No está muerto quien pelea

A los que volvieron y a los que no.

Habían pasado las dos de la tarde. El Torta y el Zángano salían de la guardia a esa hora y entraban alborotándolo todo, interrumpiendo su sueño. Arrizabalaga se resistía a despertar. Hacía fiaca, se enrollaba sobre sí mismo unos minutos. Aunque sabía que no tendría mucho tiempo, ese momento fugaz y eterno de transición entre el sueño y la vigilia era lo que más disfrutaba desde que estaban embarcados. Recordaba, fantaseaba, dormitando perdido en su islote de calma interior.

–Despertate morsa, estamos armando un truco –había exclamado el Torta unos minutos antes, sacudiéndolo por los hombros.

–Pará… dejame apoliyar un rato más… ¡no hinches! –protestó entre dormido, aunque sabía que era en vano. Oyó como despejaban la litera de abajo. Con movimientos torpes salió de la bolsa de dormir. El espacio era muy reducido en los sollados, por lo que, para él que estaba en la parte más alta, empilcharse no era asunto sencillo.

–Una partida nomás, eh –concedió, con la decisión de acabar rápido el juego. Se despertó con hambre, y el calor y la humedad ahí abajo no se soportaban. Mientras se vestía repetía en voz baja la letanía de todos los días: Cuarenta y ocho tipos en un cuadrado de seis por seis, ¡qué hijo de puta el que hizo este barco!

–No te quejés… Dale, sos mano –le dijo el Zángano mientras repartía las cartas y se acomodaban los tres alrededor de la mesa improvisada.

–¡Falta envido y truco!sacudió Arrizabalaga como un chicotazo, sin tocar la baraja dispuesta frente a él. Perlas gordas de sudor salpicaban su rostro, aun marcado por las huellas del sueño.

 

No fue por su insistencia en arruinar el juego que el Nutria sería recordado en Lo del Ñato tiempo después del incidente del puerto. Sino por el olor nauseabundo, los cuentos de la guerra y el poroteo. Todos acordarían en eso. El origen del sobrenombre y la veracidad de sus relatos, en cambio, serían materia de debate. Los más jóvenes, todavía lampiños, dirán que el mote le venía de la fragancia que se sentía nomás verlo entrar, que era de mugriento, de abandonado. Los más audaces arriesgarán que era por la melena parda, matizada por el gris plateado de las canas, que lo hacía muy parecido al roedor. Los viejos, por el contrario, afirmarán que le provenía del antiguo oficio de nutriero, que en malos tiempos cuereaba el hombre alguna que otra pieza para vender y con eso tiraba durante los largos meses de invierno. Y, por supuesto, el recuerdo de su talante de croto irrecuperable empañaría con un manto de duda la autenticidad de sus historias. Las tertulias entre generaciones, acompañadas de unos buenos tragos, se volverían interminables. Hasta que el dueño del bar, haciéndose el desinteresado, se acercara zigzagueando, como quien no quiere la cosa, repasando las mesas, en una mano un trapo húmedo, en la otra un pulverizador, en la cara todas las arrugas del mundo.

 

–Dejate de joder. Cortás el juego así… siempre es lo mismo con vos, hermano –se quejó el Torta exasperado.

–¡Falta envido y truco, dije, che!

–A ver, jugá, mostrá… –lo increpó el Zángano.

–Pero… ¿querés o no querés? –replicó sin darle tiempo de terminar la oración. –Para que todo quede claro. No sea que después andés macaneando.

 

Cuando el Ñato opine, sin que nadie se lo pida, dará por cerrado el asunto. ¿Quién se iba a atrever a discutirle? Era el más añejo en Quequén, propietario del único bar en la zona portuaria, conocedor de toda la fauna local. Con aires de suficiencia resolverá salomónicamente la discordia, afirmando que las diferentes versiones sobre el origen del apodo eran ciertas al mismo tiempo. Los parroquianos lo mirarán incrédulos, entre el sopor del alcohol y el enojo por aguarles el regodeo de discutir sin sentido. Arrizabalaga, dirá el Ñato, había sido nutriero cuando llegó del interior de la provincia, quién sabe de dónde. Por entonces el ruido en las tripas lo obligó a cazar esos ratones grandes. Por pura necesidad se llegó a morfar algún bicho también. Tantas horas metido en el agua podrida le impregnó el tufo y no se lo sacó más.

Después, con el achaque de los años, le vio la veta al poroteo, seguirá el Ñato elucubrando ante un auditorio que lo oteará impávido. Al principio, solo en el verano. Cuando la cosecha empezaba pampa adentro, el Nutria desempolvaba una reposera destartalada, buscaba una bolsa de arpillera por ahí, y se sentaba a un costado de la entrada del puerto con su radio portátil, sintonizando alguna carrera o pelea. Filas interminables de camiones pasaban frente a sus ojos. En el vaivén que les producía el empedrado caían por las hendijas unos pocos granos. El hombre pacientemente recogía los porotos perdidos entre los adoquines. Más tarde, empezó a haber movimiento en el puerto también en invierno, y ya no se fue más. Se hizo costumbre verlo, era parte del paisaje. Que empezó a estar todo el año ahí, fue hace unos… quince… no… veinte años, afirmaría el Ñato, entrecerrando los ojos. Para esa altura los feligreses habrán perdido completamente el interés en el relato. Lo escucharán distraídos, aceptarían a regañadientes lo que el Ñato decía, solo para que se vaya rápido, y poder seguir riñendo interminablemente, a sabiendas que la polémica se reiniciará noche tras noche.

 

Quiero y quiero –respondió el Zángano, que no era de amedrentarse fácil.

–¿Y vos? –preguntó, mirando hacia el otro lado de la lona curtida que servía de tapete.

–¡Quiero! No me mas a correr a mí –respondió el Torta, resignado, cediendo al abrupto fin de la partida.

Satisfecho, habiendo logrado lo que quería, Arrizabalaga levantó las cartas. No pudo evitar una sonrisa burlona. Dio un vistazo alrededor, acomodó los naipes en la mano con ridículo esmero, saboreó el momento, lo hizo durar disfrutando la tensión en el aire.

Ahora estás vueltero. Vamos, jugá –lo apuró el Torta, impaciente, haciendo sonar con su cuerpo enorme la estructura de los camastros.

–¡Treinta y tres de mano! –dijo, masticando el número, apreciando el peso de esas palabras en el rostro de sus compañeros de instrucción. –Y no pueden decir que hice trampa, eh.

–¡Mirá vos! ¡Si serás suertudo! –se lamentó el Torta.

–Hace tiempo no salía la mano brava –afirmó el Zángano, haciendo una mueca de sorpresa.

–Tal vez hoy es mi día de suerte, muchachos –sentenció Arrizabalaga mientras se alejaba.

 

El Nutria siempre juega truco gallo en Lo del Ñato. Invariablemente los mismos tres e invariablemente solo. La pila ridícula de naipes manoseados, estriados, sobre el mantel. El foco que cuelga del techo grasiento apenas alumbra esa esquina olvidada del bar en que el Nutria abandona su cuerpo. Satisfecho, habiendo logrado lo que quería, sonríe. Mientras juega no siente la soledad. Lo abriga el recuerdo de las miradas expectantes atisbando algún signo, alguna marca que lo delate. Esa tensión en el aire es la que todavía disfruta. Se manda de un trago el fondo del vaso, da un vistazo alrededor, acomoda las cartas con ridículo esmero y se levanta de la mesa en procura de más bebida.

Camina hacia la cantina donde el Ñato refriega unos vasos curtidos. Despacioso, pasa frente a la entrada del reservado. No puede evitar detenerse, estirar el cuello para tratar de espiar dentro de ese sucucho penumbroso que exhala vapor de transpiración y el tufillo agridulce del sexo. Sin dinero, tiene la entrada prohibida. Aunque igualmente se cachondea al oír el franeleo, el jadeo excitante de las negras atendiendo a los filipinos. Pero su cálido extravío es interrumpido de repente. Un ruido portentoso y una corriente de frío glacial que recorre las mesas anuncian que se abrieron abruptamente las puertas del bar. El Nutria se da vuelta y ve entrar, con ademán de pitucos, a los tres del servicio de practicaje que hacen la guardia nocturna. Espontáneamente deja la lentitud atrás y se arrima a la seguridad que le da acodarse en la barra cerca del Ñato.

Los prácticos se dirigen hacia la mejor mesa, la única bien iluminada, reservada para ellos. El Nutria detesta a estos tipos. Y no es el único. Unos “don nadie”, como cualquiera de ellos, que se volvieron la crema del lugar. Nuevos ricos, cobran fuerte por maniobrar los buques internacionales en la dársena. Pero no largan un peso. Se la morfan toda. Nadie sabe dónde meten la guita. Pescadores y estibadores, milicos y camioneros, las putas y el Nutria, todos los aborrecen. Incluso el Ñato, aunque que les pone buena cara por monetarias razones. Solo los filipinos parecen escapar a ese odio visceral. Comenzaron a llegar en manada desde que el puerto se vendió a los gringos y empezaron a entrar los Panamax. Buenos marineros y baratos. Pagan sin chistar y no buscan camorra. Con su perfil bajo y sin hablar español pasan casi desapercibidos por el bar. Van directo al reservado. Ahí, con sus dólares, son reyes y señores para envidia de la runfla criolla de Lo del Ñato.

Viejo, traenos lo de siempre –ordena el capitán de Prácticos, a viva voz, para que el resto del bar los escuche.

–Marche una ronda del mejor whisky entonces –responde solícito el dueño del bar.

Arriazabalaga, acodado en la cantina, al oír el encargo, sabe que deberá esperar que los atiendan primero a ellos. Se pone a ojear la Palermo Rosa, sin interés en los burros, solo por hacer algo mientras el Ñato atiende a los malparidos. Tranquilo, el hombre aguarda. Está acostumbrado. En sus años de nutriero olvidó lo que es el apuro. El agua estancada es lo que les da el aroma repugnante a esos bichos, piensa. No tienen mal olor, es mala fama nomás. La podredumbre les da ese hedor vomitivo. Rememora el frío, estar mojado hasta el culo, esperando toda la noche. Las trampas, firmes. La espera a ver si alguna caía. La quietud. Todo era cuestión de esperar. La radio bien despacito. Hay que saber esperar. Como ellos. Treinta horas nos esperaron. Nos tenían en la mira, pero nos esperaron. Treinta horas en la mira. Cuatrocientas millas nos siguieron de cerca. Y yo como un boludo, esa noche, en la guardia. ¿Quién pudiera haberlos visto? Nos estaban midiendo a la distancia. Éramos una nutria cayendo en su trampa. Y se cuerearon a trescientos tipos que se quedaron allá abajo. Cuatro kilómetros bajo ese mar helado. Es mucho. Es lo que hacía en bicicleta de pibe para ir al pueblo. ¿Cómo será tener toda esa agua encima? Qué frío de cagarse debe hacer ahí, muchachos. Y yo lloriqueando por mi culo mojado. Y pensar que nos quejábamos del calor de los sollados. La tumba de guerra más austral del mundo. Colimba clase 62, qué yeta la nuestra, ¡la que lo parió!

El fluir de sus pensamientos es interrumpido por una palaba que oye accidentalmente, que lo arranca de la modorra de las cuatro de la mañana en esta oscura noche de mayo.

–Solo una copa, muchachos, y nada de putas, que hay que entrar al Conqueror en dos horas –dice el jefe de los prácticos. –El viento está duro, y va a ser pleamar, hay que andar con cuidado. Los quiero bien afilados.

El Nutria siente que desfallece. Le flaquean las piernas. ¿Conqueror? ¿El Conqueror? En un segundo le vienen a la cabeza imágenes, sonidos, olores… el calor del fuego y el contraste del aire… el dolor en los huesos… se le congela la sangre… Afirmado en la barra, se esfuerza en seguir escuchando sin llamar la atención. Vuelve sobre las páginas gastadas, simula interés en los números, realiza cuentas con los dedos, calculando apuestas y guarismos imposibles. Pero hace un esfuerzo sobrehumano por no perderse nada.

–Capitán, con todo respeto, lo del chupi se entiende, pero las chicas… ¿por qué no? Un rato nomás. No vamos a andar errados por un pete –suplica uno de los dos jóvenes.

–No, no –el capitán, tranquilo pero con firmeza, responde. –Es un buque grande, importante. Los quiero acá conmigo hasta esa hora. Quiero ver que estén frescos. Los gringos están interesados en mostrar que todo funciona bárbaro. Es un barco británico, parece que están abriendo una ruta para allá. Después termina la guardia y hacen lo que quieran –les dice con un guiño de complicidad.

El Nutria se pone blanco, languidece. ¿Británico? ¿Conqueror? Pero… ¿cómo es posible? Pasó una eternidad, pero en su cabeza, en su cuerpo, en su interior, ese tiempo es nada. Se aleja apurado, respondiendo con evasivas al Ñato que mira extrañado la palidez de su rostro.

El azote de una ráfaga helada le sacude la cara al salir del bar. Recoge un pasto largo, lo mastica. Abstraído, observa el cielo estrellado. Igual al de la última noche, la noche antes de aquella partida de truco y su sentencia final. De guardia en la puerta del Puesto de Comando aprovecha a mirar por una escotilla hacia afuera. No eran muchas las oportunidades de estar un poco tranquilo, en silencio. Afuera no se ve nada, solo el mar y la oscuridad profunda. Mira los cañones grises de los Bofors que se recortan sobre el abismo de fondo. Qué lindos fierros, eh, otra que la carabina del abuelo… recuerda las pruebas de artillería de los últimos días frente a la Isla de los Estados. De repente, a lo lejos, ve acercarse a toda velocidad unos aviones de combate. ¡Ataque aéreo, los ingleses, los ingleses! Grita desesperado, abre la escotilla, sale a la intemperie, sube a la garita de las baterías antiaéreas, apunta a uno de los cazas y… pa-pa-papa-pa-pap-apar-aprap-ppaa… pujjjj… ¡uno menos, carajo! El ruido ensordecedor de los disparos a repetición lo aturde, lo marea, debe seguir… pa-pa-papa-pa-pap-apap-papap… pujjjjj… ¡voltié otro! ¡iuuujuuuu! Sonríe triunfal, infantil, mirando alrededor en busca de aprobación, gritos de festejo… pero lo rodea la noche negra. Súbitamente, siente el aire helado en los pulmones, un temblor le recorre la espalda. Este barco no fue hecho para estos fríos. Sin darse cuenta, se está frotando con fuerza las manos entre las piernas. Quién habrá usado ese cañón en la segunda guerra… No hay forma de entrar en calor en cubierta. Andá a saber si derribaron algún kamikaze con ese coso… En la instrucción le dijeron que el crucero había peleado en el Pacífico, que había sobrevivido al ataque a Pearl Harbor, no sabía muy bien dónde quedaban esos lugares, pero no podían ser tan fríos como este. Se mete para adentro, busca una posición en que el viento castigue menos. Qué locura esos ponjas, tirarse así de trompa… Se mete las manos bajo los sobacos, mueve las piernas y los hombros, tratando de calentarse. Bah, qué sé yo, tampoco es tan distinto a esto, somos medio suicidas. Se encoge, el frío, la soledad, la negrura. Tengo que pensar en cosas lindas, cosas lindas, lindas… Repite, trata de convencerse recordando a su mamá, que cuando no podía dormir le decía que pensara en lo que le gustara mucho, lo que le hacía bien. A ver, a ver… me gusta ir a la pileta… el verano, las minas al sol, el picado a la tarde… Pero el desaliento a esas horas puede más, se le mete en los huesos, siente helados los dedos de los pies, astillados, los mueve dentro de los borcegos. Número alto, qué yeta la mía, la que lo parió… La voz de mando del suboficial que lo hizo volver en sí. ¡Qué bueno! Es la hora del relevo, voy a dormir un rato.

 

En sus devaneos, el Nutria continúa caminando a campo traviesa, alejándose del bar, adentrándose en sus penas. Siente que el Torta y el Zángano lo siguen. Ensimismado, masca palabras hacia adentro. Entre dientes se escapa algún sonido, pero ninguno dice nada. Los médanos apenas salpicados por la iluminación de algún que otro rancho. Desde el punto más alto, el destello del faro gira barriendo la noche oscura con su haz refulgente. De repente, a mitad de camino, se detiene en seco. Paralizado. Quizá fuera porque el relampagueo intermitente de la luz le da un aire surreal a su rostro, pero su expresión cambió completamente. Parece otro hombre, más joven, más vivo.

Como que soy el Nutria A-rri-za-ba-la-ga que ese barco de mierda, acá, en un puerto argentino, no va a amarrar. Algo hay que hacer –sacude con absoluta decisión, enfatizando cada sílaba, cada palabra.

El resplandor que lo ilumina cada quince segundos le da un aura mesiánica. Sigue siendo el andrajoso, sucio, maloliente de siempre, pero ahora fulgura. Parece un profeta en la noche de Quequén. El Torta y el Zángano no entienden qué pasa. Intuyen algo importante, acaso milagroso. En busca de certezas, se arriman.

–Vamos, Nutria, que nos cagamos de frío –dice el Torta frotándose las manos anchas. –En el camino nos contás qué es lo que te tiene revuelto.

–Un buque británico va a entrar esta noche al puerto… ¡Es una provocación! –exclama el Nutria con la mirada extraviada.

Se produce un silencio tenso en el aire, a la espera de algún acontecimiento que estaba destinado a ocurrir. Saben que esa palabra tiene resonancias poderosas en el Nutria. Lo escucharon mil veces en mil noches en Lo del Ñato. La colimba, la armada, la guerra, el crucero, la última noche, la guardia nocturna, el relevo cuando el sol apenas despunta en el horizonte, la alegría de poder irse a dormir, pasar por el comedor ya con bastante movimiento a esa hora, tomar algo para calentarse las tripas, ahí mismo, donde horas después conocería el infierno, descender a los sollados, saludar a los compañeros de la imaginaria, la felicidad de meterse en la bolsa y dormitar un rato a pesar de lo incómodo de las literas, entrar al tremendo calor y la humedad de los dormitorios, la letanía repetida, cuarenta y ocho tipos en seis por seis metros, qué hijo de puta el que lo pensó, no duerme acá seguro, los ruidos por acá y por allá, despertándose algunos, acostándose otros, las cargadas, las risas, los olores, pero el Nutria no los escucha: solo dormir, dormir y volver por un rato a casa.

–¡Qué mierda estos gringos! Deben estar haciendo alguna transa con los ingleses –tira el Zángano por mayor reflexión, pasándose la mano por el bigote impecable.

–No me importa. Ese barco no va a amarrar en un puerto argentino –afirma el Nutria inconmovible.

–Che, ¿y por qué tanta saña? –pregunta el Torta, más interesado en apurar el trámite que en otra cosa.

–¿No entendés? –pregunta el Nutria, apesadumbrado. –Se llama Conqueror, como el submarino que nos hizo pelota.

El aire se espesa lo necesario para que el Zángano y el Torta caigan en la cuenta de lo que están oyendo. La iluminación del faro entrecorta el perfil duro, decidido, del Nutria, que por un segundo se transporta al destructor Bouchard. Dos días habían pasado desde el desastre. Observa desde cubierta otra vez la Isla de los Estados, a lo lejos el Faro de San Juan de Salvamento. Dos días atrás estaba en el enorme comedor. Dos ambientes grandes, el bullicio de cientos de soldados comiendo y charlando. La marinería de un lado, los suboficiales del otro. De improviso, el principio de su flagelo. Un fogonazo lo arrancó del asiento y lo estroló contra la pared. Tardó unos instantes en recuperarse, no entendía nada. Estaba mareado por el golpe y la explosión. Se levantó del suelo y quedó paralizado frente a lo que observaba. El infierno existe y se mostró ese día, pensará cada vez que le vuelva a la retina esa imagen. Un agujero en la cubierta inferior exhalaba voraces lenguas de fuego, chorros de agua, vapor a presión y humo espeso. Cuerpos desmembrados, chamuscados, gritos de desesperación. La sensación de impotencia. No estaba del todo despabilado, pero se dio cuenta de que el buque se detuvo en seco. La sala de máquinas, pensó, explotaron las calderas, las turbinas, pensó. Comenzó a toser con fuerza, le ardían los ojos, se sentía ahogado. Instintivamente se puso en cuatro patas buscando aire fresco. Un olor acre lo inundaba todo. Luego sabría que era de los explosivos del torpedo. Fue muy rápido, repetirá con los años a quien quiera oírlo, o aun sin que nadie lo escuche. Atontado como estaba, no pensaba, actuaba. Maquinalmente buscó la salida. Tengo que llegar a cubierta, se decía a sí mismo. Necesitaba respirar. Estaba sofocado, aturdido. Avanzó hacia el pasillo. Se levantó. Había una oscuridad total a medida que se alejaba de las llamas. Se encontró con otros igual de agobiados, de apabullados. Adelantaban palpando a ciegas las tuberías. Conocía el camino, aunque en la negrura, con la humareda densa, en el quilombo que era eso, se hacía difícil. Sentía que el barco se escoraba velozmente. El agua le subía hasta los tobillos. Las bombas de achique no están funcionando, pensó. Esto está mal, muy mal, pensó. Trató de recordar el zafarrancho de siniestro, la salida del barco en emergencia. Llegó a las escaleras y en eso sintió un nuevo sacudón que lo hizo trastabillar. Luego sabría que fue el segundo torpedo golpeando en proa, a más de cien metros de distancia de donde se encontraba. Fue todo muy rápido, repetirá con los años. Se levantó a tientas, como pudo. En eso abrieron las puertas estancas desde la cubierta superior. Sintió que el aire y su esperanza se renovaban. Ascendió como pudo, buscando la luz. Una vez fuera, pobremente abrigado como estaba, sintió el frío helado en el cuerpo que lo ayudó a volver sobre sí mismo. Respiró profundamente. Inhalaba y exhalaba, mirando atónito el caos a su alrededor, las correrías, las torres de humo, la inclinación del barco, los de Control de Averías que descendían bajo cubierta con los trajes de incendio y esas horribles máscaras para gases. Un oficial comenzó a gritar cerca suyo, sacándolo del espasmo. El comandante ordenó la evacuación inmediata. Al oírlo, dio un vistazo a la masa de agua a su alrededor, las grandes olas grises, y el pánico le invadió el cuerpo. No me quiero morir, pensó. Ofuscado, alucinado, se dirigió a la estación de abandono. En un solo movimiento se calzó el chaleco salvavidas que le alcanzaron y saltó sobre la balsa. Se metió en un hueco entre unos soldados acuclillados sobre un costado, igual de aterrorizados que él. Le extendieron una manta para protegerse del frío. Respiraba agitado. Preguntó qué pasó. Un submarino, le dijo uno. Dos torpedos, le dijo otro. La balsa se llenó precipitadamente, a los tumbos. Dos marinos cortaron los cabos con rabia y la balsa comenzó a derivar sobre el océano infinito. Estaba pasmado, detenido en el tiempo, congelado. Los gritos lo sacaron de su ensimismamiento. Levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo el crucero era devorado por el mar. Un mastodonte de 180 metros y diez mil toneladas engullido en minutos. Todo fue muy rápido, repetirá con los años.

–Uhhh… qué hijos de re mil putas que son, eh –afirma el Torta exasperado.

–Sí, es una cagada. Pero qué vamos a hacer, si somos unos muertos de hambre –dice el Zángano, más perplejo que acobardado.

–Mirá, si vos no te querés sumar, no vengas. Con el gordo nos arreglamos. Ya se nos va a ocurrir algo –señala el Nutria, con la aquiescencia del Torta, que más que obeso era macizo. –Volvamos para lo del Ñato y en el camino pensamos.

–Pará, Nutria, no te calentés. A esta no me la pierdo ni en pedo –afirma el Zángano con apuro, por no quedar atrás.

El Nutria da media vuelta y retorna, caminando absorto, dando zancadas mientras masca el pasto largo con fruición. Marcha rumiando recuerdos y dolores. Lo peor no fue la pavura de estar flotando en una cáscara de nuez en medio del océano infinito, la posibilidad de la muerte blanca o perder a los compañeros de instrucción, ya amigos luego de más de un año juntos. Lo jodido en serio es no haber podido nunca seguir adelante. Volver sin volver. No fue un antes y un después. No hubo después. Fue un antes y un durante. Al retornar instintivamente buscó el mar y la soledad, entre la porfía de seguir respirando y la culpa por estar vivo, que, como una culebra, lo enroscó todos estos años. Se quedó allá, en la balsa salvavidas, flotando, esperando, llorando, mirando la vida pasar. Se alejó de quienes lo querían. Solo una idea lo mantuvo en pie durante cuatro décadas, la misma idea que lo sacó vivo del Belgrano: no me quiero morir. Y con la misma fuerza, un sentimiento oscuro, retorcido. El pecado de estar vivo. La porfía de seguir respirando y la culpa por sobrevivir fueron desde entonces las coordenadas que lo atormentaron.

 

El Ñato observa entrar al Nutria, que se dirige a su rincón acostumbrado. Con curiosidad, aunque sin asombro, lo mira. Está acostumbrado a ver los comportamientos más extraños a esas horas de la madrugada.

–Fue entrar nomás que me di cuenta lo que había que hacer, pero necesitaba ordenar un poco el marote –rompe el silencio el Nutria, luego de un rato meditando.

–Menos mal, se me cerraban los ojos –dice el Zángano, perdiendo la esperanza de que esto no pase a mayores.

–Bueno, dale, desembuchá –agrega el Torta, bostezando.

–Ya van a ver. Vos andá a buscar a la Mulatona –dice, mirando fijamente al Zángano, con una firmeza tal que éste no atinó a poner en duda las órdenes. –Decile que me vea afuera. Si no quiere venir, chamuyale que tengo para pagarle –lo mira ahora al Torta. –Y vos andá al depósito naviero, buscá una soga y un trapo, y esperame.

El Nutria observa a sus amigos alejarse. Cuando comenzó a vivir solo del poroteo y a deambular todo el día por el puerto se fue volviendo menos chúcaro. Y una noche se encontró sin saber cómo quemándose la garganta en Lo del Ñato. Fue entonces que comenzó a hablar con ellos de nuevo. El Torta era de Mar del Plata. Desde pibe se la pasó arriba de una embarcación pesquera, de esas naranjas, de postal, con su abuelo y su papá. De ellos heredó un amor ciego a Perón. Le fascinaba saber que el Belgrano se llamó antes 17 de octubre. El barco familiar, que compraron durante el primer gobierno del General, se llamaba Domingo desde que el Torta tenía recuerdo. Pero la tradición paterna contaba con orgullo que originalmente tenía un Juan por delante que cubrieron con pintura cuando vino la Fusiladora. El Zángano, en cambio, era como él, de pampa adentro, del interior de la provincia. Y no era tanto que no le gustaba laburar, como que odiaba cumplir horario, el que fuera. Era medio anarquista. Lo que le generó más de un castigo en la colimba. Mirando la costa desde la Base Naval, le gustaba decir que algún día recorrería las playas con un detector de metales buscando entre la arena joyas para revender. Sin pretensiones, sin reglas que cumplir, así le gustaría vivir.

Oye, chico, así que anda con dinero –dice la Mulatona, mientras se acerca al Nutria, poniéndose un abrigo sobre los hombros. Lo fresco de la noche se siente fuerte en la intemperie. –Desabróchate los pantalones, a ver qué podemos hacer con este frío.

–No, pará. Te llamé por otra cosa. Escuchá que es importante –habla apurado el Nutria, antes que la Mulatona dé media vuelta y se vaya. El contraste entre la sensualidad de la negra y el cariño que le producía ese sobrenombre que le recordaba su infancia siempre lo habían intimidado frente a ella. Pero esta vez era distinto, estaba poseído por una causa superior. La agarra de un brazo y empuja hacia un costado del bar. –Vos sabés inglés, ¿no? En tu país, ¿no hablan inglés?

–No seas bruto. En Dominicana usamos el español como aquí. Pero sí, hablo inglés. Puta de puerto que no sabe inglés se muere de hambre –afirma ella, experimentada, mientras empieza a ser ganada por la curiosidad.

–¡Bien! Entonces escuchame. Necesito tu ayuda. Puede sonar una locura y algo peligroso –dice tajante el Nutria.

–Espera, espera, estoy un poco agüeva’a. No tengo nada contra ti, me das cariño incluso, siempre en tu rinconcito. Pero, ¿por qué voy a ayudarte? –la Mulatona no sabe si tomarlo en serio o en joda.

–Te escuché decir muchas veces que atendés a cualquiera, menos a los gringos, a los yanquis, que los detestás… –el Nutria da en la tecla. Ahora tiene toda la atención de la prostituta.

–¡Los odio! ¡Cabrones concha’esumadre! Todavía me despierto viéndolos caer en los paracaídas sobre mi país, ¡hijueputas! –la mirada, dura, se le humedece.

–¿Te gustaría joder bien jodidos a los gringos del puerto? –la pregunta del Nutria no necesita respuesta. Ya cuenta con la Mulatona para lo que sea. –Escuchame y hacé lo que te digo. Ponete tu mejor pilcha, sacate esa ropa, el maquillaje, todo. Ponete lo más prolijo que tengas. Si no tenés, pedile a las otras chicas que te presten, no sé, inventá cualquier excusa, atate el pelo. Tenés que parecer una mina seria. Y andá a la escollera norte en quince minutos.

El sonido de una bocina de buque a la distancia, acercándose lentamente al puerto, hace levantarse de un salto a los prácticos que seguían pasando la guardia en Lo del Ñato. Cada uno sabe a la perfección lo que tiene que hacer. El capitán se acerca a la barra y paga la cuenta, mientras los muchachos se calzan sus abrigos y destinan una última mirada al reservado, ya sin expectativas de putañear esta noche. Fuera del bar, y luego del tramo inicial en que caminan juntos, los prácticos se dividen. Uno de los jóvenes va hacia la Prefectura Naval, a entregar los papeles y notificarse de los detalles del clima y el estado del mar. El otro se dirige hacia la dársena de maniobras para dar aviso de la operación de amarre. El capitán va hacia la lancha de practicaje a poner en marcha los motores y hacer la puesta a punto. En media hora deben encontrarse los tres a bordo para dirigirse al buque que se está acercando. A fuerza de repetición, todo funciona de modo cronometrado. Y previsible.

–El capitán va a pasar solo por acá. Lo vi un millón de veces desde mi reposera. A estas horas no anda nadie, así que tranquilo. No va a ser difícil –tranquiliza el Nutria al Zángano, que lo mira entre incrédulo y preocupado. –Recordá lo que te dije: frenalo, pedile fuego, que yo lo enlazo desde atrás, y lo empujo hasta el depósito. Son unos metros nomás. Y vos, Torta, acordate de taparle la boca para que no grite. Ponete eso en la mano, no sea que te muerda –le dice, mientras señala un trapo entre las cosas que el Torta había robado. –Ahí viene. Dale, andá, Zángano, no seas cagón.

Fue un instante y salió según lo planeado. El Nutria sabe usar con destreza una soga. A su instrucción como marino se suman sus años de pibe laburando en el campo. Si había pialado terneros y potrillos, ¿qué problemas podía tener con un hombre tomado desprevenido? El capitán forcejea en vano. El Nutria le da una vuelta rápida en pies y manos con la cuerda y lo arrastra hacia la oscuridad del depósito. La operación más difícil vino después. Sacarle el saco y el pantalón, de a una pieza por vez, para que no se libere, sin que haga ruido, y hacerlo muy rápido. Entretanto, le repite al capitán que la cosa no es con él, que no se resista al pedo, que le va a tener que dar un coscorrón, que bien se lo merece por nariz parada y presumido, que no joda que la está sacando barata.

Al decirlo escuchó a su papá. Siempre usaba esa frase de mierda. ¿Por qué será que esas palabras retornan ahora? ¿Por qué la memoria se obstina en no dejar pasar el tiempo? Las tardes que más disfrutaba el camino a la pileta municipal son las que se inundaban de chillidos. La potencia de las chicharras cubría el desagradable ulular de las palomas. Ese sonido horrible le traía reminiscencias de amenazas paternas, que el pombero, que el hombre de la bolsa, que si le interrumpía la siesta no la iba a sacar barata. Cosas de chicos, piensa otra vez, recayendo en su forma de hablar, mientras se desviste. Pero igual le quedó la desconfianza a ese silbido gutural, indescriptible y perturbador. En el cuartel se oía siempre. Por supuesto, con sus dieciocho años no podía confesar en voz alta el escozor infantil que le producía ese ruido. Había pasado sin problemas la revisación de aptitud física y mental. Orgulloso se había dicho para adentro que era obvio, que era un tipo duro, que estaba forjado por el trabajo en la chacra. Sabía capar un ternero, carnear una chancha o domar un potrillo. No como esos nenes bien de la ciudad que no saben diferenciar un tobiano de un tordillo. El padre, que había hecho la instrucción en el Ejército, le dio las sugerencias básicas. En verdad, eran las únicas palabras que le diría. Al principio es lo más difícil, serás un bípedo o un tagarna. Un novato. Hacé lo que te digan, no te hagás el cocorito y las vas a sacar barata. Sabía que su padre estaba orgulloso de él, aunque ni esas palabras ni cualquier otra de cariño fuesen a salir nunca de su boca. Igual, no le hacían falta, lo veía en sus ojos.

El Nutria, ya sin ropas, comienza vestirse con el traje de capitán. ¿Los diálogos interrumpidos se reanudan algún día? ¿Las palabras no dichas? ¿La saqué barata, viejo? Solo respondías lo que te daba la gana. Casi ni hablabas. Para eso estaba mamá. ¡Qué cara de funeral puso cuando se enteró que no había zafado! Era octubre, estaba en la escuela. Detuvieron las actividades en el quinto año para escuchar los resultados de la Matutina Nacional. La ansiedad inundaba el aula. A medida que pasaba el sorteo, se escuchaban gritos de festejo o silencios y consuelos a media voz. Tocaba mi número. Era un hervidero por dentro. Salió número alto, muy alto. La marina, clavado, me dijo el profesor con cara de circunstancia, año y medio de mínima, capaz dos. Me miraron acongojados. Sonreí. No pasa nada, voy a conocer el mar, dije. Vuelta a casa me convencí de que no era una gallina como esos que tiraban papelitos por haberse salvado. ¡Unos flojos! Persuadido, hasta contento, con un cierto sentido de patriotismo, entré en casa y encontré a mamá con esa cara. Lloraba sentada a la mesa. Me abrazó y me dijo que compraría el diario al día siguiente para confirmarlo. Entre sollozos, quería convencerse de que tal vez fue un error. Verla así a la vieja me hizo dudar, pero no dije nada. Papá llegó para el almuerzo. Regañó a mamá, que no moquee así delante de mí. Me miró. Cosas de mujeres, m’hijo. Mamá lo interrumpió, que ella es la que sabe, que cuando iba a hacer las compras al pueblo se escuchaban rumores horribles, que los militares, que las torturas, que chicos que desaparecen. Papá desestimaba todo. Cosas de mujeres, repitió, buscando mi connivencia, la vas a sacar barata, vas a ver. Quedé confundido, pero no dije nada. Asentí. Con los meses me convencí de que no era para tanto. Me imaginé como en las películas, en un velero, dándole vueltas al mundo. O esos barcos enormes en los puertos, alejándose, y unas minas hermosas despidiéndose con pañuelos. Dos años no es tanto, tampoco. Si no me mando ninguna cagada, puede ser menos. Ya me imaginaba el próximo verano, con la pilcha de marino, de punta en blanco, llegando a la pileta, las chicas atónitas, mirándome.

Unos minutos más tarde, el Nutria, ya convertido en flamante capitán de Prácticos, sale del galpón en dirección hacia el muelle donde está asegurada la lancha. Desde atrás lo siguen el Zángano y el Torta, no creyendo en lo que sus ojos ven, ni en el derrotero que los sucesos van tomando. Hipnotizados, lo siguen a paso ligero.

–Torta, subí y encendé la lancha que yo la suelto. Vos manejás –el Nutria le señala un punto por donde ascender, y se pone a desamarrar la embarcación ayudado por el Zángano. Antes de terminar advierte satisfecho que la Mulatona se acerca hecha una pinturita. Riendo le dice: –¿Va a embarcar, señora?

–Señorita querrá decir, capitán –le sigue el juego la prostituta, irreconocible en su nuevo atuendo.

–Disculpe, tiene razón. Señorita, arriba –el Nutria le sostiene la mano, ayudándola a subir a bordo.

–Che, Nutria, yo te sigo a todas partes, no tengo nada que perder la verdad, pero, ¿en qué quilombo nos estás metiendo? Mirá la cara de asustado que tiene el Zángano –dice el Torta, lanzando una sonora carcajada. Estaba feliz, excitado. En un santiamén están los cuatro arriba de la poderosa lancha cuatrimotor del servicio de prácticos. Se ponen rápidamente en marcha.

–Acercate a los ingleses a toda máquina. Metele pata, gordo, hay que alcanzar el barco antes de que los pibes lleguen al muelle, se den cuenta que algo raro anda pasando y den aviso a los milicos –el Nutria sigue dando órdenes con una precisión tal que son seguidas inconscientemente. –Cuando nos pongamos a un costado van a soltar la escala para subir a bordo, seguramente ya están avisados que estamos en camino. Vamos a ir la Mulatona y yo –la mira, encontrando la confirmación que esperaba, y agrega: –¿Estás preparada? Mirá que no es fácil trepar en movimiento con este ventarrón. Tenés que pisar firme.

–No me subestimes. ¿Tú vas a poder? –lo provoca la Mulatona con los labios todavía pintados de un lujurioso rojo carmesí.

–Ustedes están mal de la cabeza, completamente locos –repite el Zángano, con una mezcla de resignación y expectativa.

Avanza la lancha cruzando la dársena. En poco tiempo deja atrás las escolleras. La enorme nave inglesa se hacía mucho más inmensa a medida que se acercaban. En pocos minutos puede leerse sobre la proa las letras de su nombre: C O N Q U E R O R. Al leerlo, el Nutria siente un escalofrío que le atraviesa la espalda. Continúan aproximándose, ya más lentamente, por la banda de estribor, buscando el reparo del viento. Desde cubierta sueltan la escalera de cuerdas que se sacude con las fuertes ráfagas. No sin complicaciones el Nutria y la Mulatona ascienden hasta alcanzar a subir a bordo. Los reciben unos filipinos inexpresivos que los saludan fríamente y los conducen al puesto de comando.

–Wellcome, Mr. Captain. I am the Commander of the Conqueror –el comandante inglés, un hombre grande con cabello rubio, mofletes colorados y una nariz inflamada de bebedor empedernido les da la bienvenida. –And you are…? –pregunta, dirigiéndose a la mujer, un poco extrañado de ver dos personas, aunque fascinado con la sensualidad de la Mulatona.

–Hello Commander. I am the translator of the Port Pilot –afirma la prostituta, mientras el Nutria hace un ademán confirmatorio. Ambos transmiten una seguridad admirable.

–Oh… ok, ok. No problem. I have the best references of Mr. Captain –responde el comandante, satisfecho con la contestación.

–Dice que sos el mejor. Vamos bien –la Mulatona le habla en español a media voz al Nutria, que sonríe muy caballeroso.

–Decile que se raje de acá, yo entro el barco. Parece cansado, medio borracho, que se vaya a dormir. Capaz tenemos suerte y se las toma. Y preparate. Si hincha las pelotas, lo cagamos a trompadas –el Nutria siempre mantiene una solidez y una amabilidad que irradian experiencia en el oficio.

–My Captain says that you look tired. He could enter the ship into the port. So you might go for resting and prepare yourself for landing –dice la Mulatona, aparentando absoluta normalidad, aunque por dentro es un manojo de nervios.

–That would be so gentle of you. I am pleased with your offer. From now on you govern the ship. I am going to rest in my cabin. In case you need me, just call me through this phone –agradece el inglés, cediendo el comando mientras recoge su abrigo y espera la respuesta de cortesía del capitán argentino.

–Dice que sí… cayó el muy pendejo. Se va al camarote. Tú señala el teléfono ese y di que sí con la cabeza mientras te hablo –la Mulatona no da más de alegría, es un volcán de emociones, pero se contiene.

–Bien, bien, sí, me di cuenta, mantené la calma… decile que se quede tranquilo. El Conqueror queda en las mejores manos –sonríe afablemente el Nutria y se corre a un costado para dar paso al comandante inglés, que se apresta a retirarse.

–Good night, Commander. Have a good rest. Your ship is in the best hands –despide la Mulatona al británico, que en esos momentos espía por el rabillo del ojo las enormes tetas de la traductora, envidiando profundamente al capitán argentino.

Ya solos en el puesto de mando del Conqueror, el Nutria trata de entender el formidable panel de instrumentos. La Mulatona observa fascinada todo a su alrededor.

–Bueno chico, y ahora qué piensas hacer. El barco es tuyo –dice la negra, intrigada.

–Primero tengo que ver cómo se maneja esta mole. El timón está ahí. ¿Dónde está la potencia de los motores? –se pregunta el Nutria, mientras recorre con la mirada el inmenso tablero con luces de comando, agujas, manijas. –Vos fijate cómo se maneja la radio.

–Eso es una tontería. Aprietas aquí y hablas directo con los pacos. Están en línea, escucha –la Mulatona sube el volumen del receptor y se oye inquieto al radio operador del puesto de guardia de la Prefectura Naval: Grrgjrgjrjgjr… Conqueror, Conqueror… grgjggjrjgrjgg… answer… grjgjggjrgjrgrg… it is urgent, answer please… grjgrjgrjgrjgr… Conqueror, please, answer… there has been a problem… grgjggjrjgrjgg…

–Ya están al tanto. Llegamos justo. Pasame –dice el Nutria, tomando el radio con una mano mientras con la otra presiona donde le indica la Mulatona para poder transmitir. –Hola, acá el soldado Arrizabalaga. Tengo secuestrado el barco. Si no hacen lo que les pido, aténganse a las consecuencias. Cambio.

Pasan unos minutos que parecen eternos. Con seguridad el radio operador está consultando cómo proceder. El silencio se interrumpe con el sonido de una voz distinta, una voz de mando.

–Hola. Soy el superior a cargo, prefecto Mayor Rafael Rodríguez. ¿Quién es usted? ¿Qué está buscando? ¿Dónde está el comandante del Conqueror? –lo interroga con las maneras del que está habituado a ordenar y ser obedecido.

–Aquí soldado Arrizabalaga, para servirle. Mire, es sencillo –responde el Nutria, afable pero con dureza. –Haga lo que le pido y no va a haber problemas. Quiero hablar con la Thatcher.

–¿Con quién? –inquiere el milico, sin entender a quién se refiere.

–Con la Margaret Thatcher, la yegua que nos mandó a hundir.

–¿Qué es esto? ¿Un mal chiste? ¿Cómo quiere que haga eso desde acá? Estamos en Quequén, ¿o usted no lo sabe? –el oficial suena ahora entre sarcástico y virulento.

–No me importa. Problema suyo. Tiene quince minutos para ponerme a la vieja al habla. Quince minutos o se pudre. Cambio y fuera –dice el Nutria, cortando la comunicación con vehemencia.

La Mulatona baja el volumen del audio para silenciar los improperios que salen del aparato. Ambos se miran un instante a los ojos. El miedo y la agitación les provocan unas risitas nerviosas que los ponen incómodos. Como si debiera ocurrir algo más, pero ninguno se atreve. No pueden sostener la mirada fija uno en el otro, por lo que buscando alivio se ponen a observar hacia afuera por la ventanilla y a comentar lo que ven. Adelante, a unos dos mil metros se distinguen claramente las luces del puerto. Abajo, los filipinos, ignorantes de lo que sucede, charlan y fuman tranquilos mirando hacia la ciudad dormida.

–¿Qué piensas pedir, chico? –casi en tiempo cumplido pregunta la Mulatona, más para aliviar la tensión del momento que por interés de saber. Le gusta ir descubriendo a cada paso lo que sigue.

–Pedir, no sé. Pero hay algo que quiero decirle hace mucho –dice el Nutria, mientras sube el volumen del radio.

–Hola, hola. Cambio –se escucha la voz del prefecto mayor.

–Otra vez vos. Me parece que no sos la Thatcher. ¡Poneme a la vieja al teléfono o va a haber quilombo! Ya pasó el tiempo.

–Mire Arrizabalaga, hago lo que puedo, no joda. Hablé con mis superiores en Buenos Aires. Ellos se comunicaron con el comandante de la fuerza. Este llamó al ministro, que tuvo que pedir permiso al presidente para hablar con la embajada. ¡No está nada mal para quince minutos! –dice con tono irónico el prefecto.

–Bueno che, no te enculés. ¿La Thatcher dónde está? Que dé la cara.

–Malas noticias. Está muerta. Estiró la pata hace unos años.

–Uy… qué cagada. ¿Y ahora? –sin quererlo se le escapan las palabras al Nutria. Está descolocado. No esperaba en absoluto esa respuesta.

–¿Me está preguntando? Devuelva el barco a su comandante y asunto terminado, soldado –responde el oficial, tratando de controlar la situación.

El Nutria deja el receptor y da vueltas por el reducido espacio como león enjaulado. No sabe qué hacer. De fondo se sigue escuchando al prefecto que pasa de intentar calmar los ánimos a proferir las amenazas más violentas. Intenta pensar algo, pero tiene la mente en blanco, demasiado ocupada en tratar de parecer interesante frente a la Mulatona que lo observa fascinada. Supone que con el traje de capitán y la expresión de gravedad en su rostro la está conquistando. En ese momento es la mujer más bella del mundo. Una reina.

–Eso… Sí… ¿Cómo se llama la viejita petisa, medio encorvada, con cara de mala? ¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama? –repite el Nutria reconcentrado, sin dirigirse a nadie.

–¿De quién me hablás? –desconcertada, atina a preguntar la Mulatona, a sabiendas que la consulta no era para ella.

–Isabel. ¡Sí! Eso es –el Nutria presiona el botón de la radio nuevamente y dice con absoluta decisión: –Que se ponga Isabel al habla entonces. Esa también tiene que dar la jeta.

–Soldado, me estoy cansando de este jueguito, ¿de-quién-me-está-hablando? –enervado, el prefecto enfatiza con estridencia cada palabra de la interrogación.

–Isabel, la reina de Inglaterra –anuncia el Nutria con total naturalidad.

–¿A usted le parece realmente que la reina de Inglaterra va ponerse al habla con un forajido que le robó un barco en el culo del mundo? ¿Usted es pelotudo?

–¡Delincuentes son ellos! Decile a la embajada que si no me ponen al habla con la reina se atengan a las consecuencias. Quince minutos. Cambio y fuera.

El Nutria y la Mulatona quedan en completo silencio en la cabina. Tratan de parecer tranquilos, pero viven un terremoto por dentro. La tensión se respira en el aire del Puesto de Mando. Fuera todo sigue con normalidad. Ya atraviesan las escolleras de la entrada del puerto. De lejos ven los botes de prefectura con las luces de patrulla encendidas. No es mucho lo que pueden hacer frente a un barco del tamaño del Conqueror.

–Hello… eh… hola. Aquí reina Elizabeth… ¿Quién ser usted? ¿Cuál es lo que quieren? –la radio los interrumpe con una dicción femenina, fatigada, senil, hablando un pésimo español con tono inglés.

–Soldado Arrizabalaga clase 62. ¿Cómo sé que usted es la reina? No me lo creo. Necesito pruebas –el Nutria suena tembloroso, la sola idea de estar hablando con la monarca lo intimida.

–Usted decir lo que precisar y verá si soy the queen –a pesar de la debilidad en la voz, la sangre fría con que habla refleja que efectivamente se trata de una persona con muchísimo poder.

–¿No se lo imagina?

–Yes… Querer esas islas de porquería. Mucho frío, no cities. Only ovejas. ¿Para qué quiere?

– Asunto nuestro. Son argentinas.

–Repito. ¿Para qué querer Falkland? Las van arruinarán, como always lo hacen, todo malo en su país.

–Con todo respeto, su majestad, pero a usted qué carajo le importa y quién le pidió opinión. Son argentinas y punto. O las devuelve o… hago pelota el barco. Tiene cinco minutos para decidirlo. Cambio y fuera.

Extenuado, el Nutria suelta el receptor. Hablar con la realeza no es asunto de todos los días. Busca sin éxito algo para morder, para mascar entre los dientes, algo que le permita bajar la ansiedad. La Mulatona, que lo ve nervioso, se compadece y le saca conversación para aliviarle la pesada carga de la negociación.

–Chico, ¿tú crees que las van a entregar así de fácil?

–Ni en pedo. Pero van a entender que hay gente con dignidad acá abajo, aun pisoteados como estamos.

–¡Al menos los hicimos madrugar! –dice riendo la Mulatona, y aunque el Nutria no está de humor, le sonríe con cariño.

–Hola. Hola. Aquí reina –los interrumpe el sonido que sale de la radio. –He hablado consulta a mis consejeros, only for mostrar cortesía británica. Su petición ser ridícula. Como su país. Le puedo devolver another thing. I don’t know… No saber… eh… ¿un lago de Patagonia?

–Su majestad, escúcheme bien, ¿por qué no se mete la oferta en su elegante culo inglés? ¿Usted me está tomando el pelo?

–Oh… no, no se enojar. ¿No querer una island en otra parte? Habemos muchas –arriesga la reina su última ficha.

–¡Piratas hijos de puta! Cambio y fuera –cuelga la radio con ímpetu. Ahora sí, sonriendo, satisfecho. Mira a la Mulatona. –Siempre quise decirle eso en la cara a la Thatcher. Aunque con la reina se sintió bien, ¿eh?

–¡Sabroso! Cómo me gustaría hacer lo mismo con el presidente yanqui. Mataron a mi familia en la invasión –los ojos se le ensombrecen a la Mulatona.

–No te preocupes –le pasa el brazo por la espalda, tratando de darle ánimo, conteniéndola. –Ya haremos algo con ellos también. Por lo pronto veamos si les arruinamos un curro, es mejor que nada.

–Eres un bombón –dice la Mulatona y le hace una caricia por sorpresa al Nutria que le hace subir la temperatura en un instante. Vuelve a tomar distancia y preocupada dice: –¿Y ahora qué hacemos? Nos van a venir a buscar los pacos.

–Dejame a mí –dice el Nutria, en parte para lucirse frente a la Mulatona. Mira por la ventanilla y se decide. Pone los motores en máxima potencia. Se siente la vibración del buque a medida que levanta velocidad. Con la otra mano timonea el barco poniendo proa hacia los silos del puerto, rebosantes de granos. Luego le indica a la Mulatona: buscá unos chalecos y el botón de emergencia.

La Mulatona se calza un salvavidas, le alcanza uno al Nutria y espera, mirando hechizada hacia adelante. A medida que se desplaza velozmente, el Conqueror abre un formidable surco en el agua calma de la dársena. Impotentes, las lanchas de prefectura se hacen a un lado. El enorme buque se acerca peligrosamente al muelle de carga. Ya están a unos quinientos metros. Por la ventanilla notan la inquietud de los filipinos que miran alternadamente hacia el Puesto de Mando y hacia adelante, sin entender.

–¡Ahora! Apretá la alarma. Rajemos. Ya no se puede frenar este monstruo –grita el Nutria. Por la radio se escucha todavía la voz de Isabel ofreciendo bicocas que la corona inglesa tiene esparcidas por el mundo.

El espectáculo es prodigioso. El ruido, indescriptible. La nave colisiona de frente contra el primer granero de una hilera de cuatro. Luego se desplaza hacia babor, mientras en la amura de estribor se va abriendo una grieta que se extiende a lo largo. En tierra, a medida que la proa del barco se desliza, se resquebrajan los tres silos restantes, liberando millones de toneladas de granos sobre la cubierta del Conqueror. Es monumental. El barco escora a estribor por el peso de los porotos. El agua empieza a ingresar a raudales en la nave por la rotura del casco, y en minutos alcanza las calderas, produciéndose un fuego que se expande rápidamente sin nadie que lo combata. Las llamas devorando al Conqueror que se hunde iluminan en la noche a los marineros flotando con sus chalecos a escasos metros. Entre ellos, el comandante incrédulo, sin comprender lo que está pasando.

–Qué quilombo que armaste, hermano, eh – se mata de risa el Torta, mientras palmea al Nutria. –Cuando lo contés en Lo del Ñato no te van a creer.

–Cierto, compadre. Merecido –el Nutria, hipnotizado por el fuego purificador, no puede dejar de absorber la escena ante sus ojos, mientras se sacude el cuerpo sobre la cubierta de la lancha, buscando entrar en calor.

–Qué linda noche, ¿no? Qué lindo se ve el faro desde acá –dice la Mulatona, emocionada. –Mamá estaría orgullosa.

–¿Se te fue el cagazo? –espolea el Torta al Zángano, que no acusa recibo, mientras maniobra la lancha hacia fuera de la dársena. –Che, ¿y ahora? ¿Qué inventamos?

–¿Si hacemos la gran Vito Dumas y le damos unas vueltas al mundo? –arriesga el Zángano.

–Imposible – lanza una carcajada el Torta. –El Legh era un velero. Con esta lancha no te podés alejar mucho de la costa. Podemos dar la vuelta a América si querés. Seremos como el Holandés Errante, pero en versión argenta. Eso sí, rebautizamos la lancha: ¡la Juan Domingo!

–¡Qué hinchapelotas, gordo! Todo es Perón para vos –se queja el Zángano.

–¿Y si vamos para Dominicana? –dice el Nutria, todavía investido de capitán. La Mulatona parece emocionada, complacida. El Nutria le pasa el brazo y la acerca. Ella se apoya sobre su hombro. El Nutria siente que vuelve a vivir. Es un hombre nuevo.

–¡Me gusta! El General pasó un tiempo ahí en el exilio –afirma el Torta, provocando con una sonrisa al Zángano. Sin soltar a la Mulatona, el Nutria se acomoda el gorro de capitán, revisa un bolsillo del saco y extrae un palillo que se coloca en la boca. –¡Proa al norte entonces!

 

El Ñato sale apurado del bar ante el estruendo que llega del puerto. Mira azorado sin entender qué pudo haber generado semejante bochinche. Se mueve, busca una mejor posición, un ángulo distinto, pero no distingue nada. En ese instante se vislumbra el resplandor de un fuego. Qué habrá pasado, se pregunta inquieto. Le gustaría ir a curiosear, pero tiene que terminar de limpiar el bar y dejarlo listo para la próxima noche. Está agotado, es hora de cerrar. Dubitativo, se resigna a volver dentro, sabiendo que tendrá que sacarlo a la calle una vez más. Le cuesta hacerlo cada madrugada. No es un croto más, como otros que deambulan por el bar. Le merece respeto por haber estado en la guerra. Para que pueda dormir un rato más al calor, cada mañana estira hasta último minuto el momento de empujarlo afuera. Sabe que no tiene donde caerse muerto.

Ingresa al bar, mira hacia su rincón, pero no está. Qué extraño, piensa. Hace un minuto estaba ahí, roncando. ¿Dónde se habrá metido? Lo busca en la cocina, en el baño, nada. Sale nuevamente afuera, a ver si lo encuentra. Mira alrededor y nada. Apenas el fulgor de las llamas en el puerto. El Nutria no está por ningún lado. Ya va a volver, reflexiona. En ese instante la belleza de la salida del sol lo obliga a mirar hacia el mar, que se ilumina de un color bellísimo. Esfuerza la vista para reconocer a la lejanía una mancha que se desplaza velozmente en el agua. Distingue la particular lancha de los prácticos, los característicos protectores que la rodean, navegando por fuera del canal de acceso al puerto. Desconcertado, reconoce sobre cubierta la sombra de una figura con una melena parda que destella con las luces del alba.

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