El nombre de la Rosa

Un “diágolo”, por Walter Ego (1900-1982), escritor póstumo y autor pionero en la adaptación de clásicos, con títulos como Sueño de una noche Vegano y Chauchis a las armas. Actualmente, ni fu ni fa. Mañana quién te dice.

 

–Buenos días, señorita.

–Buenos días.

–Mi nombre es Heráclito de Éfeso, pero puede decirme “El Oscuro” si prefiere. ¿Cuál es su nombre?

–No le importa, señor. No se ofenda, pero no tengo intenciones de conversar con nadie.

–Le aseguro que me importa y mucho. Dígame su nombre, por favor.

–No me moleste, le pido. Déjeme entrar o grito.

–¿Qué va a gritar?

–No sé, cualquier cosa.

–¿Para qué va a gritar cualquier cosa?

–Para llamar la atención.

–Pero si le estoy prestando atención. Sea razonable, Rosa, por favor.

–¿Qué dice?

–Que sea razonable…

–No, el nombre.

–Rosa.

–¿De qué habla? Yo no me llamo Rosa.

–¿Está segura?

–Completamente.

–¿Cómo puede estar tan segura?

–Sé mi nombre.

–¿No admite la posibilidad de estar equivocada?

–¿Qué me pregunta?

–La interrogo, con genuina curiosidad acerca del fundamento de su certeza. Las cuestiones gnoseológicas, aunque es un poco apresurado llamarlas de esa manera, me parecen realmente apasionantes. ¿Cómo podemos estar absolutamente seguros de que lo que sabemos es así?

–¿Usted está ebrio?

–No, Rosa. ¿Usted?

–Se burla de mí.

–De ningún modo. ¿Por qué haría algo así? Soy un simple empleado municipal que hace su trabajo lo mejor que puede.

–Mire, señor “El Oscuro”: yo sólo quiero entrar al río, refrescarme los pies y despejar un poco mi cabeza después de un día difícil. Pero usted insiste hasta el hartazgo con lo del nombre… ¡Voy a gritar!

–¿Ya decidió qué va gritar?

–¡Miserable! Deje de burlarse…

–Disculpe, Rosa. Realmente no quiero importunarla, pero es importante que me diga su nombre. ¿Ve ese cartel?

–¿Cuál? ¿El de Sinaloa?

–No, el de al lado.

–Sí, veo el cartel.

–¿Qué dice?

–No sé, la letra es muy pequeña.

–Deje, se lo leo. Dice: “ποταμοῖς τοῖς αὐτοῖς ἐμβαίνομεν τε καὶ οὐκ ἐμβαίνομεν, εἶμεν τε καὶ οὐκ εἶμεν τε.”

–Ni pizca de griego. ¿Me lo podría traducir?

–Tan sólo si se casa conmigo, Rosa.

–Bueno, pero deje de decirme Rosa.

–Como prefieras, querida. ¿Te parece que seremos felices para toda la vida?

–No veo ningún motivo para que no lo seamos. ¿Qué dice el cartel?

–Depende del traductor. Pero, en esencia, dice que no se puede entrar dos veces en las mismas aguas.

–Ahora entiendo, querido mío.

–¿Qué cosa, querida mía?

–La insistencia con mi nombre.

–Efectivamente. Necesito saber tu nombre para verificar, cotejando con estas planillas, que no hayas entrado previamente en estas aguas. Son las normas.

–Lo entiendo, pero (ahora que entramos en confianza) debo confesarte que me parece bastante absurda dicha prohibición.

–Explícate, querida mía. Hazme ese favor.

–¿Cómo podría alguien entrar dos veces en las mismas aguas? ¿Acaso no fluye el agua del río en forma constante?

–Fluye, sí.

–Entonces, las aguas en las que podría bañarme ahora ya no podrían ser las mismas en las que me introduje tiempo atrás.

–No encuentro inconvenientes en tu razonamiento, luz de mis ojos. Es más, creo que podría complementarse con el siguiente punto.

–Dime, miel de mis días.

–¿Acaso nosotros mismos no vamos cambiando, lo mismo que el agua, de manera constante?

–Cambiamos, sí.

–Entonces, amada, si tanto el agua como las personas cambian en forma constante, ¿cuál puede ser el sentido de prohibir el ingreso al río?

–No es fácil decirlo. Pero espera un poco, corazón; temo que nos estemos precipitándonos en conclusiones demasiado posmodernas.

–¿A qué te refieres?

–Decimos que las aguas fluyen, y creo que eso está bien dicho. Pero, ¿no se trata acaso del mismo río? ¿No podemos suponer que el cambio acontece sobre algo que no cambia?

–Como de costumbre, amada, tu inteligencia me estremece.

–¿Y no podríamos decir lo mismo respecto de las personas que se bañan en las aguas?

–Evidentemente.

–“En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”. ¿Te parece, acaso, que se trata de una traducción apropiada?

–Apropiada, sin dudas.

–¡Qué alegría, amado mío! Creo que voy a gritar.

–¿Algo en particular?

–La verdad, aún no me decido. Estoy entre Eureka y Karina.

–¿Por qué no Eukarina? De hecho, te propongo que llamemos Eukarina a nuestra segunda hija.

–Me parece una idea pésima. Tal vez sea tiempo de que nos separemos. O al menos que de nos demos un tiempo.

–Tal vez.

–Adiós, señor “El Oscuro”.

–Adiós, Rosa.

–¡Cómo puedes ser tan tóxico! Apenas nos separamos y ya empiezas a molestar. ¡Bastardo infame!

–Vete al infierno, ex-amada mía, ni bien lo inventen.

–¡Que te recontra, piojoso! ¡Y no olvides que tu sueldo lo estoy pagando yo con mis impuestos!

–Primero emancipate y después hablamos, atorranta.

–¡Callate precuela de machirulo! ¡Filósofo parecés de tan misógino!

–¡No te escucho, soy de palo, tengo orejas de pescado! ¡No te escucho, soy de palo, tengo orejas de pescado!

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