El docente-obrero, la nueva 125 y la disputa entre los campos y los cuerpos

“Lamento profundamente llamar la atención de los responsables sobre la trágica facilidad con que ‘la buena gente’ puede convertirse en verdugos sin siquiera darse cuenta” (Frente al límite, Tzvetan Todorov).

 

La actual contingencia relativa a los modos de habitar política, sanitaria y subjetivamente los conflictos –inusitados– por la pandemia revelan ciertas fracturas aún no resueltas del todo en la simbolización para la aún vigente –fragilidad– de la condición humana y, por ende, de la condición política. En estas dimensiones, aquello que pareciera ponerse en juego tiene que ver con la “propia” circulación de los recursos internos del sujeto, que inciden en los modos de interiorización-exteriorización de ciertos imperativos ligados con sus formas –éticas-morales– de actuación ante las y los demás. Lo podemos abordar y observar, sobre todo, en lo acontecido en las últimas semanas en relación al –falso– dilema en torno a la exigencia de la “presencialidad” entendida como “ausencia” de la ética sobre los cuerpos docentes: insistir en su materialidad como única forma de “testificar” –atestiguar o dar “testimonio”– con el cuerpo, una suerte de ratificación de una –pública– condena, buscando hacerla (sobre)presente “para” y en un cuerpo exigido, sufriente.

A estos procesos de subordinación que envuelven y desenvuelven la mercantilización del cuerpo educativo, emparentados históricamente con una pulsión disciplinar, habremos de comprenderlos como parte de mecanismos que siempre negaron precisamente aquella condición sufriente –y sobre todo deseante– por permitir interrogar y desnaturalizar una existencia dominada, y allanar así un camino posible a “otra cosa” en relación a ella. De esta manera, se busca instalar coordenadas para que solo se las entienda como meras piezas o “partes” de engranajes, al “servicio de”, más propios de la (re)producción urgente y siempre impostergable –pero descartable– del capital, que del lado de la afirmación de las vidas y otras formas de existencias. Lo más llamativo es que estos procesos, paradójicamente, ya no vienen necesariamente de la mano del “patrón”, ni de los dueños de los medios de producción, sino en todo caso de una multiplicidad de alianzas y factores que convergen ligados a diversas problemáticas “individuales”, que llevan a hacer (des)entonar su voz cantante en la “gente común”.

Podríamos referirnos al cuerpo del “docente-obrero” o la “docente-obrera”. Esto es, como nuevo objeto de suplicio en donde poder identificar, generar y (re)crear viejas tradiciones punitivas, pero ahora reconvertidas y “aprobadas” bajo un consenso social y también desde lo jurídico, como modo de presentar indiscutiblemente la presencialidad como visibilidad para un tipo de ejercicio de poder concentrado y manifestado en las aulas, como metáfora de un control ya no solo estatal: de arriba hacia abajo, haciéndolo pasar como interés hegemónicamente público y de la esfera civil ciudadana. Un tipo de trofeo en donde inscribir –y desplegar– los efectos de un poder de antaño –tipo “soberano”– pero ahora sometido y reconvertido laica y jurídicamente, en nombre de estar atentos a la “escucha” de aquellas voces que conforman la organización de las vidas “democráticas-republicanas” para ratificar un determinado rumbo social desvinculado del acto moral de cuidar.

Para el autor del epígrafe –Todorov, en su obra Frente al Límite, de 1993– la inminente llegada de un nuevo siglo interrogaba acerca de cual sería finalmente el lugar que ocuparían en la historia las diversas formas de memorias que permitieran recordar todos aquellos horrores acontecidos en el siglo XX. Poniendo el foco en los campos de exterminio totalitarios, pone a su vez en diálogo los regímenes de circulación de estos sentidos, acciones y omisiones inherentes a las formas del (auto)gobierno moral de ese accionar. En este –maravilloso, por cierto– texto se pueden extraer diversos fragmentos que ayudan a comprender la “disponibilidad” o no de ciertos recursos de la Historia para pensar también el presente. “Un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información. En fin, toda inclusión de individuos en una categoría abstracta contribuye a despersonalizarlos: es más fácil tratar de manera inhumana a los ‘enemigos del pueblo’ o a los ‘Kulaks’ que a Iván o a Macha; a los Judíos o a los Polacos, que a Mordehai o Tadeusz. (…) Ellos no preguntaban: ¿sufres? O bien: ¿tienes fiebre? (…) La reducción de un individuo a una categoría es inevitable si se quiere estudiar a los seres humanos, pero es peligroso cuando se trata de una interacción con ellos: frente a mí yo no tengo nunca una categoría, sino siempre y solamente personas”.

¿Ha sido la decisión de la Corte Suprema, dando lugar a la presencialidad como única forma de gobierno para un contexto sanitario pernicioso, una forma de buscar una ratificación jurídica, política o cognitiva? ¿Las tres al mismo tiempo? ¿Se trata de decisiones jurídicas amparadas en una lógica de la muerte como “información” o “como tristeza”? ¿Intenta dar respuesta a demandas de este tiempo, articulando e interpretando el Derecho en su conformidad? ¿O está escudada simplemente en las bondades del cuidado de la propia corporación y los cuerpos, desvinculados de ciertas realidades sociales y políticas de este tiempo?

Kant, en La Metafísica de las costumbres (1797), define de la siguiente manera la Doctrina del Derecho: “Una acción es conforme a derecho (recht) cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal. Por tanto, si mi acción, o en general mi estado, puede coexistir con la libertad de cada uno, según una ley universal, me agravia el que me lo obstaculicen; porque ese obstáculo (esa resistencia) no puede coexistir con la libertad, según leyes universales”.

El hecho de que los cuerpos docentes, en nombre de una representatividad jurídica, fuera normativizado, “estandarizado”, entregado, como voluntad “popular” a la buena de Dios, nos ubica, más que en un lugar de “sentencia”, en sentenciados y sentenciadas. Tiene que ver con una suerte de racionalidad política ligada a narrativas históricas procedentes de la exégesis bíblicas –cuando refieren a textos que aluden a la evasión políticamente oportunista de un Poncio Pilatos, aprovechando la festividad de las Pascuas– pero cambiando, ahora, por el paso de los siglos, los escenarios, junto con la cantidad de víctimas y los actores. El telón de fondo donde resuenan y se despliegan dichas historias y escenas parece darse lugar en un marco político de anticipación electoral, en donde la mano invisible de la especulación ya no solo se lava las manos con los cuerpos docentes, sino que decide firmemente en torno al poco valor de sus vidas: esto último se puede observar en la escasez de fuerza de la argumentación utilizada para la fundamentación de la “sentencia”.

Pareciera que el “docente-obrero” o la “docente-obrera” remitieran únicamente a un tipo de sujeto sin auxilio desde lo jurídico, más ligado a la génesis fantasmática de los vaivenes referidos a las propias condiciones –insalubres– de trabajo con las cuales la lógica del capital –originalmente, al inicio de las transformaciones ligadas con los modos de producción y el mundo del incipiente trabajo industrial– desplegó sin remordimientos su ferocidad, devenida ahora en “fuerza jurídica” y haciendo la vista gorda a toda una historia de lucha y de conquista de derechos.

¿Cuál era el peor escenario “distópico” –término escuchado infinidad de veces durante la pandemia– que se planteaba para la racionalidad disciplinaria en los contextos fabriles en las coyunturas históricas de reconversión? No hace falta leer a Thompson –o quizás sí– para aprenderlo: una fábrica sin obreros ni obreras. De allí la desconfianza histórica a los procesos de sindicalización que podemos encontrar en las esferas públicas y políticas de algunos sectores en la actualidad.

Al intentar racionalizar las “razones sin razones” que hacen del colectivo docente una categoría absolutamente imprescindible para la lógica y el funcionamiento institucional del capital –pero a costas de prescindir de la vida– se reedita la misma “carga viral” histórica: allí podríamos encontrar que –a diferencia de lo cantado por el catalán– no son “los hijos”, sino los miedos los que “a menudo se nos parecen”. Quizás por eso, lo peor para este escenario –esa “distopía” tan amenazante– ya no remite a la posibilidad de una escuela sin niños y niñas –como lo sería absolutamente desde el punto de vista pedagógico y de este lado de la vida– sino en que la “amenaza” naturalizada esté ahora ubicada en una escuela sin control sobre el cuerpo de las y los docentes. Por eso introducimos esta categoría del docente-obrero o docente-obrera, quienes “deben” regresar, a toda costa, a sus puestos de trabajo para impedir esa amenaza, a como dé lugar y sin importar los costos. ¿Qué decimos y cómo actuamos las maestras y los maestros al respecto? ¿Cómo devolvemos estas agresiones? Aprendiendo a aprender del cuidado.

 

Hacia una epistemología del cuidado y de la emergencia

“Hablar es existir absolutamente para el Otro” (Frantz Fanon).

Los enfoques utilizados para analizar –y reflexionar– la pandemia en “tiempo presente” subrayan la dimensión forzosamente instituyente, disruptiva y discontinua, sobre aquellas miradas que solo exigen la necesidad de alejarse, aguardar y no tomar en consideración los acontecimientos actuales como objeto de estudio. Walter Benjamin sostenía que lo continuo –“la continuidad”– es “propia de la historia de los opresores”, mientras que la historia de las oprimidas y los oprimidos llevaría inexorablemente a ese otro lugar que se presenta como “discontinuum”. Por otra parte, su gran amiga, Hannah Arendt, hace una distinción entre observar la Historia como “actor” y como “espectador”, llevándola a sostener que, para comprender aquello que va tomando lugar dentro de lo inédito necesitamos volver a imaginar y animarnos a pensar “sin barandillas”: sin las viejas categorías que nos constituyen en nuestra –también vieja– formación. En este sentido, podríamos decir que la pandemia no solo implicó la ruptura con lo tradicionalmente conocido, sino que, a su vez, obligó a quebrantar la tradicionalidad del cuerpo y del funcionamiento escolar: nos referimos, entre otras cosas, al alejamiento del cuerpo de las y los docentes y de las niñas y los niños como eje articulador directo en la mediación para los aprendizajes en la escuela.

Sumado a lo anterior, deberíamos contemplar esta “deslocalización” física e institucional junto a otras formas de (re)crear presencias a través de medidas sanitarias y pedagógicas que urgieron ser tomadas en “caliente”, y las formas de percepción y reconfiguración de los tiempos escolares, que antes estaban unificados –estandarizados. Eso condujo a tensionar y a disputar –como ya hemos dicho– al terreno de significaciones políticas por sobre las educativas. Esta tensión “ascendente” cobró cada vez más notoriedad, llevándola a constituirse como un núcleo latente de “nuevas” concentraciones –y confrontaciones– conflictivas de circulación de poderes e intereses, con idéntica capacidad de mantener en vilo a la población que los circuitos de tensiones y sentidos políticos vivenciados con el conflicto del campo con “la 125” en 2008. Más allá de diferencias y semejanzas de contexto –que dejaremos para un mayor análisis para otro tipo de escritos– podríamos decir que lo “emergente” o “inédito” es la disputa por el control y “el rol” del Estado, y cómo la población comenzó a opinar e intervenir en espacios sociales e institucionales acerca de esa nueva categoría de “retenciones móviles”. Ese debate atravesó todo el universo representacional del espacio político. Simbólicamente, en 2008 se buscó retener la movilidad de los “impuestos”, hoy se trata de inmovilizar e impedir la migración del cuerpo docente a la esfera privada de sus casas, reteniéndolo en las escuelas.

A pesar de este contexto, los y las docentes y las escuelas argentinas tuvimos que construir e imaginar un conjunto de nuevos conocimientos que estuvieran disponibles en forma inmediata, tal como tiene lugar el campo de la formación y la intervención en contextos de “emergencia”, que concibe su finalidad en dar respuesta, actuar y atender en la inmediatez ante inciertos desafíos y nuevas demandas que no hacen “mella” –como nos pasa a las y los docentes– en los registros para este tipo de abordajes en nuestra “clásica” –e ilustrada– formación.

A pesar de estas limitaciones, las escuelas fueron usinas de esperanzas y amplificadoras de cuidados. La identidad pedagógica se hizo intencionalidad, imaginación y acción constantes para un válido reencuentro, subvirtiendo la lógica física y de redistribución relativa a los espacios privados y escolares claramente consagrados en los extensos procesos de la modernidad: los hogares como escuelas y las escuelas como hogares, ahora, en un mundo “desnudo” y desigual.

Esta nueva urgencia epistémica condujo a tensionar los umbrales de certeza con las cuales las narrativas clásicas de formación docente se instalaron –y refugiaron– bajo los imperantes cánones de teorías metodológicas e históricas que, generalmente, no habilitaban ni legitimaban reflexionar en “tiempo presente” sobre prácticas docentes en contextos de desintegración de “lo normal”. Para eso, en todo caso, se recurría o se liberaban inquietudes a otro conjunto de saberes y prácticas –ya alejadas de la aprobación de estas matrices– que, a la vez que oficiaban de guardianes epistemológicos, constituían a lo largo del tiempo un “ujier” conservador de privilegios para la reproducción de significaciones de índole fundamentalmente política. Es por ello que dichos pasajes y nuevos “paisajes” epistemológicos son irreductibles a la tentación de querer capturarlos temporal y pedagógicamente únicamente desde aquello con lo cual fuimos enseñados históricamente: planificar desde las clásicas corrientes hegemónicas de las didácticas y del currículum, más preocupadas generalmente en permanecer coherentes en su intención de reflejar y ratificar los procesos “universales” de la modernidad.

Es en este “intersticio” teórico y político donde los modos “periféricos” –al margen de los centros de distribución del poder del sistema-mundo– de pensamiento y acción hallan nuevos horizontes donde se puede intentar generar un potencial cambio de actitud en los modos de registros de estas –hasta ahora– indiscutidas formas de internalización. Esto es, a partir de las fuerzas que lucharon y luchan –insistentemente y a lo largo del mundo– en condiciones absolutamente desiguales y adversas, vehiculizadas en teorías pos o descoloniales, como posición subjetiva en donde (re)observar e intervenir activa y solidariamente para la enunciación y (re)construcción de un mundo nuevo en donde, entre otras liberaciones, se busque la del cuerpo del “docente-obrero” –utilizo aquí el “masculino”, porque la dominación histórica lleva su nombre genérico inscripto, como marca indeleble de un continuo abuso en el ejercicio del poder.

Algo de esto ya se hizo carne en nosotras y nosotros como inesperado antecedente cuando la historia también se hizo urgencia y necesidad como nueva pulsión para un nuevo destino: la lucha de un pueblo agobiado en 2001 para rehabitar un presente que sufre, interrogar sobre aquel sufrimiento y cómo hacerlo nuevamente vivible, pero también historiable. Así se produjo una suerte de “giro” de la escuela al territorio que contribuyó a plasmar esas memorias en nuevas biografías y nuevas identidades que hallaron sus propias dinámicas en nuevos (re)conocimientos para una nueva formación.

La pandemia ubicó nuevas espacialidades y deslocalizaciones temporales y político-pedagógicas indolentes, que ratifican que la generación de un saber no está dada únicamente en la imposición de la presencialidad del cuerpo, sino en la construcción de vínculos como “puente”, “imaginación” y posibilidad de (re)encuentros entre la voluntad de enseñar y de aprender que los trasciende y que hacen de ese cuerpo algo soberano. La negación colectiva de este postulado resulta notablemente injusta para un país en donde Madres y Abuelas llevaron adelante la lucha histórica de sostenimiento de vínculos y recuperación de lazos, a través de una labor pedagógica que tuvo que prescindir de los cuerpos, o imaginarlos esperanzadamente a través de los años. ¿Quién se animaría a decir que allí no hubo vínculos o que esa lucha fue en vano?

La emergencia y el (re)conocimiento docente en tiempos de una insoportable levedad del Ser se articula necesariamente con la vida aprendiendo a alojar nuevas formas de auxilio: de cuidar, pero también de sentirnos cuidadas y cuidados. Presentar muertes absolutamente innecesarias y evitables como algo “necesario” debe ser considerado como parte de un homicidio ético o desfalco humanitario para la calidad y la dignidad de las vidas y de la existencia, que tendrá que ser confrontado alguna vez con la revisión de la Historia. Historia(s) de las cuales, evidentemente, aún nos queda mucho por seguir aprendiendo, tanto de las de nuestro pasado, como las que emergen e irrumpen también en nuestro presente. Y como insistentemente nos vuelve a señalar Primo Levi: “si no ahora, ¿cuándo?”.

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