La construcción de subjetividad como derecho humano

La educación es un derecho humano fundamental, en tanto construcción que valora y resignifica la cultura de cada pueblo. La cultura es un devenir que amerita una educación correspondiente en ese sentido. Ni una ni otra son estamentos rígidos que permanecen inalterables en el tiempo, de ahí que entendamos a la educación como una permanente construcción social que atiende las necesidades que surgen de las subjetividades manifestadas. Desde siempre esta idea ha cimentado las vocaciones docentes que apuntan a la inclusión social. En tal sentido, quisiera iniciar citando un revelador concepto que me ha acompañado como materia viva dentro del aula: “La crisis en la educación se produce porque los docentes brindan respuestas a preguntas que los estudiantes no han formulado” (Paulo Freire, 1972).

Se observa de manera preocupante la vacancia de propuestas orientadas a favorecer la construcción de subjetividades en los estudiantes de Arte, como alternativa a la reproducción de objetividades históricas, y más aún en el nivel universitario, donde el descuido de la subjetividad del alumno o de la alumna, de las particularidades de su cultura y la sociedad de la que son parte es todavía frecuentemente reiterado, así como también se desatiende la capacidad comunicacional de la imagen, entendida en tanto dispositivo y práctica, como un fenómeno social. En el ámbito particular de las Artes Visuales encontramos que la percepción de las imágenes constituye un fenómeno social, y aquello que se da a ver naturalmente está incluido en una trama particular que como humanos percibimos desde el entramado de determinaciones que llamamos cultura. Frente a los modos en que se forman las identidades individuales y colectivas resulta evidente lo relevante de favorecer el desarrollo de las subjetividades en los productores de Artes. Indudablemente esto cobra especial sentido ante los diversos aportes que dan cuenta de un presente donde las identidades subjetivas y colectivas se diluyen.

 

El sentido común en las imágenes

“Hay gentes tan llenas de sentido común que no les queda el más pequeño rincón para el sentido propio” (Miguel de Unamuno).

En los últimos años –a partir de diversos proyectos de investigación y de la creación de nuevas pautas pedagógicas para favorecer la construcción de subjetividades en los y las estudiantes– comenzamos a observar la posibilidad de que existiera, como en otros ámbitos de la vida humana, un “sentido común en las imágenes”. Sentido común reconocible y analizable, tanto en la producción como en el consumo social de todo tipo de imágenes.

Recorriendo las manifestaciones visuales contemporáneas encontramos que las imágenes han sufrido fuertes determinaciones en sus estructuras, tanto expresivas como comunicacionales, producto de un bombardeo permanente a través de diferentes dispositivos mediáticos basados generalmente en soportes tecnológicos que, por necesidad de incidir efectivamente en el espectador, han limitado y homogeneizado sus posibilidades expresivas de creación con algunos clichés visualizados y probados como suficientes para satisfacer sólo el sentido comercial para el que han sido formulados.

Es interesante analizar de qué manera estos dispositivos han derramado sobre las diferentes manifestaciones visuales contemporáneas una serie de recursos estético-expresivos, mayoritariamente mediatizados, cuya finalidad no está en la construcción de un discurso visual singular y comprometido, sino en una autosatisfacción más cercana a los desarrollos formales, casi impersonales, que a los contenidos derivados de especulaciones a partir de experiencias directas, libres de las configuraciones sociales. “Todo individuo pertenece a una sociedad y por lo tanto está inmerso dentro de una tradición. Esta tradición a la vez configura en él una serie de prejuicios que le permiten entenderse en su contexto y su momento histórico, de allí que el individuo tenga su realidad histórica en sus prejuicios” (Gadamer, 1960).

En nuestros días observamos que, en todos los productos para consumo social, la imagen es retorizada hasta el cansancio, a veces hasta el ridículo, atendiendo el hecho de satisfacer ciertas fantasías o ideales del consumidor, previamente manipulado en sus sensaciones y a menudo en sus sentimientos, apuntando en forma excluyente al mayor consumo, basándose para ello en complejas disquisiciones de marketing, targets etarios, condiciones socio-económicas.

“El espectáculo crea un presente eterno de expectación inmediata: la memoria deja de ser necesaria o deseable. Con la pérdida de la memoria perdemos asimismo las continuidades del significado y del juicio” (Berger, 1980). En los tiempos que corren de individuación extrema pareciera que asistimos a la proliferación de diversas actualidades distantes: la profusión de auto-referencialidades expresivas, no comunicacionales, que no conectan con el cuerpo del sujeto y que se mantienen en una línea de flotación que hemos consagrado como “el sentido común”. La sacralización casi omnipresente de ese “sentido común”, como una letanía en nuestra vida cotidiana, no logra plenamente invisibilizar la necesaria latencia de los innumerables sentidos particulares.

Esto mismo ocurre en el caso de las producciones artísticas históricas, y en las contemporáneas. Desde las utilitarias manifestaciones tribales del hombre primitivo, pasando por el servicio excluyente a la propaganda religiosa, o por el egocentrismo del artista genial del Renacimiento, en las originales veleidades de las vanguardias, o bien en la masificación en el uso del lenguaje a partir de los avances del psicoanálisis y la semiótica, hasta en el uso autorreferencial que visualizamos en la actualidad, las imágenes han recorrido un extenso camino y lo seguirán haciendo, mas no como manifestaciones invertebradas.

Entendemos que el principal objetivo de la educación debe ser el de desnaturalizar y desmitificar los significados, trascendiendo los presupuestos establecidos por el “sentido común” para acceder a la comprensión de que toda producción humana tiene dimensión humana, y como tal puede ser sometida a todas las especulaciones racionales que establezca cualquier estudiante en su proceso de conocer.

 

La construcción de las imágenes

La imagen, cualquier imagen, todas las imágenes, más allá de su carácter polisémico, se estructuran a partir de un lenguaje específico que es el lenguaje visual. Este lenguaje expresivo –como el corporal, el musical o el verbal– conlleva en sí mismo los elementos sintácticos y semánticos que permiten el desarrollo de estamentos pragmáticos, que son aquellos que denominamos obras de arte, productos o acciones de diseño. Aquellos elementos sintácticos y semánticos son herramientas, en primera instancia, que habilitan una segunda instancia que es la pragmática, como soporte de la producción misma, exhibiendo características que podemos asociar con lo que los lingüistas aciertan en distinguir como lengua y habla. En el plano de la enseñanza artística, indudablemente, estas manifestaciones señaladas no sólo se rigen por reglas del mercado artístico o de diseño en particular, sino por desequilibradas propuestas pedagógicas que terminan favoreciendo y estimulando una “reproducción de objetividades” más que una “producción de subjetividades”.

Subyacen en aquella formulación de “reproducción de objetividades” los valores sustentados en: prácticas áulicas que resultan más bien actividades de desarrollo y construcción de contenidos; en el estudio de los distintos “ismos” en forma totalmente descontextualizada; y en la generación de imágenes duplicadas y digitadas hasta el cansancio, siempre como un “afuera” para el o la estudiante, sin posibilidad de construir un pensamiento visual propio. Una subjetividad.

Cualquier metodología docente que se base en una respuesta absoluta, específicamente estructurada de antemano, conlleva el serio riesgo de poner al o a la estudiante frente a una información distante de su “curiosidad”, la cual será –como siempre lo ha sido– el verdadero motor del “conocer”. El desafío para la construcción del conocimiento presupone naturalmente que ese “conocimiento” nunca es un punto de llegada, como un compartimento estanco, un “sentido común”, sino un nuevo camino a transcurrir atendiendo todas las necesidades que implique ese proceso.

Generalmente comprendemos las imágenes y hasta las gestualidades expresivas sin la necesidad de preguntarnos como están construidas, ni qué dispositivos comunicacionales se ponen en juego para transmitirnos tal o cual mensaje. En materia de imágenes, la irrupción de la virtualidad además ha generado un nuevo universo comunicacional, implacable, certero, efectivo y casi mágico, que deja poco espacio al reconocimiento de la propia sensibilidad construida por el espectador en sus experiencias directas, y nos retrotrae boquiabiertos a un estímulo permanente de nuevas imágenes, ante las cuales nos sentimos como el protagonista de la novela Cien años de soledad cuando dice: “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (Gabriel García Márquez, 1967).

Es sencillo verificar que actualmente transcurren tiempos donde la imagen, basada fundamentalmente en su impronta comunicacional, accesible a cualquiera de nosotros, ha subordinado en gran medida al universo de la palabra como instancia primaria de comunicación. En esta realidad es donde observamos que existe un “sentido común” en las imágenes, como también lo existe en los estamentos y manifestaciones morales, políticas y sociales, donde “La estructura de la imaginación sigue arquetipos; hay modelos del espíritu humano que ordenan sus sueños, y en especial los sueños racionalizados, los temas del mito y el romanticismo… Lo que hace la industria cultural es estandarizar los grandes temas románticos al convertir los arquetipos en estereotipos” (Hobsbawm, 2013).

Cada época generó los dispositivos técnicos adecuados para desarrollar sus propios esquemas conceptuales. Solía decir un maestro mío que la pintura al óleo fue para su tiempo una revolución quizás tan importante como la informática para los tiempos que corren. Fue necesario para el humanismo y para el naturalismo del Renacimiento la invención de un medio pictórico capaz de demorar el secado de la pintura, para representar el espacio en toda su plenitud atmosférica, dando cuenta en forma mimética de la realidad cotidiana del ser humano. De forma similar a como resultan para nosotros hoy las técnicas de animación digital que nos permiten correr entre dinosaurios, o las exploraciones artroscópicas –un tanto menos invasivas– en las intervenciones quirúrgicas actuales.

 

El acontecer cultural

Entendemos la creatividad como un motor de la cultura, y a ésta como la manera en que los pueblos resuelven sus ecuaciones históricas. Estas resoluciones durante las primeras décadas del siglo XXI se desarrollan en ámbitos públicos, populares, generalmente no institucionalizados, dentro de los cuales las necesidades expresivas se van materializando fehacientemente en su devenir histórico, en sus conceptualizaciones subjetivas y en sus miradas colectivas. Podríamos citar numerosas experiencias: el desarrollo de centros culturales comunitarios, los talleres artísticos que progresan en ámbitos escolares, el arte callejero, las experiencias independientes en lenguajes corporales, como el teatro y la danza, las paredes, donde los murales e inscripciones dan cuenta de diferentes posturas culturales e ideológicas, las producciones simbólicas que se manifiestan en cada marcha o movilización masiva, todas ellas, en mayor o menor medida, actuando como soporte dinámico de lo que se ha dado en llamar “batalla cultural”, que resiste incólume los embates que pretenden silenciarlas, como vemos a diario en estos últimos años, desnudando lo estéril de tal desatino. El pueblo sigue enhebrando su discurso.

El discurso, todos los discursos, no son ni más ni menos que construcciones situacionales: construcciones que uno hace con otros y para otros. El discurso es siempre una situación de diálogo con la historia, naturalmente con la historia de los discursos: no hablamos desde un lugar vacío, sino desde los discursos que nos preceden. Resulta imperioso entonces potenciar la capacidad de interpretar y actuar sobre la experiencia directa y la cultura propia, como método para involucrar al o a la estudiante en su propia producción, entendida ésta como capacidad de interpretación, de transgresión, cara a cara con las prácticas artísticas o proyectuales, facilitando así en el o la estudiante su inclusión para que no se relacionen con éstas desde un afuera distante. Se trata de favorecer las especulaciones del pensamiento propio, el compromiso afectivo que genere nuevos desarrollos conceptuales y la posible creación de códigos propios en cada estudiante.

Toda producción construida a partir de un lenguaje es siempre un discurso social, es un texto situado que no ostenta linealidad, sino que como tal circula entre lo que conocemos como instancias de emisión y condiciones de producción, e instancias de recepción y condiciones de reconocimiento. Tomemos por caso la producción y la circulación de imágenes en los formatos comunicacionales de los medios masivos y de las redes sociales. Asistimos impávidos e inermes al “sentido común” de miradas anónimas y externas a nosotros mismos, que inconscientemente convalidamos como propias, sin espacio para la construcción de nuestra propia subjetividad relacionada con los significados y connotaciones que respondan a experiencias emocionales y conceptuales.

La construcción de subjetividad en los discursos visuales necesariamente corresponde al campo de la hermenéutica. Un discurso es siempre un “relato en contexto” o con “sugerencia de un contexto”. Los discursos son construcciones con un registro autobiográfico, del mismo modo que son construcciones los sentimientos que estructuran la subjetividad de las personas. Los discursos visuales son verdades de realidad, en la medida que constituyen el relato de una experiencia directa. El sentido que se le asigna a esa experiencia directa siempre es de carácter interpretativo. “La interpretación se define como un tipo de conocimiento que resulta más revelador cuanto más el sujeto se muestra en él, es decir, implica un compromiso entre dos vitalidades, la del sujeto y la del objeto” (Vattimo, 2012).

Las percepciones sensoriales necesitan de manera imperiosa un espacio de reflexión y contextualización para generar un sentido propio. Los discursos, la generación de los discursos, conllevan en su génesis un cierto vértigo comunicacional. Nadie elabora un discurso sin intención de comunicarlo. La necesidad de expresar una idea o concepto excede el marco de la reflexión interior. No puede de ningún modo esa necesidad convertirse en un simple dispositivo autorreferencial. Esto simplemente ocurre porque la autorreferencialidad no conlleva diálogo, no pretende a un otro. Este dispositivo auto-referencial se expresa siempre por medio del sentido inasible de la palabra ausente. No trasciende el marco de la expectación diletante, que naturalmente no exhibe el cuerpo que la contiene, no lo nombra. Digamos pues que esta expectación interior, al no interpretarse a sí misma, no constituye un discurso y sólo se manifiesta a partir de meros juegos formales, que posicionan al espectador ante un no lugar, evidentemente no deseado, no necesario. Esto impide cualquier posibilidad de diálogo, en tanto rechaza cualquier proceso de comunicación. En otros términos, podemos decir que la autorreferencialidad no necesita interlocutores. Muy por el contrario, en el plano de la subjetividad los discursos visuales, como cualquier discurso, son siempre autobiográficos. Describen, definen y posicionan a su productor, configurado en una experiencia expuesta. “En términos de Lenguaje, Foucault se opone a la noción de la existencia de un significado a revelar, preexistente de las cosas, afirmando que no hay significaciones, sino interpretaciones, concepto enteramente aplicable a la obra de arte, la cual funda mundos posibles, en una variable infinita de significaciones” (Lotman, 1970).

Digamos que no se cuenta o no se expresa lo no experimentado. Las imágenes verdaderas –en los discursos visuales– están estructuradas por signos portadores de sentido. Y estos signos son construcciones afectivas, en tanto ponen en juego sentimientos del autor o la autora. Los sentimientos son siempre construcciones autobiográficas, ya que pertenecen a un cuerpo nombrado, singular, que se desarrollan en un tiempo y espacio absolutamente histórico y significativo. “El ojo está en el habla porque no hay lenguaje articulado sin la exteriorización de algún ‘visible’, pero incluso lo está porque hay una exterioridad al menos gestual, “visible”, en el seno del discurso, que es su expresión” (Lyotard, 1971).

Por último, quisiéramos destacar que, a pesar de transcurrir un momento histórico definido por la caducidad de los mandatos estilísticos, estos aún actúan como un reservorio de ciertas materialidades convalidadas por lo que denominamos como “el sentido común en las imágenes”. En todo momento se torna necesario que aquellos que trabajamos en la docencia artística, donde la subjetividad del o de la estudiante es el insumo excluyente de análisis, tengamos una permanente y continua visión crítica de nuestra prácticas docentes, atendiendo fundamentalmente los presupuestos sintácticos y semánticos del Lenguaje Visual, acompañando la construcción de subjetividad de cada estudiante, estimulando la aplicación de los estamentos pragmáticos para sus propios discursos visuales.

Si observamos el derrotero de las producciones artísticas a lo largo de la Historia del Arte, podemos inferir que existe cierta linealidad que va desde la Representación del Objeto, pasando por la Interpretación subjetiva, hasta llegar a la Presentación de un suceso. En forma paralela, observamos que los y las estudiantes parecieran encontrarse prisioneros de una “búsqueda de originalidad”, quizás de la generación de un producto novedoso que atienda las necesidades “del sentido común” del ámbito artístico, sin permitirse la “búsqueda de verdad” a partir de las experiencias directas que configuren su propia subjetividad.

Es necesario, además, interpelar el crisol donde se funden convergentes tradiciones artístico-pedagógicas y las numerosas teorías acerca de la subjetividad. Estableciendo dónde se producen tensiones en –y hacia– la construcción de singularidad, que entendemos se obstaculizan por la sacralización de imágenes históricas y contemporáneas, ya sea en el ámbito académico, como en los espacios de circulación masiva de las imágenes. Es imprescindible atender en este sentido no sólo la imagen como tal, sino recorrer otras de sus acepciones clásicas –la imagen como idea del mundo, de nosotros mismos y de los otros– relacionadas con el “imaginario social” y que confluyen en la configuración de subjetividades.

 

Bibliografía

Berger J (1980): Mirar. Buenos Aires, De la Flor, 2013.

Eco U (1968): Apocalípticos e integrados. Barcelona, Lumen, 1993.

Freire P y A Faundez (1985): Por una pedagogía de la pregunta. Crítica a una educación basada en respuestas a preguntas inexistentes. Buenos Aires, Siglo XXI, 2013.

Gadamer HG (1960): Verdad y Método. Fundamentos de una Hermenéutica Filosófica. Salamanca, Sígueme 1997.

Gauthier G (1992): Veinte Lecciones sobre la imagen y el sentido. Madrid, Cátedra.

Heidegger M (1927): El ser y el tiempo. Buenos Aires: FCE, 2012.

Hobsbawm E (2013): Un tiempo de rupturas. Sociedad y Cultura en el siglo XX. Buenos Aires, Crítica.

Lotman Y (1970): Estructura del texto artístico. Madrid, Istmo, 1978.

Lyotard JF (1971): Discurso, figura. Buenos Aires, La Cebra, 2014.

Vattimo G (2012): Conferencia con motivo de la distinción Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, UBA.

 

Roberto Crespo es profesor de Artes Plásticas (UNLP), profesor nacional de Pintura (ENBA Prilidiano Pueyrredón), maestro nacional de Dibujo (ENBA Manuel Belgrano) y docente-investigador de Desarrollos Visuales (UNLa), Dibujo, Sistemas de Representación y Oficio y Técnicas de las Artes Visuales (UNA) y Dibujo (UNLP).

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