Vos que nunca decías nada

Veníamos en el auto. Eran más de las doce y por Varela cruzábamos con la que la corta, cerca del cementerio. Me había separado después de siete años. Tenía un par de compacts, algunos libros, un poco de ropa en una bolsa y alrededor de tres mil dólares que no usamos para comprar la casa donde no vivimos, metidos en el bolsillo. No había ninguna remisería abierta, ni taxis laburando en el barrio. Se había hecho tardísimo, así que te llamé para volver a casa. Estabas por acostarte, rezongaste por la hora, demoraste un rato, pero viniste.

Me preguntaste por qué no me casaba, por qué me separaba, por qué no era feliz de ninguna manera. Ensayé alguna que otra respuesta para salir del paso, entonces, pobrecito, vos que nunca decías nada, se te vino a dar por hablarme de amor. Yo estaba más que convencido de que mi situación era un desastre, de todo lo que había perdido, y de que al fin y al cabo nadie sale ileso de una situación parecida, mientras nos acercábamos por Directorio. Pero el amor, el amor era otra cosa. Yo había leído a Platón y a otros tantos, y sabía que este no se asemejaba para nada a nuestra pálida idea. Nos excedía, nos superaba, nos sobrepasaba.

“Ahora vos me vas a hablar del amor. Por favor, lo único que me falta”.

Era de suponer que un remisero no podía opinar de semejante tema, ni de muchos otros asuntos. Se hizo un silencio. Doblaste las veces que hizo falta para llegar y al poco rato estábamos en Liniers, naciendo como lo habíamos hecho treinta años atrás. Inmediatamente te fuiste a acostar, a la mañana siguiente tenías que trabajar con el coche, como todos los días. Yo escondí esos tres fajitos de dinero que no tardaría en patinarme al poco tiempo mudándome a la otra punta de la ciudad. Seguro, de la bronca, habré dado de puñetazos a la pared de mi antiguo cuarto, hasta casi romperme la mano esa velada fatídica. Y me habré ido a dormir, pensado en cómo continuar con mi vida, cómo reconceptualizar lo que había aprendido que era el amor, si sumarle mi experiencia o solo quedarme con lo que había leído.

Pero lo cierto es que aquella noche, no fue ni mi exnovia, ni Platón, ni los evangelios, quienes me vinieron a buscar al Bajo Flores, mientras acobardado y tembloroso apretaba los tres mil dólares que me hacían heredero de un pasado fracasado.

Fuiste vos, solo vos, quien acudió a mi llamado.

Share this content:

Deja una respuesta