El desafío de comunicar en plena revolución digital

La comunicación es un derecho fundamental y un método de vinculación humana que se encarga de intercambiar mensajes y productos culturales. El avance tecnológico en esta materia viene haciendo realidad facilidades de acceso a la información y nuevas opciones de convergencia multimedia que eran inimaginables hasta hace muy poco tiempo. Pero este proceso ubicuo de conectividad creciente debe ser observado desde diversos ángulos, no solo desde la idea positivista clásica que vincula el avance de la técnica con el progreso social, sino también como una transformación en los modos de vida, en las formas de consumo y en las vinculaciones relacionales entre los seres humanos.

Por supuesto, estos cambios frenéticos en las formas de la comunicación afectan a las formas de la política, tanto en su capacidad de representación como en sus modos de comunicar gestiones e idearios. La visibilidad de los hechos y de los actos es condición sine qua non para cualquier fin o persona política, pero hoy parece una necesidad primaria para cualquier persona que desee estar dentro del ecosistema tecnológico que va ganando terreno, siguiendo los atajos que ofrece la hiperconectividad global.

Parte central de esta segunda revolución de las máquinas (Igarza, 2021) es la transformación del espacio público y de las acciones que en él se desarrollan. Las fronteras entre lo público y lo privado se han tornado, de mínima, difusas. Lo que antes sucedía en la territorialidad material hoy se lleva a cabo en espacios virtuales de fácil acceso, sólo limitados por la falta de conectividad. Así pues, las prácticas dependientes de las nuevas tecnologías, en el marco de la situación actual de pandemia, han generado una sensación general de incertidumbre que ha llevado a preguntarse si en el futuro algo volverá a ser como era antes.

Otra de las modificaciones abruptas que trae aparejada esta revolución digital es el debilitamiento de la noción de actualidad. La aceleración de los mensajes, dirigidos en direcciones infinitas e incognoscibles, hace más efímera la sensación de actualidad y produce rupturas en el ya deteriorado vínculo entre emisor y receptor. Este es un desafío muy complejo, tanto para políticos y políticas como para comunicadores y comunicadoras. ¿Cómo hablar del presente cuando el ahora ya pasó? ¿Cómo adaptar el discurso político a públicos variados y heterogéneos que consumen más información en un día que la que consumían sus abuelos y abuelas en un año?

Las respuestas podrían habitar en la convergencia de los dispositivos tecnológicos, que han delineado una nueva comunicación social. La superabundancia de contenidos, la sobreoferta de hedonismo, el entrecruzamiento de los mensajes y de los discursos, generan dinámicas de intercambio distintas y volátiles que son más fáciles de experimentar que de explicar, pero que permiten distintas posibilidades de intervención activa y de influencia parcial.

Como comunicadoras y comunicadores sociales estamos obligados a insertarnos en esa ubicuidad triunfante de la revolución digital, y para eso debemos diseñar, en simultáneo, contenidos para Facebook, para Twitter, para Instagram y la lista cada vez se hace más extensa. Los discursos políticos conviven en las redes, se adaptan a nuevas formas de consumo y se insertan en una creciente y encarnizada competencia por ser vistos. Las lógicas multimediales limitan al discurso político en torno a valores que priorizan, por sobre el contenido en sí, las nociones de inmediatez, simultaneidad, impacto y la compartición global del mensaje.

Nuestro trabajo es una ardua labor de inserción de discursos políticos en ese ecosistema digital convergente. Los contenidos, por más que se refieran a un mismo hecho, cobran características diversas, dependiendo de la plataforma en la que se inscriban. Ya no hay productos masivos para todos y todas, ahora son productos de nicho, direccionados y encorsetados. Por lo tanto, la comunicación masiva es ahora comunicación orientada a una masa fragmentada y agrupada en torno a algunos valores aleatorios que hace a los sujetos orgullosos por pertenecer. Pertenecer para ser.

 

La era de las soledades hiperconectadas y la monopolización del nomadismo

“Cada persona, retirada dentro de sí misma, se comporta como si fuese un extraño al destino de todos los demás” (Alexis de Tocqueville).

La información online se edifica y disemina sobre soportes materiales que soportan la inmaterialidad. Lo que pudiera pensarse como contradicción es en realidad una conjunción de formatos que han venido a cambiarlo todo. La oferta tecnológica multipantalla, junto a sus variadas interfaces combinadas y simultáneas, prescribe nuevas modalidades de consumo y nuevas formas de sociabilización a distancia. Estas modalidades son, a su vez, alentadas por rutinas urbanas que delinean nuevos tipos de individualidades y, por lo tanto, a nuevos sujetos políticos.

Como afirma Roberto Igarza (2021: 2), “las nuevas tecnologías le dan un sentido y un modo relacional al nomadismo social”. El nomadismo en la era de la información se refiere al desarraigo de las sociedades de ciertas estructuras identitarias propias de la modernidad y de su traspaso sin escalas a los designios de la aldea global posmoderna.

Aquí se observa una diferencia estructural nodal: los objetos, que en la modernidad eran herramientas de los sujetos, se han convertido en intermediarios activos –híper-objetos– en los vínculos humanos, los cuales se tornan cada vez más intersticiales, es decir, que ocupan los pequeños espacios de tiempo que quedan entre conexión y conexión. Estos híper-objetos, por su importancia para la vida humana, han tendido a la creación de hipo-sujetos, personas apocadas, introvertidas y sedentarias (Igarza, 2021). El nomadismo social se encarga en la posmodernidad de crear la cultura, una idea que se entronca con la “crítica de la cultura” de Zygmunt Bauman (1999) que establecía que la cultura pasaría a ser producida por las sociedades sedentarias (Benítez Márquez, 2010).

La aparición de las redes sociales, que supuestamente irrumpieron para compensar algunas carencias del relacionamiento social de los sujetos, ha sido una motivación más para esta creciente reclusión ensimismada. Esta idea nos recuerda el planteo central de La muchedumbre solitaria (1950), obra en la que David Riesman contrastaba “una sociedad dirigida hacia el interior, donde los hombres se basan en metas y sentimientos internos, con una sociedad dirigida hacia el exterior, donde las pasiones y compromisos dependen de aquello que las personas perciben como los sentimientos de los demás” (Sennett, 1977: 18).

En este contexto, la sociedad actual es dirigida hacia el interior y no propone alternativas reales y concretas para desarrollarse con y para el otro. Tampoco es una opción sustentable convertirse en un anacoreta digital, porque es necesario estar en línea y actualizados al instante, incluso para desarrollar actos colectivos. Uno de esos actos colectivos es la producción de contenidos culturales que ya no pueden prescindir del ecosistema digital y de sus modos de consumo prescriptivos.

La tecnología ha dejado de ser “un medio para”, para convertirse en un lugar de encuentro, que en cierta forma está suplantando a las acciones sociales presenciales y que establece cómo viviremos a partir de esta segunda revolución de las máquinas. En este sentido, resulta preocupante saber que nuestras vidas se rigen en cierto modo por lógicas de consumo enclaustradas en algoritmos secretos, a los que ni siquiera los Estados tienen acceso y que se han diseñado para sostener públicos cautivos y cautivar a públicos ajenos. Esto lleva a preguntarnos: ¿cómo será el devenir del desarrollo tecnológico y de las sociedades de redes, si quienes están a su cargo no se guían por una mínima convicción moral? ¿Cómo enfrentar el discurso único promovido por una industria tecnológica concentrada y con mayor poder que varios países en conjunto?

La promesa de horizontalidad y pluralidad que propagandizó la llegada de Internet no se ha cumplido, porque las empresas dedicadas a la administración del ecosistema digital son muy pocas y cada vez menos. Inmensas estructuras ramificadas que se descentralizan, pero que no se desconcentran; que consumen más recursos, pero requieren menos fuerza de trabajo; y que desarrollan estrategias comerciales creativas para desligarse de sus obligaciones tributarias, desconociendo las fronteras de los Estados Nación.

Por todo lo descrito, la revolución digital no debe ser tomada a la ligera. Debe ser abordada como un proceso global que afecta los modos de comunicación, los consumos culturales y, como nunca antes, ha venido a construir un nuevo tipo de sujeto social. Un sujeto ajeno a las discusiones materialistas del siglo pasado, impotente para transformar la realidad y atravesado por una apatía egocéntrica.

Es un momento difícil para quienes anhelamos la (re)construcción de una comunidad organizada bajo parámetros de igualación social. Son tiempos de aceleración del proceso de individuación de lo masivo, un individualismo forzoso que alienta el nomadismo y el globalismo desarraigado, la pérdida de identidades y todo esto se entremezcla en una vorágine de sobreinformación que ha venido a poner en duda todo lo que considerábamos real y a recuperar discusiones perimidas en clave individualista y reaccionaria.

La revolución tecnológica será desigualitaria mientras siga guiada por el capital transnacional y –apenas– intervenida por los sujetos de carne y hueso que formamos parte de ella.

 

Referencias bibliográficas

Bauman Z (1999): La modernidad líquida. México, Fondo de Cultura Económica.

Benítez Márquez E (2010): “Infinito, nihilismo y nomadismo: tres paradojas de la sociedad postmoderna”. Cuadernos de ontología, 10.

Igarza R (2021): Ubicuidad: Las nuevas formas de relación con el sistema cultural-mediático. Material de cátedra.

Riesman D (1950): La muchedumbre solitaria. Buenos Aires, Paidós.

Sennett R (1977): El declive del hombre público. Barcelona, Anagrama.

 

Bruno Beccia es comunicador social y trabajador de las áreas de redes y de prensa de la Dirección de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires.

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