La sal de la tierra

(Para el día después en el que el dolor nos pide un abrazo)

Que no nos gane el espanto, ni tampoco la tristeza.
Hagamos la bronca a un lado, porque es prima de la pereza,
y porque la vida espera nuestro abrazo solidario.

Dejemos que el llanto transcurra el desconsuelo de su cauce…
o mejor, que empape los surcos que el odio le hace al pueblo.

Y ahí, sobre la tierra recién mojadita,
volvamos a sembrar la semilla que la esperanza nos ofrece
y nuestros muertos nos reclaman.
Para esto hemos venido a este mundo de sinsabores
tal cual nos advirtió el que nos dijo
(y estaba con su cruz a cuestas)
que nuestra tarea consiste en ser la sal de la tierra.

Nosotros creemos en las ideas claras,
pero más en las penumbras fecundas de piel y de caricias.
Creemos en la alegría del pan que el amor multiplica,
hasta que de tantas risas nos sobren doce canastos
para que se cumpla el requisito esencial de la justicia:
para cada mano un pan, para cada pan una vida.

Nosotros creemos que la vida es peregrina,
y que la esencia humana se llama misericordia;
y aprendimos a caminar juntos,
porque así nos enseñaron que camina el pueblo.
No nos une el odio, sino el encanto
que produce en nuestro oído la palabra compañero.

Y porque, a pesar de tanta pena y tanta muerte,
de tanto esperar que se nos pase el hambre
y a pesar de tanto todo interminable,
seguimos creyendo que para compartirla se nos dio la vida,
como la comparten los que están convencidos
de que para esto estamos:
para ser la sal de la tierra.

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