De masacres y resistencias: Rodolfo Walsh y el policial argentino

En el 65° aniversario del levantamiento del 9 de junio de 1956 comandado por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, rendimos nuestro humilde homenaje a los héroes del Movimiento Nacional Justicialista que parieron la Resistencia Peronista. Además, queremos recordar de manera particular a quien se jugó el pellejo para que la verdad histórica prevaleciera. En Operación Masacre, Rodolfo Walsh –nacido en 1927 en un pueblo rionegrino de errático nombre y devorado en 1977 por las fauces de la ESMA– supo dilucidar el trasfondo de los fusilamientos perpetrados en los basurales de José León Suárez por el gobierno dictatorial de Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas. A la vez, preservó limpia la memoria de las víctimas, desde Nicolás Carranza y Carlos Lizaso hasta Juan Carlos Livraga o Mario Brión, es decir, desde quienes decidieron dar la vida por Perón hasta quienes cayeron imprevistamente en las garras de un incipiente terrorismo de Estado que recrudecería dos décadas más tarde. Claro que, para recordar a Walsh, lo discutiremos, o al menos relativizaremos cierta tesis que él mismo volcó sobre su escritura de ficción, y elaboraremos nuestra propia hipótesis.

¿Cómo calificar a Walsh? ¿Fue un escritor, un periodista, un detective, un militante político, un mártir de la revolución que no fue? ¿Todo esto junto o algo más que lo que deriva de su suma? En “Rodolfo Walsh: tabú y mito”, la introducción para una reedición de Operación Masacre del año 2001, Osvaldo Bayer le iba colgando distintos motes y los descartaba de a uno, porque –sostenía– no lograban, o más bien obliteraban, la posibilidad de dimensionarlo en su verdadera estatura. Sobre el final, se inclinaba por una definición poética: “Rodolfo Walsh no existe. Es sólo un personaje de ficción. El mejor personaje de la literatura argentina. Apenas un detective de una novela policial para pobres. Que no va a morir nunca”.

No podemos dejar de acordar con la definición de Bayer si recordamos aquel 25 de marzo de 1977 y a ese Walsh disfrazado de anciano, parapetado detrás de un árbol, disparando con un revólver calibre 22 al grupo de tareas comandado por el Tigre Acosta y Alfredo Astiz. Walsh, ávido lector de novelas policiales, obligando a que los hacedores de la “miseria planificada” –que denunció meticulosamente en su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar– abran fuego y lo acribillen. Walsh haciendo propias las palabras que su hija Victoria dijera antes de suicidarse: “ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir”. Walsh encarnando, como buen héroe lector, a un Erik Lönnrot[1] de policial negro –definitivamente negro– que acude a su cita envenenada. Walsh llevando al límite y a un mismo tiempo las posibilidades del género policial y el periodismo de investigación: nunca podremos ir más allá, parece decirnos, porque más allá está la propia muerte.

Un dato curioso: entre todas las calificaciones posibles, en la mencionada Carta abierta Walsh reivindicaba su carácter de “escritor”. Justamente él, que desde 1970 había dejado de publicar obras de ficción y se dedicó de lleno a la militancia política, so pena de postergar para siempre su esperada novela. En los momentos más oscuros de la dictadura se encontraba elaborando algunos relatos que acabarían corriendo la misma suerte que su autor. Quiero decir que, hasta el día de hoy, están desaparecidos.

 

Walsh y el género policial

Si nos remitimos a la trayectoria de ese “Walsh escritor”, notaremos que el año 1965 se muestra como uno de los más productivos. Entonces aparecieron sus dos obras teatrales –La granada y La batalla– y el volumen de cuentos Los oficios terrestres, que contiene algunos relatos imprescindibles como “Esa mujer”, “Fotos” o “Irlandeses detrás de un gato”. Ese mismo año también se publicó RW, una semblanza autobiográfica pletórica de ironía borgeana, en donde Walsh decía “abominar” del género policial que supo cultivar en sus primeras publicaciones. Confesaba, además, que a Variaciones en rojo, su primer libro editado en 1953, lo había hecho “en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero”. Luego informaba que se había llamado al silencio durante cuatro años, porque no se consideraba “a la altura de nadie” y cerraba el párrafo con un lacónico “Operación Masacre cambió mi vida” (2013: 496).

Diferiremos aquí con lo afirmado por Walsh en un punto fundamental: él nunca abjuró del género policial, pero sí de la relación entre Estado, ley y verdad que estructuraba sus primeros relatos. La continuidad del policial no sólo puede advertirse en esa transmutación del propio autor en detective y personaje que esbozábamos al inicio, sino que la matriz del género persiste dentro de su obra de no-ficción, en continuo vaivén entre las modalidades “de enigma” y “negra”. Adoptando una idea de Ricardo Piglia (1991), la continuidad se expresaría también en la tematización que el género policial hace de la literatura concebida como proceso de acceso a una verdad. En este sentido, todo relato daría cuenta del paso de un no saber al saber, y el policial justamente tematiza ese procedimiento. Pero, más allá de esta coincidencia raigal, en la obra de Walsh es el propio lugar de la verdad lo que resulta cuestionado y reconfigurado. Si comparamos algunas de sus obras podremos evidenciarlo.

 

Primer momento

En el primer volumen de cuentos es clara la influencia de Borges y Adolfo Bioy Casares, artífices de Seis problemas para don Isidro Parodi, obra de 1942 que, según el propio Walsh, inaugura el género policial en la Argentina. En las historias que integran Variaciones en rojo (1953) aparecen dos personajes principales: el comisario Jiménez y Daniel Hernández, corrector de pruebas de editorial Corsario y detective vocacional. Ambos cultivan una amistad sin fisuras, cuyo origen desconocemos, y se complementan a la hora de resolver los enigmas. Jiménez, como encarnación de la ley del Estado, representa la visión oficial. En todos los relatos, tal visión se muestra indefectiblemente superficial, motivo por el cual el comisario recurre al saber de quien ha aprendido a leer los indicios gracias a su oficio. Esto aparece explicitado por Walsh en la “Noticia” que abre el libro: “seguramente todas las facultades que han servido a D.H. en la investigación de casos criminales eran facultades desarrolladas al máximo en el ejercicio diario de su trabajo: la observación, la minuciosidad, la fantasía (…) y sobre todo esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión” (2013: 22). El primer cuento se titula, sintomáticamente, “La aventura de las pruebas de galera”. Allí, el corrector despeja el misterio sobre un posible accidente, suicidio u homicidio, observando las marcas que la víctima dejó en el borrador final de una publicación de la editorial donde Hernández trabaja. Por otra parte, cabe decir que D.H. funciona como alter-ego de R.W.: no solo su oficio coincide con el que el joven Walsh desarrolló en la editorial Hachette, sino que el escritor también supo firmar textos periodísticos con esas otras iniciales. Además, si nos desplazamos a aquel plano extraliterario tan fructífero para ponderar a Walsh en su verdadera estatura, su capacidad para leer los indicios se consagró en la anticipación de la invasión norteamericana a Bahía de los Cochinos, cuando interceptó y consiguió desentrañar los mensajes encriptados de la CIA. Volviendo a sus primeros relatos de ficción, podríamos decir que no presentan a un cultor purista del policial de enigma, porque los crímenes encuentran motivaciones psicológicas y sociales. Sin embargo, los casos presentados no dejan de circunscribirse a los ámbitos privados de la burguesía o, parafraseando a Michel Foucault, al “juego silencioso de los cautos” (Link, 2003: 21).

 

Segundo momento

Si vamos a los relatos que conforman Cuentos para tahúres, escritos entre 1950 y 1962, veremos que el lugar de Jiménez es ocupado por un comisario jubilado de apellido Laurenzi. Daniel Hernández no participa activamente en las resoluciones de los crímenes, sino que se dedica simplemente a reproducir los casos que su amigo rememora en alguna mesa de bar. Como detective y narrador “diferido” de estas historias, Laurenzi hace su aparición en un relato titulado “Simbiosis” (1953), desde cuyo párrafo inicial afirma lo siguiente: “El país es grande. (…) Usted ve campos cultivados, desiertos, ciudades, fábricas, gente. Pero el corazón secreto de la gente, usted no lo comprende nunca. Y eso es asombroso porque soy policía. Nadie está en mejor posición para ver los extremos de la miseria y la locura. Lo que pasa es que uno también es un ser humano. Pasado el tiempo nos cansamos, dejamos que las cosas resbalen sobre nosotros. (…) Con tres o cuatro palabras explicamos todo: un crimen, una violación o un suicidio. (…) ¡Pobre de usted si me trae un problema que no se pueda resolver en términos sencillos: dinero, odio, miedo!” (2013: 215).

La serie de cuentos protagonizados por Laurenzi lo irán mostrando como una víctima de sus propias palabras: las resoluciones de los enigmas no podrán circunscribirse a un puñado de intenciones adivinables y sus experiencias de vida –fundamento de la verdad para el género policial en su vertiente negra– pondrán en evidencia que las complejidades de lo social exceden cualquier planteo teórico o racional. El desencanto va invadiendo los relatos hasta desembocar en el último de la serie. Escrito en 1962, lleva por título “En defensa propia” (1962). Allí Laurenzi repasa el caso que le demostró que “ya no servía para comisario”: “Estaba viendo las cosas, y ya no quería verlas” (2013: 279), confiesa a Hernández. Recuerda la llamada de un juez para que vaya a su casa y verifique un asesinato cometido en supuesta defensa propia. Laurenzi observa la escena y descifra el montaje perpetrado por el alto magistrado, quien pretendía hacer pasar el ajuste de cuentas con un maleante que había descarrilado a su hija con un asalto a su domicilio sin otra motivación aparente. Laurenzi comprende que no alcanza con la capacidad para saber leer los indicios. El lugar de la verdad pasa entonces a la esfera de la voluntad, del “querer ver” para “saber”. Finalmente, Laurenzi le dice al juez: “No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo, y que usted lo madrugó. Todo el mundo lo va a creer, y yo mismo, si mañana lo leo en el diario, capaz que lo creo” (2013: 284).

 

Tercer momento

Vayamos ahora a Operación Masacre, obra inoxidable publicada por primera vez en 1957. Allí, Walsh decidió retomar la tarea en el punto exacto donde Laurenzi la abandona. Walsh quiso ver, y esa voluntad conllevó la necesaria politización de su investigación. Con esta primera obra de no ficción, Walsh dio continuidad al género policial, al tiempo que lo revolucionó. Cuando se topó con la increíble historia de Juan Carlos Livraga, “el fusilado que vive”, decidió tomar cartas en el asunto y desanduvo el camino iniciado por Edgar Poe, unificando las figuras del detective, del narrador y del autor. Por otra parte, impulsado por el “coraje civil” y la “fe en la justicia”, su tarea de inteligencia ya no tuvo como objetivo el descubrimiento de una verdad, sino el desentrañamiento de una red de mentiras. Denunció entonces a la ficción urdida por el Estado terrorista y a ella le contrapuso las “evidencias” recogidas por su minuciosa investigación. Buscando restituir algo de justicia a las víctimas y a sus familias, se acercó al peronismo a través de los sujetos populares y escuchó de sus bocas una suerte de contra-rumor, múltiple y contradictorio, que se contraponía al relato oficial que negaba la masacre. Podríamos decir que, en suma, Operación Masacre es la contracara de Variaciones en rojo. A partir de allí, será imposible la coexistencia y complementariedad de las visiones de Jiménez y Hernández, tan imposible como imaginar una relación amistosa entre Rodolfo Walsh y el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez.

 

Palabras finales

En los años subsiguientes, Walsh verificará el manto de impunidad que acabó imponiéndose a pesar de las contundentes “evidencias” presentadas. Así lo explicitaba en ¿Quién mató a Rosendo?, su última obra de investigación aparecida en 1969: “Hace algunos años, al tratar casos similares, confié en que algún género de sanción caería sobre los culpables: que el coronel Fernández Suárez sería castigado, que el general Quaranta sería castigado. Era una ingenuidad en la que hoy no incurriré. (…) El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene” (1985: 166). A propósito de esta asunción de cierta candidez original y del posterior escepticismo que lo llevaría a decidirse por la lucha armada, recordamos la distinción de Mempo Giardinelli (2013) entre los cultores del género policial de Estados Unidos y Latinoamérica: mientras los primeros creen en el sistema y su capacidad correctiva, los segundos verificarían que los crímenes y la corrupción no son excepciones del sistema, sino las reglas de su funcionamiento. En tal sentido, podríamos decir que la continuidad del policial en Walsh se manifiesta en una parábola que va desde la cosmovisión norteamericana hacia la latinoamericana.

Es cierto que Rodolfo Walsh fracasó en su intento de hacer prevalecer a la justicia. Sin embargo, con el paso del tiempo sus textos de no ficción consiguieron erigirse como verdades históricas. Al mismo tiempo, junto con Carlos Gamerro (2005) podríamos afirmar que Operación Masacre representa “el paso decisivo hacia un género policial auténticamente argentino”, porque Walsh supo superar al policial negro en el momento mismo de absorberlo: “quien investiga –Walsh mismo– no es un policía o un detective. sino un periodista; la policía ha cometido el crimen y el aparato judicial se ha encargado de encubrirlo, la lucha del investigador no es lograr que se haga justicia, ni siquiera que se la aplique la ley, sino, más modestamente, hacer saber la verdad –que nadie quiere oír”.

Desde la matriz del género policial, Walsh fue el primero en advertir la inversión de las relaciones entre el Estado, la ley y la verdad, y en leer los indicios de las ficciones que suelen tejer la realidad política de nuestro país. Un país en donde las fuerzas del antiperonismo han sabido implantar “las más crudas y despiadadas tiranías”,[2] regando la patria con sangre popular mientras baten el parche de la democracia y la libertad.

 

Bibliografía

Gamerro C (2005): Disparen sobre el policial negro. http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2005/08/13/u-1032278.htm.

Giardinelli M (2013): El género negro. Buenos Aires, Capital Intelectual.

Link D, compilador (2003): El juego silencioso de los cautos. Buenos Aires, La Marca.

Piglia R (1991): “La ficción paranoica”. http://salonkritik.net/08-09/2009/08/la_ficcion_paranoica_ricardo_p_1.php.

Valle JJ y R Tanco (1956): “Proclama”. www.elhistoriador.com.ar/proclama-de-valle-y-tanco-alzamiento-del-9-de-junio-de-1956.

Walsh R (1977): “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. https://es.wikisource.org/wiki/Carta_abierta_de_un_escritor_a_la_Junta_Militar.

Walsh R (1985): ¿Quién mató a Rosendo? Buenos Aires, de la Flor.

Walsh R (2001): Operación Masacre. Buenos Aires, de la Flor.

Walsh R (2013): Cuentos completos. Buenos Aires, de la Flor.

 

Juan Ezequiel Rogna es doctor en Letras (UNC) y profesor asistente de la cátedra Literatura Argentina II (Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC).

 

[1] Protagonista de “La muerte y la brújula”, célebre relato de Jorge Luis Borges incluido en el libro Ficciones (1944).

[2] Recogemos la expresión de la “Proclama” publicada por los generales Valle y Tanco en la noche del 9 de junio de 1956.

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