Reflexiones en torno a una política universitaria

Uno de los ejes del debate contemporáneo en materia de política educativa puede resumirse en que de un lado están quienes piensan que una educación de calidad es sinónimo de educación elitista y ajustada a los estándares hegemónicos en el plano internacional, y del otro quienes pensamos que es posible y necesario generar una educación de calidad inclusiva y apropiada a las necesidades de cada comunidad. Al referirnos a la educación superior, quienes compartimos el segundo criterio tendemos a asumir la siguiente premisa: la universidad es un vehículo de ascenso de la calidad de vida de toda la comunidad, no solamente de los universitarios. Esto tiene varias consecuencias, entre las que cabe señalar:

  1. No es válido pensar a la universidad como una fábrica de profesionales. No terminar la carrera no es sinónimo de fracaso susceptible de mensurarse en términos de deserción. El paso de cada estudiante por las aulas le permite adquirir saberes y conocimientos útiles, tanto a título individual como también para la comunidad de la que forma parte, con prescindencia de obtener o no el título respectivo. Por ende, la relación entre ingreso y egreso no es indicador de eficacia del sistema, ni nada por el estilo.
  2. Ningún profesional universitario puede realizarse sino en el seno de una comunidad que se realiza. Las mallas curriculares, los programas de las asignaturas y la formación de los docentes deben orientarse a satisfacer demandas y necesidades de la sociedad de la que cada institución universitaria forma parte y no sólo a las demandas y necesidades de las elites o del mercado.
  3. Los criterios de excelencia deben ser medidos en función de su aporte real a la comunidad y no según estándares impuestos por rankings internacionales. Por ejemplo, una publicación en una revista de filosofía o de ciencias sociales en inglés no debe otorgar mayor puntaje que un artículo publicado en castellano. Es obvio que los temas de agenda prioritarios en publicaciones anglosajonas no tienen por qué coincidir con los prioritarios en América Latina, ni el abordaje de esos temas habrá de ser el mismo. En el caso de las ciencias exactas y naturales, el criterio puede ser diferente en cuanto a que haya determinadas publicaciones científicas en inglés a las que en algún caso quepa dar mayor importancia, aunque siempre debe priorizarse la contribución de la investigación al medio.
  4. La investigación, la docencia y la vinculación deben estar articuladas con el resto del sistema científico-tecnológico nacional, en el marco de una política que contemple los recursos y las necesidades de un país de desarrollo medio con las particularidades de la Argentina y su inserción en América Latina.
  5. No puede privilegiarse la búsqueda de una buena ubicación de una universidad en algún ranking internacional por sobre la producción de conocimientos y de profesionales apropiados en función de las necesidades e intereses del país. Obviamente, no cabe criticar la obtención de los mejores lugares en los rankings internacionales, lo que se critica es que los aspectos formales sean más relevantes que los sustantivos, que obtener un mejor puesto sea más importante que mejorar las condiciones de vida de los cursantes y del medio en que la universidad está instalada.

Revisando textos para escribir este artículo, encuentro uno publicado en la anterior época de Movimiento, hace ya diez años. Veo que conserva vigencia, en especial en lo tocante a las universidades tradicionales, por lo que a continuación me voy a basar en aquel texto para hilvanar estar reflexiones en torno a los cuatro puntos expuestos.

Decía entonces que no creo mucho en la esencia de las cosas, y menos en la esencia de las cosas creadas por los seres humanos. Por eso no pienso partir de una supuesta “esencia inmutable” de la Universidad (con u mayúscula) para discutir si debe privilegiar la búsqueda de la verdad por sobre la formación de profesionales, la investigación por sobre la docencia, o la ciencia pura por sobre la ciencia aplicada. La universidad es lo que una sociedad decide que sea. No digo “lo que una sociedad quiere que sea”, o “necesita que sea”, pues ni las sociedades ni los individuos pueden tener siempre claro lo que quieren o necesitan –si no, no tendría tanta vigencia el concepto de “hegemonía”–, pero siempre, por acción u omisión, se toman decisiones. La universidad, como cualquier otra institución, corre siempre el riesgo de ser aquello que los sectores dominantes de la sociedad quieren que sea, en función de la propia preservación de la estructura de dominación vigente en cada momento histórico. En los tiempos que corren, esa estructura abomina de la generación de pensamiento crítico y responsable, prefiriendo promover docentes y estudiantes que se focalicen en aspectos instrumentales y parciales. Para eso nada mejor que tener alumnos que sólo ansían recibirse para insertarse en el mercado, rindiendo materias libres, exigiendo la multiplicación de turnos de examen o asistiendo a cursos dictados por docentes que muchas veces solamente conocen y se interesan por su parcela de saber especializado, cuando no ocurre que ni siquiera esa parcela del saber les interesa, sino que sólo buscan el prestigio que brinda poner en la tarjeta de presentación: “profesor de la Universidad”.

Señalaba también en aquel artículo el problema de la confusión entre el carácter público de la universidad, cuando a veces acontece que lo único que tiene de público es la gratuidad. Invito al lector a comparar los programas de estudio de nuestras universidades públicas con los de muchas privadas: habrá de constatar que con llamativa frecuencia las diferencias son mínimas.

En líneas generales, especialmente en las universidades tradicionales, las carreras están concebidas o bien en función de los conocimientos instrumentales requeridos por los sectores más favorecidos del mercado, o bien en función del capital simbólico que la estructura de dominación confiere a determinados estudios. Pero no están concebidas en función del bien público. Por ejemplo, un estudiante de derecho puede recibirse de abogado teniendo un acabado conocimiento del funcionamiento de las sociedades anónimas, pero sin haber tenido ni una sola hora de clase acerca de las cooperativas. En derechos reales aprende todos los modos de tenencia, posesión o propiedad de cosas muebles o inmuebles, sin hacer siquiera alusión no ya al porqué de la existencia de la propiedad privada, sino ni siquiera a su función social o a la administración comunitaria de la propiedad en las culturas de los primeros pobladores de nuestro país.

Un estudiante de arquitectura se puede recibir sin haber escuchado a ningún profesor hacer referencia a lo que implica habitar, salvo que curse la asignatura optativa Teoría del habitar existente en pocas facultades de nuestra América. Las consecuencias están a la vista: basta con mirar una revista de arquitectura y tratar de descubrir una persona en alguna fotografía de sus páginas satinadas. Si llega a aparecer, lo hace como mero elemento decorativo. ¡La persona es el decorado del dormitorio o del comedor!

El psicólogo se recibe sabiendo mucho de clínica pero nada de políticas públicas de salud mental. El licenciado en administración piensa que el personal de la empresa no es más que un mero recurso humano. El veterinario o el ingeniero agrónomo no se cuestionan qué es la vida. El médico no tiene formación psicológica y termina por considerar al cuerpo y a la psique como dos realidades separadas, pertenecientes a dos entidades autónomas. El dentista no estudia estomatología, como si los dientes no fueran parte de la boca. El contador no se pregunta por qué debe haber impuestos, ni tiene idea de la relación existente entre la tributación y la constitución de una comunidad organizada. El licenciado en informática o el ingeniero en telecomunicaciones dedican muchos más esfuerzos a incorporar conocimientos requeridos para ser empleados de Microsoft que a estudiar cuáles deben ser las tecnologías apropiadas en razón de las necesidades específicas de nuestros sectores de menores recursos. Puro saber parcializado e instrumental.

En aquellas carreras más “teóricas” se privilegian los saberes que otorgan más prestigio en el mundo europeo y en Estados Unidos. El sociólogo cursa su carrera suponiendo que el objeto de estudio de la sociología es la sociología y no la sociedad, o mejor: nuestra sociedad con su particular situacionalidad. El licenciado en filosofía termina pensando que su campo de estudio es la filosofía y, para colmo, reduciendo la filosofía a una mera colección de textos producidos por filósofos preferentemente varones, blancos y europeos, profundamente ignorantes de cómo se vive, se piensa y se hace filosofía en otras latitudes. Lo mismo vale para el licenciado en ciencia política que conoce bastante acerca de la teoría política elaborada en los países centrales pero es incapaz de analizar coherente y conscientemente la política vernácula. Cuando un estudiante europeo estudia a Kant, Hegel, Marx, Weber o a sus epígonos, está estudiando lo que éstos pensaron sobre Europa: sus categorías valen para entender aquellas sociedades, pero no siempre son inmediatamente aplicables a nuestras realidades. En algunas universidades latinoamericanas otorga más puntaje publicar un artículo de veinte páginas en alguna revista norteamericana de ciencias políticas o sociales que publicar un libro entero en español, como si los problemas que preocupan allí fueran más importantes que los que nos afligen a nosotros.

Acá quiero hacer un señalamiento con respecto al texto publicado hace diez años. Decía entonces: “Invito al lector a entrar en las páginas web de los centros de estudios latinoamericanos de nuestras universidades nacionales. Podrá ver que en la mayoría de ellas los estudios son fragmentarios e irrelevantes, tanto como la bibliografía existente en sus bibliotecas. Nada de Latinoamérica como campo de estudio, ni como ámbito de pensamiento. Nada de pensamiento decolonial, filosofía de la liberación o estudios serios de nuestra política exentos de prejuicios hacia todo lo que huela a popular”. Esto ha cambiado, particularmente gracias al aporte de las universidades de creación más reciente y al creciente interés que estas líneas teóricas vienen suscitando entre la gente más joven. En otro lugar desarrollo las posibles causas de este renovado interés por este pensamiento contrahegemónico,[1] pero déjenme compartir acá la emoción que siento cuando recuerdo que hace tres o cuatro lustros solíamos ser pocos los que en ciertos ámbitos nacionales o internacionales planteábamos la necesidad de pensar desde estas categorías, y hoy encuentro que la mayoría de mis colegas, en especial los más jóvenes, comparten esta forma de escuchar y abordar nuestras cuestiones. Esto no fue magia.

Por otra parte, entiendo que resulta necesario pensar dos funciones diferenciadas para la universidad: por un lado, la formación de profesionales idóneos para actuar seria y responsablemente en su campo de actuación. Por otro, es preciso formar universitarios que desarrollen especialmente su capacidad de pensar nuestros problemas y buscarle soluciones efectivas. La formación de unos y otros, que por simple comodidad verbal llamaremos profesionales e investigadores, no es la misma, y ambas figuras son igualmente necesarias.

Esto último resulta particularmente complejo si, como piensan no pocos funcionarios del actual gobierno, la universidad se concibe como una instancia de formación de recursos humanos calificados, pero no de producción y comunicación de saberes y conocimientos necesarios para el pueblo. Aclaro que estoy lejos de compartir el prejuicio de raíz griega según el cual el saber puro es más importante que el saber práctico. Pero esto no implica que no sea fundamental la existencia de una instancia en la que se privilegie la gestación y transmisión de categorías analíticas universalmente situadas, instancia a la que no puede renunciar la universidad pública argentina.

En tal sentido, es necesario que exista tanto un plan de estudios dirigido, por ejemplo, a un alumno que asiste a la facultad de derecho con el fin de recibirse de abogado, y otro orientado al que le interesa saber derecho. El primero querrá saber cómo aplicar el sistema jurídico vigente; el segundo, cómo entenderlo –sobre todo, querrá descubrir los juegos de poder subyacentes en cada norma– y, en lo posible, mejorarlo. La experiencia muestra que no sirve aplicar a los dos un mismo plan de estudios, ni conviene seleccionar docentes con los mismos perfiles. Siguiendo con el caso del estudiante de derecho, al primero le resulta una tortura estudiar filosofía, sociología o historia, mientras que al segundo estas materias le apasionan y en cambio se siente perdiendo el tiempo al tener que profundizar en los aspectos más empíricos del procedimiento judicial.

Ciertamente en muchas carreras (derecho, contabilidad, administración, medicina, veterinaria, bioquímica o ingeniería) una abrumadora mayoría optará por seguir su carrera conforme a un plan de estudios que privilegie los conocimientos necesarios para ejercer la profesión, y está bien que así sea, siempre y cuando se piense ese ejercicio prioritariamente en función de las necesidades de la mayoría de la población y no sólo de los estratos más favorecidos. Pero también es necesario contar con algunos graduados que piensen qué derecho, qué políticas sanitarias, qué modelos urbanísticos, qué tipo de organizaciones o de tecnologías son más apropiadas para nuestras sociedades. En otras carreras (psicología, ciencias sociales en general) la matrícula estará más repartida y en otras (filosofía, historia) una mayoría del alumnado se volcará a los planes menos profesionalistas. No importa la cantidad ni la proporción, lo que importa es dejar de pensar en el egresado como un profesional capaz de ganar dinero o prestigio prestando servicios a los sectores dominantes. En su lugar, es menester pensar un perfil de egresado capaz de contribuir decisivamente a pensar un proyecto de país que brinde a sus habitantes las condiciones necesarias para realizarse desplegando plena y libremente sus potencialidades. Un egresado que esté más interesado por ser feliz y realizarse como persona que por consagrar su vida a valores meramente utilitarios, no porque así se le explique en alguna asignatura vinculada a la ética o a la deontología, sino porque se forme en un marco en el que pueda descubrir la alegría de trabajar para construir una sociedad en la que valga la pena vivir.

Para llevar esto adelante, entre otras cosas es menester repensar qué entendemos hoy por autonomía universitaria. No debe olvidarse la inagotable capacidad del sistema capitalista vigente de fagocitar aquellos instrumentos gestados para la liberación de la persona y la sociedad y devolverlos convertidos en lo opuesto. Así, la noción de autonomía es reducida a sus aspectos formales en sus múltiples dimensiones (jurídica, administrativa, financiera, académica y pedagógica), al par que es resignificada mediante la exigencia de pertinencia, eficacia y calidad entendidas conforme la lógica del mercado. De esta manera termina siendo funcional a la estructura de dominación contemporánea. Dicho de otro modo: para llevar adelante las transformaciones necesarias es menester tener la capacidad y los recursos para hacerlo, y la universidad por sí misma no tiene el poder suficiente como para sustraerse a los dictados de la estructura de dominación. La presión del sistema, la fuerza de la inercia, el peso de los prejuicios, no pueden ser enfrentados solamente con el tesón y la buena voluntad de las autoridades universitarias –buena voluntad que me consta personalmente que existe en numerosos y numerosas autoridades, docentes y estudiantes. Más aún: en algunas universidades “nuevas” en las que el peso de la herencia no es tan fuerte, o en algunas áreas de las tradicionales, podemos ver claros ejemplos de superación de los problemas que vengo mencionando. Sin embargo, sobre todo en las universidades de fundación más antigua, el resultado obtenido no siempre se corresponde con el esfuerzo realizado, precisamente en razón de esos condicionamientos impuestos por el sistema. Por eso, no se puede dejar librada la cuestión universitaria al talento y voluntad de las autoridades, ni siquiera cuando puedan ser comprendidas y respaldadas por docentes, estudiantes y no docentes, lo que ya es difícil que ocurra. Es preciso sobre todo que el Estado, las organizaciones libres del pueblo y los partidos políticos tomen cartas en el asunto y que los distintos actores de la universidad tomemos conciencia de que hoy la lucha por la autonomía –que, vale aclarar, no es ni ha sido jamás sinónimo de ajenidad con respecto a la sociedad– se da frente a factores más difusos e indeterminados que en los orígenes de la universidad en el siglo XIII o que en los tiempos de la Reforma de 1918.

En tal sentido, así como en el medioevo cuando la autonomía de una universidad se veía amenazada por el rey se buscaba protección en el Papa y, a la inversa, cuando estaba demasiado presionada por el papado buscaban al rey o al emperador para cobijarse, hoy convendría aprovechar las contradicciones del sistema en función de mantener el mayor grado de autonomía posible.

Dejo deliberadamente para el final la primera de las consecuencias que señalamos al inicio que se derivan de una concepción genuinamente nacional y popular de la universidad: el falso criterio de eficacia basado en la proporción de ingresantes que terminan sus estudios universitarios o, en otras palabras, el falso objetivo de la universidad de ser una usina de certificaciones de recursos humanos idóneos. Falso criterio que, como hemos dicho, se deriva de ocultar o ignorar a la universidad como vehículo imprescindible para mejorar la vida de toda la comunidad y no sólo para que los estudiantes puedan ganar más dinero o prestigio que otros trabajadores no diplomados.

No es verdad que los pobres no accedan a la universidad. Las estadísticas y la experiencia concreta de quienes somos docentes desmienten esta aseveración. Pero sí es verdad que el desafío que asumen quienes no tienen en su casa ciertas condiciones para estudiar –desde el espacio apropiado hasta el estímulo del grupo familiar, pasando por la familiaridad con cierta forma de lectura y otros factores por el estilo– es indudablemente mayor que quienes tienen acceso a esas condiciones. En los casos en que se deciden y consiguen ingresar, las probabilidades de deserción son altas, con la consiguiente carga de frustración. Pero si se otorgaran certificaciones por ciclos breves, esto podría cambiar. Dejaría de percibirse en términos de deserción o frustración con el simple recurso de obtener una certificación de los conocimientos adquiridos. La experiencia muestra que alguien que cursó el ciclo básico común (el curso inicial en la UBA) o el primer año de una universidad tiene una capacidad de comprensión de textos complejos y de análisis de cuestiones abstractas mucho más desarrollada que alguien que terminó un mal secundario y no continuó sus estudios. Cada año, incluso cada semestre de estudio, permite a los cursantes acceder a una maduración intelectual y a un nivel de comprensión más alto, tanto de textos como de realidades efectivas. Esto repercute en la mejora del nivel cultural e intelectual general de la sociedad. Pero al no tener ninguna certificación oficial, quien abandonó sus estudios se siente peor que si no hubiera estudiado nada, entre otras cosas por no tener el reconocimiento de la institución y, por tanto, tampoco el reconocimiento social. Siente que no puede. Que es demasiado para él o ella.

Ahora bien, si existieran estas certificaciones parciales –que no son títulos intermedios, sino que se otorgarían por ejemplo en cada tramo semestral de asignaturas cursadas y aprobadas– se lograría que los estudiantes encontraran un aliciente para esforzarse por terminar las asignaturas que completarían cada tramo. El valor simbólico del certificado universitario no debe ser desdeñado. ¡Con qué orgullo nos muestran ese certificado de asistente a un curso de extensión universitaria quienes tuvieron que afrontar tantas dificultades en su vida para acercarse a la enseñanza oficial! Imaginemos si quien hizo un par de semestres en derecho pudiese llegar a su casa con un certificado de “asistente jurídico”, o quien estudia arquitectura obtuviera un “certificado en materiales y tecnologías de la construcción” al completar el segundo año. Esto no sería un engaño o un eufemismo. Qué duda cabe que quien haya aprobado unas pocas materias de derecho tendrá más recursos para asesorar a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo o de su militancia que quien no se haya acercado nunca a un código. Quien haya estudiado un poco de arquitectura sabrá ayudar a construir pequeñas instalaciones que otros que nunca lo hayan hecho. Pero más allá del empleo utilitario de esos conocimientos, el paso por la universidad le habrá de nutrir con otras experiencias, con otros puntos de vista, con una mayor posibilidad de entender situaciones complejas.

Pero hay algo más: no solamente habría una proporción más alta de la población con un mayor nivel de instrucción formal, sino que además la universidad dejaría de ser un edificio lejano e inaccesible para los hijos de quienes hayan obtenido alguna de estas acreditaciones. El certificado implica un logro que da una familiaridad con la institución que lo otorga. Uso deliberadamente el término “familiaridad”, pues eso se transmite de padres a hijos. Ya no será una utopía o una idea loca acceder al supuesto templo del saber. Por cierto, esto recargará aún más la labor de los docentes de los cursos iniciales, pero eso se resolvería en parte con la colaboración de los alumnos de cursos superiores que actuarían como “padrinos” de los menores, generando un clima de solidaridad adecuado a una universidad genuinamente pública. Además, cuando los hijos de profesionales apadrinen o sean apadrinados por hijos de obreros, se dará un paso más en orden a reconstruir el entramado de una sociedad hoy fragmentada y fragmentaria.

Más allá de estas o de cualquier otra propuesta concreta, lo más importante es que como sociedad tomemos conciencia de la gravedad del tema. En nuestro país está teniendo lugar una producción teórica muy atinada y relevante sobre estas cuestiones, pero aún no ha trascendido a la comunidad en general y por ende esa reflexión aún no se traduce en demandas concretas y exigibles hacia quienes tienen la responsabilidad y la posibilidad de generar los cambios necesarios. No quedemos privados de los beneficios de tener una universidad pública.

[1]     http://revistas.uned.es/index.php/Tendencias/article/view/21360.

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