El neoliberalismo latinoamericano y la lucha por la construcción de sentido sobre el Estado

Las dimensiones simbólicas de la construcción neoliberal del siglo XXI
“El neoliberalismo es debatido y confrontado como una teoría económica, cuando en realidad debe ser comprendido como el discurso hegemónico de un modelo civilizatorio. La expresión más potente de la eficacia del pensamiento científico moderno es la naturalización de las relaciones sociales” (Edgardo Lander, 2003).
Este proceso de naturalización no se restringió a los estudios académicos hegemónicos, sino también –y tan importante como lo anterior– a sectores cada vez más amplios de la población, incluyendo a los sectores populares. La pregunta que surge es cómo se llega a esta naturalización. Para analizar este proceso quizás debiéramos recurrir a Wendy Brown: “En oposición a un entendimiento del neoliberalismo como un conjunto de políticas estatales, una fase del capitalismo o una ideología que libera al mercado con el fin de restaurar la rentabilidad para la clase capitalista, me uno a Michel Foucault y a otros en una concepción del neoliberalismo como un orden de razón normativa que, cuando está en auge, toma la forma de un racionalidad rectora que extiende una formulación específica de valores, prácticas y mediciones de la economía a cada dimensión de la vida humana” (Brown, 2016).
Desde esta perspectiva nos sumergimos en un terreno más difuso, pero no menos importante, para comprender la expansión neoliberal en el siglo XXI latinoamericano: la construcción de un “sujeto neoliberal” (individual y, por sumatoria, colectivo) que vive todos los aspectos de la realidad en la modalidad de la racionalidad neoliberal. Esta perspectiva configura un sujeto que actúa guiado por una “racionalidad rectora neoliberal” que le aplica la lógica mercantil “desde los sujetos” a la educación, la salud, el cuidado del cuerpo, la vida familiar y la vida barrial. En consecuencia, hay un proceso profundo de traslación desde el homo politicus, en donde las definiciones y decisiones individuales y colectivas estaban sujetas a racionalidades diversas (religiosas, culturales, axiológicas, tradicionalistas, partidarias), hacia un homo economicus en donde la única racionalidad posible es la del “capital humano”. Todos los aspectos de la vida quedan sujetos a esta lógica, y allí lo que importa es cómo mejorar el valor –y cómo justificar por el valor– presente y futuro de las actividades individuales y colectivas. Cuando todos los aspectos de nuestra vida individual y colectiva quedan subsumidos en la lógica de la mercantilización –a presente y a futuro–, el círculo neoliberal queda completo y la homogeneidad de un sistema –que es antidemocrático por excelencia– adquiere su dimensión más cruel.

Neoliberalismo, simbología y Estado
¿Hay una dimensión simbólica del Estado? Está bastante establecido por varios autores que el Estado posee varias dimensiones, una de las cuales –quizás la más relevante– es la simbólica. ¿Qué función o característica tiene? Nosotros proponemos aquí una conceptualización donde los símbolos son, claramente, una representación que genera identidad.
Un aspecto central de las representaciones sociales sobre el Estado está basada en los elementos identitarios que las sociedades construyen sobre el mismo y, a partir de allí, cómo se lo conceptualiza. De este modo, podríamos hablar de identidades en relación al Estado. Pero la concepción sobre el Estado es también, al mismo tiempo, una construcción social, y como tal está sujeta a la disputa entre actores sociales, grupos, partidos y espacios de construcción de saberes, incluyendo cada vez más a los medios masivos de comunicación.
Podríamos decir que en la base de las representaciones sociales y los elementos identitarios se hallaban las matrices sociales y culturales construidas a partir de paradigmas o modos de entender la realidad como un todo. La identidad sobre el Estado se constituye entonces como esquemas de representaciones compartidas y por lo tanto a partir de un sentimiento de pertenencia a un colectivo. Estas identidades construidas refieren a una concepción social y política sobre el Estado que tiene además implicancias a futuro, en la idea de una comunidad imaginada. La identidad que generan las representaciones compartidas tiene también un carácter intersubjetivo y relacional. La construcción de un relato identitario estatal, colectivo, resulta así central en su conformación, porque las representaciones compartidas promueven una lealtad común y regulaciones de tipo político-moral sobre eso que llamamos Estado.
También la construcción de una memoria del Estado y sobre el Estado. Por eso resulta importante analizar los mecanismos de construcción de identidad sobre el Estado y su rol a través de diferentes estructuras, instituciones estatales, culturales, políticas, mediáticas, etcétera: la generación de símbolos y representaciones sociales específicos y distintivos que se vuelven reconocidos y legitimados. Una representación simbólica por la positiva hacia el Estado generó durante décadas (1930-1990 y 2003-2015) una mirada identitaria a favor de las políticas públicas inclusivas y al rol interventor del Estado. El neoliberalismo ha venido construyendo desde hace décadas otra mirada: derruyendo toda perspectiva virtuosa sobre el Estado e instalando precisamente la concepción opuesta: el problema es el Estado.

Representaciones colectivas sobre el Estado nacional y popular en América Latina
Partiendo de las perspectivas arriba explicitadas podríamos establecer algunas de las dimensiones de las representaciones y los símbolos sobre los que se basaban las identidades comunes en relación al Estado. En primera instancia, el paradigma de la igualdad: basado en las perspectivas republicanas que surgieron con la independencia misma, en la idea de “república” latinoamericana estuvo –quizás más de lo que las propias elites criollas hubieran deseado– presente la idea –y la aspiración– de la igualdad. Era imposible enfrentar a las fuerzas de un orden colonial, construido sobre un Estado que garantizaba la desigualdad social y política, sin poner la cuestión de la igualdad en el primer plano. Aún relegada a su mínima expresión, la igualdad ante la ley representó durante dos siglos uno de los aspectos centrales en la legitimación social del Estado latinoamericano y su rol, en particular desde la perspectiva de los sectores populares. Para las elites, sin embargo –como bien señala Oszlak–, el eje simbólico era el orden y el progreso, no la igualdad.
Unida a la idea y la aspiración de la igualdad estaba asociada la búsqueda de la equidad. La equidad representó una aspiración de los sectores populares mucho más que –obviamente– las elites. La equidad operaba sobre las desigualdades económico-sociales, y allí la “república”, vista desde las elites, estaba en “peligro”. La equidad como representación colectiva tomará impulso y formato estatal en principio con la Revolución Mexicana y, dos décadas después –a partir de la de 1930– con los gobiernos nacional populares (“populismo”, en la jerga académica liberal) que hicieron de la “Justicia Social” –el correlato de la equidad– el eje central de su fundamento de legitimidad. El Estado nacional-popular se sostuvo por sus políticas específicas y también, en buena medida, por haber logrado consolidar una simbología sobre el rol equitativo de su acción. A partir del despliegue de los gobiernos nacional-populares de la década del 30 del siglo pasado, la acción del Estado era vista –desde los actores sociales populares– como redistribuidora de riqueza: frente a una sociedad desigual, donde los ricos poseían lo que no les correspondía, la acción del Estado era vista como positiva en tanto y en cuanto redireccionaba las riquezas hacia los sectores populares. Resultado de esta construcción inicial basada en la dupla igualdad-equidad, hay una construcción simbólica que considera a la desigualdad social –y muy particularmente la económica– como inaceptable y, por ende, al Estado que no operaba sobre esa situación como a un Estado fallido. Las sociedades no eran desiguales porque sí: la desigualdad tenía que ver con el rol estatal y su control por parte de las elites. Nuevamente, será el Estado nacional-popular el que trabaje sobre la identidad de un Estado que invierte sus apoyos y su accionar a favor de trabajadores y campesinos.
Junto a la dupla igualdad-equidad, otro aspecto clave de la percepción social latinoamericana sobre el Estado era la construcción social de la pertenencia a una Nación. Largamente analizada –en forma crítica por el marxismo y el liberalismo–, la idea de pertenencia a una Nación se constituyó en una de las construcciones sociales más potentes de los gobiernos nacional-populares. Esa construcción identitaria de los símbolos patrios era la referencia básica sobre la que se asentaba una idea más poderosa sobre el rol del Estado y la Nación: había bienes materiales, recursos públicos y actividades que debían estar en manos del Estado, por ser vitales para la Nación como tal. Esta perspectiva de un recorte –o varios– de actividades que debían imperativamente formar parte de la agenda del Estado nacional sostuvo y habilitó todo el proceso de creación de empresas públicas, y a la vez de nacionalizaciones de compañías extranjeras. Estado, Nación y Pueblo constituyeron una representación de una enorme potencia transformadora.
Vinculada a la tríada Estado, Nación y Pueblo, está la concepción que le atribuía a las elites un carácter antinacional y a las burguesías una incapacidad constitutiva –por debilidad o por extranjerizadoras– para hacerse cargo de la gestión y el desarrollo de empresas, industrias y aún del mismo Estado. De allí la potente articulación entre las concepciones sobre el Estado y sus capacidades desde los sectores populares, y la apelación al mismo por parte de los líderes nacional-populares. El correlato –de estas construcciones simbólicas “por la positiva” hacia las posibilidades, capacidades y rasgos del Estado– fue el despliegue de la institucionalidad estatal –incluyendo la gestión– a sectores cada vez más amplios de la vida social y económica: de las tradicionales funciones de policía, justicia y defensa nacional, el Estado nacional-popular pasó a desplegarse en áreas de Educación, Salud, Políticas Sociales, Pensiones, Derecho de Trabajo, Planificación económica, Empresas productoras de bienes y servicios, Construcción de obras de infraestructura, Política científico-tecnológica, etcétera. En fin, Estado y Nación se confundieron uno con la otra, y las realizaciones de las instituciones estatales reafirmaron los apoyos sociales al primero, en particular de los sectores populares.
La cuestión de las “capacidades del Estado” para llevar a cabo todas estas políticas –actividades– estaba fuera de discusión. En la construcción simbólica que se desplegó y fortaleció en los gobiernos nacional populares , la cuestión de las capacidades de gestión estaba ausente: iba de suyo que el Estado como institución –y sus propios trabajadores– estaba a la altura de las tareas a emprender. Los trabajadores estatales eran considerados “servidores públicos” y valorados por su contribución a la Nación y a sus habitantes en las diferentes tareas a emprender. El Estado nacional-popular formó a cientos de miles de trabajadores en los más diversos campos de gestión empresarial, administración y provisión de servicios sociales.
En esta construcción simbólica están ausentes, también, las consideraciones en torno al “costo” del Estado, quien, como garante de la búsqueda de la equidad, la igualdad y la consolidación de una nacionalidad inclusiva no está cuestionado respecto a la utilización de los recursos públicos. La cuestión del “costo” del Estado latinoamericano fue, inicialmente, una construcción simbólica de las elites, no porque impactara directamente sobre sus propias modalidades de acumulación de capital, sino porque era un argumento a utilizar frente a lo que veían como una amenaza: el trastocamiento del orden liberal tradicional por la acción económica, social y cultural de un Estado denso, extendido y con soporte popular.

Las instituciones y la construcciones simbólicas sobre el Estado
¿Dónde se constituyeron estas construcciones sobre el rol positivo del Estado, su vínculo con la equidad y la igualdad, y la constitución de una Nación como comunidad inclusiva? La institución clave en este sentido fue la escuela pública . El sistema público de educación había consolidado la simbología estatal post-independentista (las banderas, los próceres y también la aspiración a la igualdad republicana) a la que se le sumó la simbología típica de los gobiernos nacional-populares: el vínculo entre Estado y Nación, la búsqueda de la equidad, el culto al trabajo, o el respeto por los trabajadores públicos. La educación pública –en especial la primaria– contribuyó fuertemente al desarrollo de la identidad Nación-Estado. La educación superior universitaria, aún en su composición tradicionalmente elitista, contribuía a las representaciones simbólicas “por la positiva” del Estado y su rol, aunque más no fuera por la promoción de titulados que luego se hacían cargo de la conducción del Estado desde la política. También lo hicieron las empresas estatales, desde una doble perspectiva: su contribución a la Nación y a las capacidades desarrolladas por los trabajadores estatales. Los partidos políticos –como organizaciones de representación que buscaban precisamente acceder al gobierno y al Estado– también contribuyeron a la conformación de una identidad estatal. Las preocupaciones de la época sobre el vínculo entre Estado y política no giraban en torno a la “corrupción” o a las capacidades de gestión de quienes provenían del campo de la política, sino a la pertenencia ideológica del funcionario público: su procedencia partidaria, sus ideas populares o antipopulares, etcétera. Desde las organizaciones políticas, el Estado contribuía a la ampliación y consolidación de la democracia como “cosa pública”.
Escuela, empresa pública y partidos políticos eran la tríada sobre la que se asentaba la construcción simbólica que hacía de cierta identidad estatal su razón de ser. El rol de los sindicatos también fue clave en la consolidación de una perspectiva simbólica a favor del rol Estatal, en una doble perspectiva: por ser el Estado el árbitro y espacio de lucha-diálogo-consenso-desacuerdo entre sindicatos y patronales; y por el rol que los propios trabajadores estatales sindicalizados jugaban en la gestión estatal y sus alcances.

Representaciones y construcciones simbólicas del neoliberalismo a inicios del siglo XXI: ¿hacia una nueva construcción simbólica sobre el Estado?
Podemos esbozar, finalmente, los modos en que el neoliberalismo ha venido transformado y poniendo en jaque discursivo a las construcciones simbólicas “tradicionales” (las nacional-populares sobre el Estado). Desde nuestra perspectiva, allí radica una de las facetas más radicales en torno a las posibilidades de consolidación neoliberal en la América Latina del siglo XXI: crear nuevos marcos identitarios en relación al “deber ser” del Estado y a qué tipo de sociedad imaginamos. Los aparatos de representación que el neoliberalismo utiliza en el despliegue de su perspectiva del “capital humano” son hoy diversos en términos de dispositivos, aunque muy homogéneos en sus definiciones sobre el Estado. En todos los casos, el efecto buscado o alcanzado –voluntaria o tácitamente– es el de desdibujar esas identidades “por la positiva” del Estado nacional-popular democrático y promover una sistemática visión negativa sobre el rol y los alcances de la gestión estatal.
Un rol central en esta nueva “construcción de sentido” sobre el Estado lo juegan –quizás hoy como nunca antes– los medios masivos de comunicación: son hoy en América Latina grandes oligopolios mediáticos-empresariales cuyos intereses y perspectivas están en colisión con cualquier tipo de construcción político-social que se plantee algún control estatal de las variables financiero-empresariales. En este sentido es prácticamente imposible encontrar hoy –en las diversas modalidades radiales, visuales, graficas o virtuales que han adquirido los medios masivos hegemónicos de comunicación– alguna perspectiva que no remita a una definición “por la negativa” sobre el rol estatal en la vida social, independientemente, incluso, de las preferencias políticas a derechas o izquierdas. La cobertura sobre el rol del Estado circula siempre sobre un camino, no por trillado menos efectivo: la gestión estatal es incapaz de resolver las necesidades para las que fue creado; los trabajadores estatales son un obstáculo para el logro de los objetivos que el propio Estado tiene, debido a su sindicalización y sus derechos “excesivos”; la “clase política” es –como un todo– incapaz de hacerse cargo “seriamente” de la gestión estatal por dos motivos recurrentes que se muestran como inevitables e irreparables: demagogia y corrupción; y el Estado es un espacio de “despilfarro” de los impuestos que la ciudadanía paga.
Las consecuencias de este relato que construye sentido en crítica permanente a la gestión y las posibilidades del Estado son parte del “sentido común” que constituye al nuevo sujeto neoliberal en relación a este tema: mayores impuestos (más recursos para el Estado) son una carga que la sociedad en su conjunto soporta para obtener cada vez menos servicios; todos los servicios que puedan obtenerse por una vía que no sea estatal serán –en el imaginario mediático– de mejor calidad que los estatales; esto incluye áreas tales como infraestructura, salud o educación, pero también jubilaciones y seguridad policial; la reducción de los planteles de trabajadores públicos es una medida siempre valiosa, pues resulta claro que las plantas de personal están abultadas por la discrecionalidad política; el salario que los trabajadores cobran –independientemente de si es exiguo o no– es siempre excesivo y no guarda relación con el esfuerzo que deben hacer quienes están “fuera” del Estado. Como en un espejo inverso, la gestión del mercado es siempre referenciada como exitosa, sujeta al principio sacrosanto de la rentabilidad, marcada por el cuidado en el uso de los recursos y alejada de la corrupción “política”, como si los universos del mercado y el Estado fueran órbitas escindidas totalmente, sin puntos de contacto.
En los ámbitos educativos –educación primaria, secundaria y universitaria– las referencias que tradicionalmente podía generar una construcción de sentido identitaria “positiva” hacia el Estado están también en crisis. En primera instancia, la educación primaria y secundaria tradicionalmente de carácter público se ha ido deslizando en América Latina hacia la gestión privada, lo que pone distancia sobre las menciones al valor de lo público en materia de saberes. Y aún en ámbitos primarios y secundarios estatales, la simbología –la construcción de sentido empática con el Estado– ha quedado referenciada a los “símbolos patrios”, lejos de un trabajo consistente y curricular sobre la relevancia de lo público para el conjunto de la sociedad.
Las universidades estatales han sufrido un doble proceso de debilitamiento: por un lado la proliferación de instituciones de gestión privada, y por otro –en el caso de las públicas– la emergencia de centros, institutos y facultades que han sido cooptados por la lógica empresarial o neoliberal, lo que genera promociones enteras de egresados universitarios –aún de la esfera pública– listos para ponerse a “reducir” las dimensiones “malignas” del Estado. Las modalidades de gestión y de evaluación del propio funcionamiento de un número creciente de universidades han quedado atrapadas en la lógica del “capital humano”.
Los propios trabajadores estatales y sus organizaciones sindicales han visto reducidos sus márgenes de maniobra por las restricciones presupuestarias y salariales, y por la reducción de la esfera de influencia de su tarea sobre el conjunto de la sociedad. Lo que era visto como un aspecto aspiracional positivo –trabajar en el Estado– hoy es visualizado como una tarea “poco exitosa”, aún si la alternativa es no tener inserción laboral estable de ningún tipo.
Tampoco es desdeñable el impacto que en las representaciones colectivas –sobre todo las populares– tienen las condiciones en que décadas de desfinanciamiento y reducción presupuestaria estatal han dejado a las instituciones que están “en contacto” con los sectores populares: el deterioro edilicio y presupuestario de escuelas y hospitales, de ministerios y hogares, comedores, banca pública, rutas nacionales, etcétera, no es visualizado –ni señalado por los medios– como resultado de políticas específicas de desfinanciamiento, sino como consecuencia de la gestión estatal per se. En muchos lugares de América Latina, el único contacto que amplios sectores populares tienen con el Estado es en relación con las fuerzas represivas.

La construcción popular de una identidad negativa sobre el Estado
“Es necesario un esfuerzo de deconstrucción del carácter universal y natural de la sociedad capitalista-liberal. Cuestionar las pretensiones de objetividad y neutralidad de los principales instrumentos de naturalización y legitimación de este orden social: las ciencias sociales”. (Ernesto Lander, 2003)
Nos hallamos pues, hoy, rumbo a la tercera década del siglo XXI, aún luego de quince años de gobiernos mayoritariamente de carácter nacional-popular en América Latina. Y sin embargo, la “construcción de sentido” sobre el Estado y su rol está fuertemente teñido de una perspectiva neoliberal. ¿Qué está en riesgo? Hemos analizado esta construcción de sentido neoliberal en relación al Estado, pero a sabiendas de que lo que está en juego es, junto con el Estado, el carácter y el sentido mismo de nuestras sociedades. El “sentido común” sobre conceptos tales como la igualdad, la equidad, la justicia social y la democracia han sido modificados como resultado de las transformaciones en la construcción de sentido neoliberal. La igualdad no se percibe como resultado de la acción del Estado en un orden republicano, sino como la igualdad de acceso al mercado. Es el mercado el ámbito donde la igualdad adquiere sentido. Precisamente, lo que era visto como un ámbito de generación de desigualdad ha pasado a ser mostrado y percibido como el espacio donde la igualdad es alcanzada. Vinculada a la igualdad, la idea de la equidad también ha sido “desprendida” de la acción del Estado: más aún, el accionar del Estado, cuando interviene en la determinación de los impuestos de carácter progresivo y en la ampliación de los presupuestos destinados a ampliar su esfera de influencia, es señalado paradójicamente como generador de inequidades. La justicia social ya no es la nivelación por la vía de las políticas públicas –el accionar del Estado– de las desigualdades que genera el mercado, sino que la acción estatal es un componente más que atenta contra la equidad y la igualdad, pues “distorsiona” el campo de la economía y su accionar virtuoso. Los bienes y servicios públicos, por ejemplo, en vez de ser vistos como desmercantilizadores de bienes considerados como derecho, son señalados como actividades que generan inequidades y desajustes económicos, precisamente porque desmercantilizan lo que debiera ser pagado individualmente. Así, toda política niveladora, programas sociales o educativos, políticas compensatorias, subsidios a tarifas o a bienes de consumo, son vistos como una acción “inequitativa” que distorsiona el accionar virtuoso del mercado.
El cuestionamiento a lo público se ha iniciado en relación a las actividades y el rol del Estado, pero en el fondo –en la medida que avanza– pone en discusión la misma democracia, tal cual la concebimos. Todos sabemos que la democracia tiene tantas variantes –social, liberal, radical, republicana, representativa, autoritaria, directa, participativa, deliberativa o plebiscitaria– como significados, y sobre todo tantas prácticas como le dan los pueblos y los gobiernos. Pero en todos los casos la democracia se basa en un principio nodal: las sociedades se ven a sí mismas como un colectivo donde las definiciones de sentido están sujetas a variables y definiciones de carácter político, social, religioso, cultural, artístico, valorativo y económico. Queremos decir con esto que las democracias no sólo deben tender a ampliar los espacios ciudadanos de toma de decisiones, sino que esas decisiones también deben tomar en cuenta variables diversas. Precisamente en ese punto –en la toma de decisiones colectivas desde variables diversas– es en donde el neoliberalismo amenaza la democracia: como hemos visto, la construcción de sentido neoliberal subsume todas las decisiones a la lógica del “capital humano”. No hay definiciones atravesadas por cuestiones tales como los derechos, las necesidades, las valoraciones o las tradiciones, y así en la totalidad de la diversidad societal: el homo economicus sustituye al homo social y político. De triunfar esta perspectiva, los ámbitos y modelos de toma de decisiones en relación al Estado y la sociedad se reducen sensiblemente: la viabilidad económica y la rentabilidad son la única norma a tomar en cuenta.
Una tarea urgente pues para los proyectos políticos nacionales, populares y democráticos es trabajar sobre la recuperación y la creación de identidades y símbolos de y sobre el Estado como ámbito de redemocratización social. Recuperar y trabajar por la recuperación de la identidad simbólica positiva sobre el Estado significa más democracia real, y en nuestra América Latina más democracia real significa menos neoliberalismo.

Referencias
Brown W (2016): El pueblo sin atributos. Barcelona, Malpaso.
Lander E (2003): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Buenos Aires, CLACSO.

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