia a la conformación sociocultural de base biológica-natural que informa el núcleo ético-mítico constitutivo de nuestra sociedad.

Resulta útil evidenciar, con un ejemplo, las heridas letales que el transhumanismo causa al humanismo tradicional. El transhumanismo, en su vocación homologante, postra las diferencias, y con ello genera nuevas formas, por ejemplo, de familia, de las cuales la más perturbadora –con ribetes de monstruosidad, al menos para el humanismo vigente– es aquella que registra la desaparición del padre o de la madre. No se trata de una nueva manera de adjudicar roles en la pareja o restaurar la justicia conculcada por un orden social, sino de desconocerla como condición para el desenvolvimiento de la especie: veamos, por ejemplo, como ya, mediante el alquiler de vientre o la compra de semen se puede tener hijos e hijas donde la madre o el padre simplemente no están. No es que hayan muerto o se hayan ido, lo que ocasionalmente ha sucedido desde siempre, sino que directamente no están, ni siquiera han desaparecido, porque nunca han aparecido. Privar a un niño de tener madre era, hasta hace muy poco, un crimen repudiable, una perversión inaceptable. Lo curioso es que se trata de una práctica de procreación que ya va teniendo algún tipo de licencia social. Reparemos, si no, en algunos casos que adquieren visibilidad en el ambiente artístico, o bien porque avanza una libre y llana aceptación, o porque estamos asistiendo a un residual de algún tipo de espiral de silencio. Como relata la empresaria de 43 años Clara Mollo –con la sobria alegría del satisfecho– al diario Clarín los detalles de su transacción con un banco de esperma: “con buena reputación, en Los Ángeles, Estados Unidos. (…) Soy morocha de ojos verdes, 1,70, familia italiana… Así que busqué un donante similar, sin verlo; es anónimo. No lo conozco, pero cuando veo algún aspecto de mi hijo que no es parecido a mi familia pienso que es del donante”.

 

Singularidad y diferencia: justicia para quienes integran la comunidad desde la diferencia

“La sacrosanta vocación deconstructiva que está en el corazón de toda filosofía digna de este nombre debe medirse con la realidad, de otro modo es un juego fútil; y toda deconstrucción sin reconstrucción es irresponsabilidad” (Maurizio Ferrari, Manifiesto del Nuevo Realismo).

El libre diálogo de las subjetividades, reglado de manera tal que una no imponga su propia constitución a las otras, es el eje no solo de una vida democrática, sino de la sociedad que convencionalmente se ha establecido en nuestro último estadio civilizatorio. Pero no cabe desconocer que en la experiencia de la sociedad se registran violaciones de distinta gravedad a estos principios, y de allí que se imponía una revisión de los modos de resolución de conflictos y el establecimiento de un verdadero estado de justicia. Pero enfrentamos un curioso hiato histórico, caracterizado por la necesidad de anular esas diversas singularidades, derogar las diferencias que exhiben entre ellas, y hacerlo en nombre de la igualdad de derechos. ¿Qué ha llevado a que estemos discutiendo sobre los beneficios de sostener la singularidad como columna de la dignidad de las personas, a la vez que intentamos opacarla hasta su anulación?

El avance de un cierto estado de desosiego, que se extrema –entre tantos otros modos posibles– con las dificultades de comunicación, paulatinamente pero de manera incesante nos lleva a imaginar nuevos modos y estilos de convivencia, fundados sin embargo en lo que se asemeja a un radical desconocimiento de los dictados de la experiencia humana. Es posible pensar que las mutaciones antropológicas que hoy ya estamos vivenciando no son producto de la búsqueda de una mayor libertad, sino de una incierta propensión a asomarse al abismo. La deconstrucción se ha erigido como modo de alcanzar situaciones de mayor libertad, derruyendo los límites que sofocan el andar por la historia, pero en su lugar no se instala el anhelo de “la construcción de una casa en la colina”, como aquel afán de prosperidad espiritual que guió a la última modernidad en la conquista de su futuro. En su lugar, se dibuja la desolación como horizonte.

De allí que resulte de suma utilidad volver a pensar los caminos hacia el futuro, en la medida que emergen, en principio, dos posibilidades: la evolución o la disrupción; qué lleva a una u otra a ser la adecuada tiene que ver con el marco general que seamos capaces de establecer, donde seguramente figurarán, inescindibles, la contingencia y el deseo. Cabalgar la evolución, como decía Perón, probablemente sea una propuesta adecuada: ni violentar lo que la realidad y la contingencia imponen, ni sujetarse a ellas. Esa es la mayor ventaja que ofrece esta alternativa, la evolutiva. La disrupción, por el contrario, aparece como la vía válida si lo que está frente a nosotros es un escenario de agotamiento civilizatorio que impone romper la lógica y la dinámica de lo acontecido y enfrentar el abismo. De la lectura que hagamos del actual momento histórico y sus demandas dependerá el curso a elegir. En esa mensura y evaluación, cabe una cierta tarea de imaginero, es decir, de prefigurar, con cordura pero sin certeza, los horizontes de desarrollo que asoman.

En esa senda, entonces, aventuremos algunas profecías: asume el deseo la cualidad de motor de las conductas, pero sin desplazar a la vocación como determinante de la última ratio; se revisa la instalación equívoca del placer en reemplazo del erotismo; se asiste a la generación de nuevos estamentos categoriales que den cuenta de la diferencia irremisible; se hace lugar al establecimiento de nuevas formas de legados, no necesariamente referidos a la sangre; emerge el diseño de nuevas formas de participación en el andamiaje comunitario y, en especial, de nuevos oficiantes para las religiones; se promueve la adecuación de las leyes a nuevas instituciones como el partenariato, formulación de la identidad trans, matrimonio a término, hijas o hijos comunitarios, desarrollo prenatal en las biobag, desafectación de la sacralidad de los restos humanos, hijos remedio, eugenesia insubordinada, asociativismo irregulado, muerte a plazo determinado, edición genética y nuevos perfiles para las violencias simbólicas redefinidas. Todo ello según un todavía inaccesible esquema e institucionalización de la integración social según roles de género.

Cuánto de ello será el resultado de la aplicación de uno u otro paradigma, de una u otra lectura de la historia y el destino elegido, es algo que hoy no podemos saber, aunque sí anhelar. ¿Nuestro futuro estará más cerca del aún no agotado humanismo occidental o del transhumanismo global?

 

Peronismo, cambio y futuro

Quienes abrevan en el pensamiento movimientista saben que en la lógica de opuestos el conflicto disociativo es inevitable, lo cual genera el deterioro permanente del lazo social. Aun cuando se presente como ‘motor de la historia’, la política no tendría ningún sentido si sólo se dedicase a producirlo. La política, más bien, se orienta a procesarlo, y a gobernarlo” (Marcos Domínguez).

Cuando comenzaba la militancia universitaria, en el inicio de los 70, mi entonces jefe Roberto Grabois me formuló una advertencia grave e inspiradora, destinada a acentuar mi compromiso con nuestra opción política: “el peronismo no hace a la naturaleza de las cosas”, y por tanto “puede o no existir: su destino depende de nosotros, los peronistas”. Si eso es así, uno puede, por amor y compasión, pretender que sea eterno, y para ello abundar en sus cuidados. Con un riesgo, el ya sabido “encarnizamiento terapéutico”, cuyo infausto resultado es extender el sufrimiento de la agonía si este es su sino epocal. O puede también, juzgando que ya ha dado lo que tenía que dar, brindarle un velorio amoroso que le rinda justicia, a la vez que permita elaborar el duelo de manera digna y no inmovilizadora.

Pero si se ha de continuar haciendo peronismo, conviene reparar en su naturaleza –perdón por la palabra– y cambiar lo que le permita crecer sin perversión, acomodado a su propia línea evolutiva. Sería triste que el mantenimiento del nombre sea sólo un aprovechamiento de su recuerdo –cada vez más difuso–, un acto de irrespetuosidad y, también, un tratamiento impiedoso que el viejo movimiento, vigente o jubilado, no se merece.

Vamos a decirlo: las concepciones que alientan el feminismo cada vez más instalado en nombre del peronismo no se corresponden con el enfoque de Evita. Pero hay que agregar que tal vez, envueltos en una nostalgia imposible ante el advenimiento de la irrupción, ya no podamos pintar en las paredes Evita vive. Porque ya no pertenecería a la época, con obstinada residencia en nuestro corazón, pero sin capacidad de orientar nuestros pasos. “Confieso que el día que me vi ante la posibilidad del camino ‘feminista’ me dio un poco de miedo. (…) ¿Qué podía hacer yo? (…) ¿Caer en el ridículo? ¿Integrar el núcleo de mujeres resentidas con la mujer y con el hombre, como ha ocurrido con innumerables líderes feministas? (…) Parecían estar dominadas por el despecho de no haber nacido hombres, más que por el orgullo de ser mujeres. (…) Resentidas con las mujeres porque no querían dejar de serlo y resentidas con los hombres porque no las dejaban ser como ellos (…) Sentía que el movimiento femenino en mi país y en todo el mundo tenía que cumplir una función sublime… y todo cuanto yo conocía del feminismo me parecía ridículo. Es que, no conducido por mujeres, sino por ‘eso’ que aspirando a ser hombre dejaba de ser mujer, ¡y no era nada!, el feminismo había dado el paso que va de lo sublime a lo ridículo. ¡Y ese es el paso que trato de no dar jamás!” (Eva Perón).

Como puede apreciarse, la objeción de Evita al feminismo no es una expresión de falsa conciencia, tampoco una visión inicial y primitiva del trance, ni mucho menos de ignorancia sobre lo que el conflicto expresaba. Muy por el contrario, su crítica al feminismo parte de una identificación política, apuntándolo –al existente en su época, germen del actual– como una construcción ideológica y política ajena al núcleo ético mítico del movimiento nacional, y propio de la cultura resultante de una experiencia histórica ligada al liberalismo decimonónico centroeuropeo. En especial, le achaca una debilidad ontológica que lo lleva a discutir las identidades de sexo, antes que el injusto reparto de poder en que ella estaba empeñada, buscando una mayor equidad en el andar social de varones y mujeres. Por eso suponemos que lo que separa al peronismo –en la visión de Evita– del feminismo actual, centrado en el combate al biologicismo y forzando las posibilidades de la creación ex-nihilo de una nueva versión de la persona humana, es sustancial.

Para finalizar: quedaría por avanzar en el desarrollo de una teoría que nos permita acercarnos más a visualizar los posibles cursos del humanismo peronista que, en virtud de los cambios que estimábamos como ineluctables, necesariamente ha de tener un nuevo rostro, tan diferente a lo hasta aquí conocido como respetuoso de su tradición hoy desdibujada.

Estamos en el amanecer de una nueva era. ¿Es esta la que nace estructurada por las tecnociencias que, al proponer un hombre protésico, da por finalizada la era del homo sapiens? Podría ser. Sin embargo, y como ya lo habíamos señalado, desde Latinoamérica emerge, todavía muy tenuemente, una nueva perspectiva, compartida en alguno de sus perfiles o matices por el último pensamiento europeo. El emergente de nuestro núcleo ético-mítico, según como lo entendemos, lo propone la filosofía latinoamericana, adquiere los perfiles de un mundo ubicable en un estadio donde la afirmación contiene su negación, donde la verdad hace un lugar a una otra verdad, donde hay lugar pleno para el tercero excluido. Donde la excitación niega la placidez ahistórica, la tensión ecualiza los juegos de la diferencia, sin recurrir al exterminio de alguno de los o las actuantes. Es decir, una vez más y según el trazo que indique la época, asumen como pilares la comunidad organizada y la tercera posición en lucha frontal con el nihilismo insectificante.

En definitiva, un mundo que busca abandonar la rigidez y la quietud del universo parmenídeo –numen del logos occidental– y contener, en agitado y complaciente juego, las diferencias, sin considerarlas una anomalía a reparar, ni un motivo de reivindicación que la mala conciencia se desvive por aceptar acríticamente.

Así, con esas luces y esas sombras, podemos inmiscuirnos en la construcción de nuestro futuro, aprovechando el estrecho margen que nos dejan un porvenir impredecible y una contingencia que, como tal, siempre guarda un aliento trágico que rezuma el vacío a llenar.

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