Fábula de un pueblo floreciente

Los Aromas era un poblado esencialmente impreciso. Estaba ubicado a una distancia que lo alejaba lo suficiente de Buenos Aires para que no se pudiera incluirlo en su conurbano. Tampoco se introducía plenamente en la Pampa, en el campo. Se mecía, aunque su pesada quietud desmentiría esta palabra, en un lugar de indefinición.

Su propio nombre, que resultaría premonitorio, era más producto de la casualidad o la impericia que de la intención. Al parecer, la voluntad original fue designarlo Los Aromos por la banal circunstancia de que varios árboles de esa especie crecían en sus cercanías. Se supone, aunque es difícil saber quiénes lo supusieron, que la caligrafía enrevesada del escribano de la gobernación llevó a confundir las letras y quedó nomás Los Aromas, sin que nadie se preocupara por el presunto cambio. Ese acto protocolar le dio entidad a ese conjunto de casas por iniciativa de un vecino que pidió el registro del poblado, anticipando un destino que él no podía ni siquiera vislumbrar.

Como consecuencia de la denominación se designó a un agrimensor para que definiera los límites de los terrenos que cada vecino reclamó. El agrimensor extendió sus incumbencias hacia el urbanismo y dibujó un plano, obviamente reticular, determinando calles y medidas, y hasta asignó a una de las pocas manzanas la condición de Plaza Central. Nada de esto tuvo efectos prácticos. Apenas unas pocas cuadras de tierra, las mismas construcciones desperdigadas y un yuyal cuadrado que nadie se atrevió a apropiarse.

No se podía saber si Los Aromas era un pueblo que estaba muriendo o naciendo. Algunas casas relativamente antiguas y ya bastante deterioradas inclinarían la opinión hacia la primera alternativa, pero un par de ranchos recientes aportarían para el nacimiento. Es más lógico pensar que Los Aromas estaba detenido, como esos viejos árboles que ya no proyectan nuevas ramas, que de vez en cuando generan unos brotes que nunca prosperan, árboles que tampoco parece que puedan caer.

En una esquina de una de las manzanas, que como todas las demás contenía unas pocas casas, se había levantado tiempo atrás un almacén. De tanto en tanto se encalaban sus paredes que rápidamente devenían en blanco grisáceo congruente con la chatura de todo lo que lo rodeaba. El almacén no era como el que sueña Borges, con despacho de bebidas y gauchos pendencieros dispuestos al brotar de la sangre. El almacén solo proveía mansamente de comestibles, jabones, bebidas y algunos enseres a las vecinas que también aprovechaban para hablar con alguien.

En un rincón del patio de tierra del almacén estaba una bomba ya herrumbrada, que había quedado sin uso cuando se practicó otra perforación más profunda y se instaló una bomba motorizada, para elevar el agua hasta el tanque cilíndrico de cemento que coronaba sin oropeles aquella esquina.

Un día, que si no fuera por lo que a continuación se relata se podría catalogar como un día cualquiera, del pozo de esa bomba inservible empezaron a brotar plantas con flores diversas de manera incesante. Pronto las flores se dispersaron por todo el patio y más tarde ganaron las calles. El pueblo no solo gozó de la belleza de las formas y los colores de las flores, sino también, o especialmente, de fragancias que el aire llevaba a todos los rincones. Fragancias capaces de adular los sentidos con una suavidad portadora de ricos matices e intensidades.

Sin embargo, a los habitantes del pueblo, hechos al tedio y la medianía, tampoco los sacudió ese portento. Lo aceptaron con la misma indolencia con que la costumbre les había enseñado a aceptar lo anodino.

Esto fue así hasta que al hijo de aquel agrimensor-urbanista se le ocurrió visitar ese pueblito que su padre había determinado. Este hombre no solo estuvo dispuesto a la sorpresa maravillada, sino que podemos decir que era un visionario: entendió de inmediato que esa inusual bendición aromática podía ser un gran atractivo turístico.

Con un colega de su padre elaboró la ampliación del trazado original. Ahora la inventiva daba para más. Aprovechando un arroyo que corría a poca distancia giró una calle e inventó una especie de costanera para el disfrute y el comercio. También destinó un predio para desarrollar un parque al que llamó Bosque de los Perfumes y variadas geometrías prestas para futuras actividades. Consiguió que, por amplia mayoría, en verdad de cuatro de los cinco vecinos que concurrieron a la convocatoria, se aprobara el proyecto y luego lo legitimó en la gobernación.

Ya casi no quedan los antiguos pobladores. Algunos, tentados por la valorización de sus tierras, rápidamente las vendieron. Otros más bien por desidia sostuvieron por más tiempo sus anteriores posiciones, pero cuando el desarrollo vertiginoso del turismo eliminó el sosiego y multiplicó los precios de los terrenos, terminaron por vender y renovar sus vidas. Tal vez para recuperar la tranquilidad perdida, tal vez para los vaivenes de viajes y placeres a los que ahora podían atreverse.

En rigor, uno de los viejos vecinos, el almacenero don Jacinto Rosales, ya amancebado con Crisanta, una muchacha que conoció en su negocio, se empecinó en sostener su propiedad, esa esquina del suceso imprevisto. Probablemente por iniciativa de la mujer, el despacho de comestibles se transmutó en el actual museo histórico. El otro poblador que permaneció en el lugar fue Laureano Matas, quien amplió su talabartería y es donde ahora se pueden conseguir los taleros de función decorativa en cuyas lonjas se leen apologías de distintas especies florales.

Mientras tanto, Los Aromas había crecido hasta lo impensado. Casas amplias y modernas, hoteles, galerías comerciales, casinos y lugares de diversión habían hecho de Los Aromas el centro turístico que hoy emerge orgulloso.

Solo el almacenero se dio cuenta de que, así como un día el pozo para el bombeo originó el avance incontenible de flores y fragancias, otro día, tan arbitrario como el primero, el pozo se secó de plantas y flores, las existentes pronto se marchitaron y los perfumes son un recuerdo que muchos visitantes dicen que todavía pueden reconocer.

Los Aromas es ya un esplendoroso centro de placeres turísticos que se valora aún más por el hecho o el mito del pozo de generosidad interrumpida.

 

(Copia de un folleto publicitario de una conocida cadena de complejos turísticos que hoy lidera la oferta en Los Aromas).

 

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