Pandemia, neoliberalismo y ¿una nueva libertad?

Un joven se planta frente a un “notero” en la televisión. El notero le hace ver que no tiene puesto el barbijo. El joven le responde “yo soy libre de hacer lo que quiera”. El notero le pregunta por qué está en contra del uso del barbijo, y el joven le responde nuevamente: “porque me gusta ser libre”. Dos veces, en una breve charla en la calle aparece la palabra libertad como justificativo del no respeto por las normas y sugerencias de salud pública. ¿Qué hay de pronto con la recuperación de esa palabra hoy, en medio de la pandemia? ¿Cuál es la libertad que se invoca? ¿Por qué se la invoca? ¿Tiene algo que ver con el neoconservadurismo o neoliberalismo? ¿Por qué hay quienes se autodenominan libertarios?

Debemos señalar ante todo que la concepción de “libertad” ha ido variando en las diversas etapas de la historia, aunque en todos los casos remitía a la pertenencia a una totalidad. Este punto es clave, pues la “libertad” que nos propone hoy el neoliberalismo es de nuevo cuño: el fin definitivo del sujeto social.

En la Grecia antigua –donde se originó el concepto y la idea para lo que llamamos Occidente– la libertad no era una categoría que portaba el sujeto, sino una condición que otorgaba la Polis –la ciudad. Ser miembro de la Polis y participar de su vida pública era ser “libre”: en modo público y colectivo. Los esclavos y las esclavas no participaban de la Polis y por lo tanto no gozaban de “libertad”. Era una libertad en el todo social, no por fuera de él.

En el Imperio Romano –de donde nos llega la palabra latina Libertas– tampoco significaba un atributo personal aislado, sino sujeto a la posesión de la ciudadanía del imperio. La sociedad romana –como la griega– se sostenía en la esclavitud pero, a diferencia de Grecia, los esclavos podían comprar su libertad o ganarla –por ejemplo, en batalla. La ciudadanía del imperio hacía a las personas “libres” y la no ciudadanía los hacía esclavos o enemigos –bárbaros.

En la Edad Media el significado se pierde. La sociedad medieval se construyó sobre una serie de compromisos y obligaciones que enterraron durante mil años la idea de sujetos “libres”. Los campesinos y las campesinas debían trabajar para los señores nobles, y a su vez los nobles estaban atados a obligaciones y responsabilidades entre sí, y los grandes nobles estaban sujetos a la voluntad del rey, quien a su vez respondía a la de la divinidad. Nadie pensaba en la libertad como un atributo. Muy por el contrario, la obediencia era el atributo.

En nuestra América originaria, la comunidad era un todo. Iba de suyo que no había posibilidad de existencia humana por fuera de la comunidad. El individuo no era concebido como tal y la “libertad” no aparecía como una preocupación, sino más bien todo lo contrario: pertenecer al colectivo era la norma no escrita, pero sí vivida. Los conceptos de “propiedad privada” y “libertad individual” estuvieron completamente ausentes, y permanecen ausentes aún en las comunidades originarias actuales.

Es la sociedad moderna capitalista europea la que recupera la palabra libertad. Todos y todas nos emocionamos cuando leemos sobre la Revolución Francesa y su tríada, que comienza precisamente con la palabra ‘libertad’. Es la libertad de un nuevo sujeto: el pueblo. El pueblo que asume la soberanía que antes detentaba absolutamente el rey. Es la libertad para decidir en conjunto, para construir colectivamente desde la política una nación de sujetos libres e iguales. Pero, justo es señalarlo, a la vez que la Revolución Francesa trae a la luz la libertad política, los pensadores liberales clásicos traen a la vida la libertad económica: la propiedad privada de un nuevo sujeto, la burguesía. El capitalismo europeo se basa precisamente en una idea de libertad que se sustenta en la capacidad de apropiarse individualmente de las cosas. Con el capitalismo, la idea de libertad escinde dos mundos: el de lo público y el de lo privado. Pero –y esto es importante para entender el hoy– esta libertad de apropiarse de las cosas sigue estando sujeta a la idea de pertenecer a un todo social. Para Smith, por ejemplo, la sumatoria de las individualidades y sus logros económicos en un mercado “libre” beneficiarán –en última instancia– al conjunto de la sociedad. Hay, aún, un sujeto social.

Esto que hoy llamamos neoliberalismo –que es en definitiva un modelo civilizatorio– propone una concepción de la libertad que desprende a los sujetos de toda responsabilidad o pertenencia colectiva. La libertad queda exclusivamente como un atributo personal y, en ese entendido, despojada de todo compromiso con las otras y los otros, no sólo del tiempo presente y actual, sino hacia las generaciones futuras. De esta manera, los sujetos no se sienten parte de un todo colectivo, societal, enlazado entre sí: se sienten e imaginan como una individualidad que encuentra en su sola existencia la fundamentación de su quehacer. A lo sumo, y no siempre, parte de una familia, pero no más allá.

Esta lógica del sujeto “libre” al extremo se sustenta entonces en la idea de libertad individual neoliberal. Toda institución u organización que intente o proponga conductas “sociales” es vista como una amenaza a la libertad. La libertad en términos individuales se absolutiza como una realidad vital que está por encima de cualquier colectivo social.

Esta concepción extrema de la libertad individual es, obviamente, a la vez producto y sostén del neoliberalismo: el sujeto –las personas, las empresas, los bancos– debe tener la libertad de apropiarse del mundo. Los recursos comunes –naturales–, el trabajo humano, la explotación indiscriminada de la tierra, los mares… la transformación, en fin, de la vida en mercancía. Todo es válido para garantizar la libertad del mercado y la economía. Al mismo tiempo, el uso de la libertad de cada individuo es lo que lo coloca o no en una posición determinada en el mercado: para el neoliberalismo no hay otra cosa que el mercado, que ocupa el espacio de lo que antes se denominaba la sociedad.

Esta libertad individual sin lazo social genera y se apoya también en la idea del mérito como una decisión individual para el éxito o el fracaso. Es mi libertad –y no las condiciones sociales, políticas o contextuales– la que determina, a partir de mi vocación y mi voluntad, mi lugar en el mundo.

Mi libertad, finalmente, se completa con la pertenencia al mundo del consumo. Lo que define a las personas es la libertad de elegir qué tipo de consumo ordenará su vida. En la posibilidad –aunque no en la realidad, porque la exclusión de millones que no consumen queda oculto en el relato neoliberal– de elegir qué consumir radica mi libertad. Ya no hay ciudadanos y ciudadanas libres, hay consumidores y consumidoras libres. Quienes no pueden ser consumidores o consumidoras dejan de ser –como en las ciudades griegas– sujetos libres.

Luego de este breve recorrido, volvamos a la imagen del joven que no usa barbijo porque “quiere ser libre”, y recorramos el discurso de quienes se denominan a sí mismos “libertarios”: proponen la desarticulación de toda responsabilidad colectiva y tienen por enemigo a las instituciones estatales y al mundo de la política; consideran que su individualidad es la medida de todas las cosas y así se despegan de cualquier responsabilidad que no sea sobre su propia persona. La salud o la enfermedad –y todo el universo humano– es una cuestión individual, una decisión que le compete al sujeto por sobre la sociedad. Curiosamente y no por casualidad, nunca consideran que el capital sea una amenaza para su libertad. En su discursividad y su rechazo a todo obstáculo a “su” libertad no están incluidos el capital y las grandes corporaciones nacionales o transnacionales. Imaginan a los Estados como un riesgo, pero no ven en el capital ningún obstáculo a su libertad.

La pandemia, que ha puesto en jaque al mundo, trajo y traerá nuevos desafíos. Paradójicamente –y al contrario de lo que pudiéramos especular a su inicio– no pareciera haber reforzado las tradiciones comunitarias o las búsquedas colectivas, sino que, por el contrario, ha develado la existencia de un nuevo sujeto “libre” que en nombre de su libertad resiste las indicaciones médicas, la obligatoriedad de las vacunas y la limitación de la circulación. Para este nuevo libertario, la solidaridad, el cuidado de los otros u otras, o la empatía, son, desde su neoliberalismo extremo, frases sin sentido. Su libertad individual se desentiende de todo anclaje colectivo.

Una nueva libertad recorre el mundo. Una libertad que, en vez de emancipar, esclaviza de un modo tan perfecto que el sujeto ni siquiera entiende la dimensión de su cautiverio.

Share this content:

Deja una respuesta