Ahí andamos, General, dando batalla

Se han escrito montañas de letras y tinta:
torrentadas, ríos, maremotos de opiniones,
apasionada, fervorosamente a favor,
fervorosa, odiosamente en contra.
Versos resistentes improvisados en los estadios,
cantos épicos y chuscos lanzados al viento de las multitudes,
platónicos, idealistas sonetos,
rítmicos y pausados versos alejandrinos,
odas clamorosas que celebraban tu epifánica aparición,
aquella hoy lejana tarde de primavera,
cuando era Octubre y parecía Mayo.
Discursos ditirámbicos de fáciles imágenes,
vituperios soeces de oscura retórica,
juicios, análisis, críticas, estudios, investigaciones, tesis y tesinas,
novelas y ensayos,
definiciones y condenas.
Yo lo tuve ahí, general Juan Domingo Perón,
sentado delante mío, fumando, uno tras otro,
los Winstons que había traído de España.
Era joven, como lo éramos todos entonces,
menos usted, General, que era el Viejo.
Durante una hora nos habló del mundo,
de su sistema de intereses y enfrentamientos,
de la pugna de los pueblos por alzarse en su dignidad plena,
de la lucha entre las grandes potencias,
del África y del Asia, nos habló, General,
de Cuba y de Perú, del Brasil y sus militares antiargentinos,
de Chile y de Bolivia nos habló también, General.
Lo miraba, General, casi como si fuera la Historia misma
la que se sentaba ahí, delante mío, ese mediodía, en Vicente López.
Me guiñó ese ojo guiñador con que subrayaba un chiste,
esa voz ajada que era casi como su rostro,
una seña de identidad,
escuchada en grabaciones clandestinas,
en reportajes radiales
en entrevistas televisivas,
en imitaciones profesionales,
en el compañero que al imitarlo quería hacerlo presente,
llenaba el cuarto soleado y remitía a treinta años de extrañarla,
a treinta años de pelear, de morir,
de esperar esa voz inconfundible y ajada.
Ahí estaba el General
que había sido elegido dos veces como presidente
y que todos queríamos que lo fuese una tercera vez.
Ahí estaba el Pocho,
amado, odiado, caricaturizado,
sin su motoneta, sin su gorrita con visera que se llamaba “pochito”.
Ahí estaba solo,
pero en su voz se cifraba la voz millones,
la esperanza de los desesperanzados,
la memoria de los olvidados,
el pan de los hambrientos,
el amor de los despreciados.
Se suspendió el tiempo ese mediodía.
Duró una eternidad y sigue durando.
Ahí estaba el anciano exilado
con su cortesía criolla,
con el cuero sabio de Martín Fierro frente a sus hijos
y la socarronería de Viejo Vizcacha ante sus enemigos.
Las órdenes de ese General septuagenario
todavía no se cumplieron.
Ya me estoy acercando, General,
a su edad en aquella reunión que la memoria no abandona.
Y los hijos y los nietos de quienes vivaban su nombre en aquellos años
siguen gritando: ¡Viva Perón! En días de dolor y en días de alegría.
Un ejército de hombres y mujeres por nacer
siguen recibiendo, en esta tierra, esas órdenes marciales
que usted, General, lanzó hace ya siete décadas
y nos hizo creer, el arte de la conducción,
que era fácil cumplirlas.
No, por cierto, no,
no nos ha sido fácil llevarlas adelante.
Y vaya a saber usted, General, si lo logramos.
Pero su voz, que todavía recordamos e imitamos,
nos grabó en el alma la patria.
Justa, libre y soberana nos indicó desde el vamos.
Latinoamericana, nos confirmó después.
Y ahí andamos, General,
dando batalla.

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