Sofoco

Vomitó una maldición, pasándose la mano por la cara. El calor proveniente de las lozas radiantes de la clínica sumía el ambiente en la pesadez. Estaba aturdido. Su cuerpo bañado por completo en transpiración. El corazón le galopaba a un centímetro de la garganta, agitado todavía por el sobresalto.

Tratar de dormir se había convertido en un trabajo titánico. Si siempre le había costado, ahora debía redoblar el esfuerzo. Nada fácil intentarlo con un compañero de cuarto luchando por conseguir que un mínimo de aire le llegue a los pulmones.

Por debajo de la puerta penetraba un fino hilo de luz. Miró con desprecio el contorno de ese cuerpo yacente a pocos metros. Había logrado desvelarlo otra vez, con lo poco que hacía falta. Se dio vuelta intentando no oírlo, pero era imposible. Inhalación, quejido, exhalación; inhalación, quejido, exhalación; inhalación, quejido, exhalación. ¿Cómo dejar de prestar atención a la frecuencia? Parecía programada. Cada tantos segundos entraba el aire, cada tantos otros el quejido, luego salía, y así sucesivamente. Una máquina en cuanto al tempo, pero con variantes para emitir la aflicción. “¿Cuántos sonidos existirán para manifestar el dolor?”, pensó. “¿Cuántas combinaciones distintas se pueden hacer con las cinco vocales y las veintidós consonantes que usamos en el español?”. Nunca había reparado hasta esa noche que además de los “ay”, los “uy” y las “o” largas hay muchísimos otros que genera el aparato fonador contrayéndose en espasmos, imposibles de volcarlos en palabras concretas. Ni siquiera las onomatopeyas alcanzan. “Sonidos inenarrables provenientes de una lengua ancestral, el lenguaje nos queda corto”, esbozó, reconociendo que el pensamiento además de inútil y pretencioso, lo alejaba de conseguir su objetivo.

Volvió a darse vuelta, fastidioso. Sentía una gran incomodidad en la espalda después de tantas horas acostado, y uno de los brazos tenía el catéter conectado a la manguera del suero. Muchas opciones de movimiento no le quedaban. Resopló. El sonido de su cansancio sumó una nota sibilante al concierto nocturno de la sala hospitalaria.

Como una procesión inesperada, una serie de preguntas comenzaron a caminar en su interior: “¿Por qué será tan difícil morir? ¿Por qué la gente no puede fallecer, sin dilaciones? ¿Qué nos lleva a aferrarnos tanto a la vida? ¿Instinto o temor?”. Los interrogantes no paraban de multiplicarse, distrayéndolo más aún, entorpeciendo la ya infructuosa búsqueda de sueño. Dejó de contar el ritmo de respiración, para pasar a amontonar ideas, sin siquiera darse cuenta. “¿Por qué creemos que la muerte es un evento privado? Siempre hay otro que se muere con la muerte del muriente. Ya lo dijo Epicuro: ‘no hay que tenerle temor a ésta, ya que cuando yo estoy, la muerte no está, y cuando está ella, el que no estoy soy yo’”. Esta última ocurrencia le causó gracia, sobre todo por lo estúpido que le resultaba suponerse inteligente citando frases célebres en medio de una situación semejante. “¡Qué fácil es creerse vivo cuando nadie ve ni escucha!”. Se sintió un completo infeliz.

Un quejido largo lo devolvió a la realidad inmediata. No había manera de evitar escucharlo. Se refregó entre las sábanas intentando secarse el sudor. Todo empapado, la espalda, la ingle, el camisolín, todo. “¿A quién se le habrá ocurrido poner la calefacción a esa temperatura?”, más que preguntar quería maldecir.

Se acomodó una vez más. En la penumbra, volvió a observar su figura. Los brazos a los costados del cuerpo, la sábana cubriéndolo hasta el cuello, la nuca apoyada sobre la almohada, la boca abierta de manera grotesca. Y el ritmo ininterrumpido llenándolo todo: inhalación, quejido, exhalación; inhalación, quejido, exhalación; inhalación, quejido, exhalación, de ese ser en plena batalla. De ese humano semejante al náufrago que intenta sacar la cabeza del agua después de estar sumergido un rato largo.

Como si viviera un trance, se quedó hipnotizado por la extraña canción que prodigaba el momento. Volvió a intentar dormir, arrullado por la nana de la agonía ajena.

¿Minutos? ¿Horas? No pudo calcular cuánto tiempo estuvo así, hasta que de pronto un largo agudo y extenso chillido salió de su boca. Un sonido que no había escuchado antes inundó el recinto por cinco, diez o quince segundos, y luego, el silencio volvió a poblar la noche.

La ausencia de ruidos parecía tranquilizadora, pero tuvo un efecto adverso. Sus ojos se abrieron bien grandes, y se clavaron en el cielorraso apenas iluminado por el hilo de luz que provenía por debajo de la puerta. Un frío súbito recorrió su espalda bañada. Fue por primera vez que desistió de la idea de dormir.

 

Gito Minore nació en abril de 1976 en Buenos Aires. Se graduó en Filosofía (UBA). Publicó varios libros de poesía y narrativa, entre ellos Queriendo ser, Mínimamente, Flores cohibidas, Doble fila y El día que mi padre lloró. Además, colaboró con poemas, artículos y prólogos en diferentes antologías y libros colectivos. Desde hace unos años dirige la editorial Clara Beter y dicta talleres literarios.

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