Fragmentado(s): memorias de un cuerpo docente en tránsito

“Colorín Colorado, los avatares sobre el cuerpo –docente– aún no han terminado”. Comenzar el presente escrito desde una cadencia con aroma a aria infantil quizás pueda parecer un tanto extraño. No obstante, el mundo representado –o como símbolo de representación política para una siempre existente histórica voluntad de regresar al aula– no siempre alcanzó ni fue suficiente. Ni para ocultar la alegría dada por esta presencialidad, ni a su vez tampoco para encubrir su contracara (in)visible percibida como posibilidad aún de estar-sentirse algo ausente en la presencia. Polifonías o memorias partidas de un (solo) cuerpo que primero supo ser presencial; para luego expandirse –y multiplicarse– en las sin fronteras de la virtualidad; y, finalmente, regresar así, en este vertiginoso itinerario, a una presencialidad ahora estallada y ramificada.

Sin embargo, en el transcurso de esos pasajes, “algo” ocurrió. En cierta forma, podría pensarse que las y los docentes tampoco –provisoria o permanentemente, ¿cómo saberlo?– somos las y los mismos. La fragmentación sobre tiempos, cuerpos y espacios pedagógicos abrió un nuevo abanico de nuevas posibilidades cuyos efectos a largo alcance quizás fueron algo subestimados, en relación a la subjetividad docente, al deseo y a lo confrontado. También como imposición de una (auto)regulación como signo y límite para sobrevivir ante lo adverso. Pensar(se) exclusivamente en estado de excepción pudo ofrecer, quizás, una suerte de garantía e interludio en la búsqueda de una (propia) tregua, hasta tanto y en cuanto nuestro convulsionado mundo interior y exterior nos permitiera obtener un respiro. O un tipo de descanso que –tampoco– nunca existió, ya que poder enseñar (cuidar), aprender y trabajar siguió constituyéndose y ejerciéndose como herramienta subjetiva, o como aquel recurso proveedor de un cierto “don” para contener: contener –y ser contenidos– e interrogar, colectiva e individualmente, sobre algunas condiciones. Del pasado y del actual presente. Como ujieres en un camino en esa propia búsqueda sobre algún tipo de seguridad donde estas nuevas identidades e identificaciones pudieran “remontar”: estudiantes de diversas edades que pudieron retornar a sus carreras; otras y otros que desistieron, retornando a sus hogares para no regresar; docentes –mayoría mujeres– que a partir de la “ventaja” de la suspensión geográfica y de la corporalidad –similarmente a como también había ocurrido frente a la incertidumbre reflejada en los hogares debido a la pérdida de trabajos en la crisis de 2001– “ante la incertidumbre” comenzaron a incrementar sus ingresos con una mayor cantidad de horas, o “probando” con diversos reemplazos para diferentes materias y niveles; otras y otros que la pandemia finalmente los llevó a reconsiderar o ratificar su deseo de jubileo y de jubilación; quienes estuvieron menos asediados por viajes entre escuela y escuela; y quienes padecieron quizás mucho, mucho más, esa falta de materialidad (física) de la institucionalidad.

En todos estos mundos narrativos aquí representados, más allá de sus diferencias y procedencias de manifestación, siguen apareciendo –o estando vigentes– las huellas legadas de un cuerpo escindido y lacerado. Cuerpos fragmentados de una pandemia que primero indujo a ser “éter”, y luego, ya obtenida dicha duplicación, ahora debe volver a su embalaje original, exigiendo ser un solo cuerpo nuevamente “para todo”. De allí un cansancio infinito que todavía incomoda social y políticamente: por su precocidad ante un calendario académico que recién comienza; por la urgencia –y lo urgente– de volver –físicamente– a las aulas; y porque puede no resultar del todo grato ni correcto semejante grado de agotamiento ante un escenario sanitario que devuelve cierto añorado margen de normalidad.

Así y todo, este cansancio existe, está. En algunos casos, allí donde las redistribuciones fueron asimétricas y generificadas –sumadas a ciertas condiciones o irregularidades también geopolíticas de las actuales realidades de vulnerabilidad del mundo– estas disrupciones pueden padecerse por partida doble: no es lo mismo ser mujer, docente y haber atravesado la pandemia en algún país de aquellos que siempre conquistan los primeros lugares en calidad de vida; que ser mujer –o mujer trans– docente y afro o indígena descendiente en cualquier metrópolis latinoamericana –o inclusive al interior de muchos de esos países privilegiados. Esta distinción podría pensarse de forma homóloga también para las infancias, ya sean externas o violentadas en contextos de guerras –sin importar su denominación, causa o “bandera”; o para cualquier entramado de infancias o mujeres “locales” a quienes –siempre– las injusticias del mundo se les tramitan y endosan histórica y amplificadamente, al por mayor. En los primeros casos son sometidos y sometidas a un doble exilio –pandemia y escuela– y luego se suma el desplazamiento de sus tierras y hogares. Del mismo modo, pueden ser locales nativos, pero jurídica y simbólicamente sentirse “extranjeros” en sus propias latitudes, ya que las posibilidades reales de trabajar y estudiar con dignidad solo representan para muchos colectivos meros enunciados imaginarios de “otra” realidad solo le puede pasar a otros y otras.

 

(Re)enseñanza y (des)aprendizajes: historia(s) nueva(s) y humanidad

Habiendo brevemente tratado de identificar, delimitar y recontextualizar algunas consecuencias que la pandemia generó sobre el cuerpo –simbólico y real de los y las docentes, y algunas disrupciones en las infancias–, para este especial contexto también quisiéramos reflexionar acerca de las reconfiguraciones de lo “pedagógico”, articuladas con la Historia. De esta manera, siguiendo sus marcos y definiciones, sabemos que ella bien podría clasificarse poniendo el acento en condiciones estructurales, episódicas o coyunturales. En este sentido, la irrupción del COVID-19 obligó a repensar determinadas circunstancias pedagógicas para la identificación de nuevas problemáticas de vulnerabilidad. Esto llevó a la necesidad de diferenciar, igualmente, entre “simples” o eventuales acontecimientos, junto al alcance y el análisis de sus formas de temporalidad, intensidad o dramaticidad de acuerdo a sus episodios. Según cómo estén dadas y reorganizadas dichas fuerzas –u obstinaciones– podrían tener –o no– capacidad para subvertir el devenir histórico e institucional.

Por otra parte, nada nuevo estaríamos significando si tomáramos en consideración el monto de nuevas reordenaciones y enmiendas del tipo legislativo y social que, poco a poco, fueron violentando los límites a través de luchas contra lo canónicamente establecido a través de los años. Ser “maestro” o “maestra” en los albores del siglo XXI tenía –y aún tiene– que ver con la –nueva– capacidad de visualizar y rendir tributo no solo al “pasado”, sino con aquello que pueda percibirse como ímpetu para modificar un presente atascado y mayormente obstruido. Los ejemplos de las luchas más representativas obtuvieron sus propios pisos o legados en forma de retraducción de aquel interjuego político plasmado en nuevos “códices” –jurídicos, pedagógicos e institucionales– que por suerte –y como si se tratara de un aura o misterio que encierra siempre un portal– sigue muchas veces permaneciendo oculto y “abierto” en silencio. Quizás por eso, lo que la crisis sanitaria de alguna manera permitió fue dotar de una suerte de legitimidad “weberiana” a ciertos modos de (re)interpretación y racionalización burocrática emergentes de conducción –y de conducirse– a través de lo inédito. Lo anterior implicó no solamente tener que volver a aprender, sino, fundamentalmente, a (des)aprender mucho de lo ya conocido. De allí que, ante los tradicionales enfoques acostumbrados a hablar en jerga educativa sobre los –también clásicos– procesos involucrados para la “enseñanza y el aprendizaje”, la (re)enseñanza y el (des)aprendizaje constituyeron, contrariamente, los baluartes o mejores insignias en donde poder encarar estos nuevos espacios y modos de producción. Mecanismos de inversión que condujeron a una serie de modificaciones que, brevemente, intentaremos señalar, y que habremos de incluirlas como parte de unas heridas narcisistas –o como una nueva dificultad– política actual de la Pedagogía: puesto que si la dificultad en el psicoanálisis a la cual refería Freud (1917) está arraigada en la aceptación o imposibilidad política de educar y gobernar como totalidad, podríamos repensar parte de estas huellas –o nuevas heridas– a partir de lo que acontece y se vive como indolente y disruptivo, hoy.

En primer lugar, la nueva ofensa o afrenta política ofrecida por este contexto a la pedagogía tiene que ver con los usos del tiempo. La temporalidad que afirma su propia –y salvaje– soberanía para resistirse a ser fácilmente capturada como devenir lógico de un solo tipo de crono. Tiempos líquidos –según refirió mucho antes de esta crisis Bauman (2008)– para hacer visibles los miedos e incertidumbres producto de las transformaciones inciertas de las estructuras sociales, afectadas por su tránsito o pasaje en la (pos)modernidad. En este contexto, la omni o intemporalidad pedagógica abarcó nuevos rumbos e hizo dudar acerca del –nuevo y viejo– sentir de las clases. El “mandar” de campanas como fracción temporal históricamente ritmado –trasladado metafóricamente del monasterio a la escuela– pierde aquí su poder y autoridad, impidiendo en la ausencia su ceremonial de organización temporal para un patio vacío.

Como segundo momento, los desvíos y deslocalizaciones –biográficas– y territoriales impregnaron indolentemente los usos de la memoria histórica de la consagrada formación docente. Ya no todo está presente, parafraseando al Maestro de América, en los humildes bancos de la escuela. En todo caso, desde allí o desde cualquier otra remota espacialidad, aprendimos a hacer –y ser– escuelas, poniendo a la imaginación pedagógica y a la subjetividad como presencia y afecto, bajo un inédito dispositivo y el destino de un cuerpo virtualmente real de cercanía.

De esta manera, a lo largo de este pandémico transcurrir, la educación, la pedagogía y la formación, “sometidas” a estos nuevos dispositivos, implicaron en cierta manera llevar adelante una necesaria deconstrucción frente a los clásicos procesos históricos de reconfiguración analizados por Foucault en la modernidad, pasando de los cuerpos dóciles a la “indolencia” de su (no) materialidad y presencialidad física. Todo un nuevo arte –negado– de redistribuciones. Ya no se trataba entonces de estar “en” la escuela, sino, como expresamos, hacer o ser escuela “desde” cualquier ámbito.

La tercera de estas ofensas, ligada también a las demás, pasa por el rol y las (i)responsabilidades: sociales, políticas, referidas a la opinión y manipulación de distintos actores sobre la educación: la docencia nuevamente al banquillo. Acusándola desde su falta o como exceso; como huella, cuerpo, inscripción, agonía y representación, ya sea la de adultos que veían imposibilitada la regularidad de su pulso en su diaria actuación, o la del sufrimiento de las infancias ante la no –física– presencialidad: a veces es mejor ocultar lo barrido bajo el guardapolvo.

Por eso, insistentemente, hemos tratado de argumentar en torno a la certeza como semántica incorruptible y la obstinación pedagógica para el reencuentro como modo de mutuo auxilio en donde refugiarnos y reconstituirnos. De allí que para nosotros la escuela es siempre un buen lugar donde abrazar buenas causas y donde poder también ser abrazado o abrazada. A su vez, también sabemos –afortunadamente– que no es la única institución para algunos. Pero sí, de manera innegable, es imprescindible para todos. Inclusive si aquello acontece entre miradas, a través de los ojos, escapando de las bombas, o detrás del barbijo. Esas mismas escuelas que cantan, (re)enseñan y (re)aprenden lo que les cuesta y sucede, y a pesar de todo siempre tendrán futuro.

¿Para quién? Para quienes “tienen todo” y para quienes “no tienen nada”. O, quizás, algo o un poco de todo ello. La escuela abre y se abre a un futuro, mejorando el presente. Para renacer en una posible existencia. A través de los ojos de aquel que sufre. Y de aquel que, sufriendo, llega abatido aún más a una –nueva– Tierra y escuela. Miradas perdidas que suturan sentidos. Recuperan las sonrisas. Aprenden a mirarnos y a mirarse de nuevo. Balbucean nuevos mundos. Sin desconocer que en aquel viaje o destino –como el diablo– muchas veces “mete la cola”. Sobre todo, para rumbos inciertos con marcas de exilios, migraciones forzadas e historias acumuladas a lo largo de historias socialmente injustas. Que en su cotidiano vivir no ven realizable un ejercicio político y una posibilidad de despertar en una existencia distinta. En esos momentos de desesperanza, cuando todo la envuelve, intentan levantarse, y de la escuela poder rescatar: tuvimos una buena vida allí. Una buena vida, juntos y juntas.

 

José Tranier es doctor en Ciencias de la Educación, profesor titular regular de Pedagogía (UNR).

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