El cuerpo tibio de la docencia

Aún con el cuerpo “tibio” azotado por un 2020 con pandemia y con un cansancio extremo que no termina de sanar del todo, con políticas neoliberales –en alianza con aquellos sectores más conservadores provenientes de una parte de la sociedad que siempre ha visto a la docencia como campo propicio donde desplegar sus “imperativos” serviles– que continúan disputando la herencia por el futuro rol de la Escuela y de las y los docentes, siguen profanando nuestro preciado nombre en un momento que debería ser de recuperación y descanso.

Atrás quedaron los efímeros aplausos para los médicos. Desde esas mismas ventanas, que antes alojaban gestos de cuidados hacia quienes exponían –exponen– sus vidas, ahora “giran” sus manos reapuntando y reconvirtiendo aquella alabanza en nuevos modos de desprecio hacia el confinamiento o la ciencia médica y contra toda política que se atreva a interponerse en la supuesta libertad personal. En este contexto, se continúa hablando también en “nuestro nombre”, pero sin darnos voz. Somos narrados, hablados, enseñados y aleccionados desde una misma matriz, que no solo busca cancelar y silenciar el habla, sino también nuestro derecho por reconstruir un lugar digno de enunciación.

Las mismas voces que antes predicaban la pedagogía de la “incertidumbre” y subrayaban como premisa fundamental que la “nueva” educación debía acostumbrarse a “eso”, ahora reclaman presencia obligatoria, certidumbre y previsibilidad. Pero a no equivocarse: el “monto” de esa previsibilidad aludida y deseada no está emparentado –o poco tiene que ver– con la búsqueda política para ratificar un rumbo o un compromiso público colectivo con la educación, ni tampoco refleja interés en reconocer la certeza pedagógica con la cual la escuela –solidaria, empática, vincular y pedagógicamente– transitó, haciendo de los hogares una escuela, y de la escuela temporalmente un nuevo hogar.

En este sentido, “certeza” y “previsibilidad” podrían escindirse y remitir a mundos políticos diferenciados y diferenciables. La “certeza” pedagógica de la que aquí hablamos se ubica en otros coeficientes y otros paradigmas, muy distintos a los de la previsibilidad. Aquella previsibilidad descansa solamente en la pulsión del dominio de la certidumbre como obediencia. De esta forma, certeza y previsibilidad pueden no ser siempre lo mismo. Las maestras y los maestros llevando a caballo las tareas para quienes no tienen conexión; o la escuela como referencia del territorio para auxiliar en los momentos de mayor angustia, tanto en el COVID-19 como en las inundaciones de 2003; o docentes pagando de sus propios bolsillos los abonos para que los celulares tengan Internet; entre otras tantas situaciones similares, se constituyen como una certeza y como reconstrucción de “datos” rigurosamente cuantificables, pero siempre escapan a los cálculos: la falta de disposición para medir y hacer de estas formas de auxilio y de cuidado docentes algo mensurable las excluye como conocimiento y verdad para la condición existente de la enseñanza.

Lo “previsible”, entonces: esperar que aquellas voces políticas extingan estas acciones, las rechacen buscando crear complicidad con parte de la sociedad, y hasta las despojen de su sentido ético-político. Así se logra desterrarlas y encubrirlas para mejor desentenderse de los problemas acumulados históricamente con la educación pública. Lo “previsible”, insistimos, consistirá en todo caso en que siempre obedezcamos.

La certeza, en cambio, conmueve la subjetividad afectando los vínculos y (re)generando confianzas mutuas allí donde la previsibilidad aparece meramente como “cálculo” político: como (re)configuración de un espacio destinado solamente a operar para que sus intereses sean unilateralmente alcanzados, sin miramientos ni contemplación alguna hacia las y los demás. Aquí no se trata de “negar” la búsqueda de lo previsible, sino de hacerlo cuando no esté interesada en avistar ni incluir otros modos de certeza. En este punto, “certeza” y “previsibilidad” –como dijimos– no necesariamente van de la mano.

Las maestras y los maestros han sido y son generadores de certeza histórica acumulada colectivamente como “esperanza” para otro mundo a lo largo de los peores momentos, tanto de la historia política como del propio Magisterio. Estos montos de certeza constituyen un modo de intelección y de intervención también previsible: que las maestras y los maestros actúen en tiempos convulsionados es lo esperable; que no se tengan en cuenta sus propios temores, que no se valoren sus aportes, conocimientos o experiencias por ellas y ellos identificadas, o que sean uno de los colectivos más castigados, también es esperable.

¿Quién puede dudar de que no hay nada más importante para nosotros que volver a las escuelas? ¿Cuánto espacio podría “ocupar” el tiempo sin tiempos ni fronteras, si pudiéramos medirlo en preocupación y acciones llevadas a cabo por las y los docentes en este especial contexto? Pero para hacer “previsibles” las aulas, las maestras y los maestros –y toda la comunidad– necesitamos certezas. Estas otras certezas no pasan exclusivamente por aquello que sea “factible” o no en relación a lo epidemiológico hoy, sino también con aquello que –sobre todo en los últimos 45 años y no “setenta”– se sigue manifestando como feroz síntoma cada vez que la docencia reclama por algo le ha sido expropiado o cancelado, o cuando es perseguida, mutilada, negada o dejada de lado: instalan la falsa idea de la docente o del docente como “vagos”, “caprichosos”, “fracasados” o “mezquinos”.

Sin embargo –tal como podemos leer en el Principito– “conozco un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella y que jamás ha querido a nadie”. Si ese alguien fuera posible, puedo asegurar a las y los lectores que de ningún modo la escuela “tiene la culpa”. Toda persona que haya puesto sus pies alguna vez en la escuela sabe que es ahí donde, a pesar de todas las dificultades que acarreamos, aprendemos a oler las flores, a mirar las estrellas y a contribuir a enseñar y aprender colectivamente para amar y aferrase a la vida.

La inusitada alegría derramada en “miradas que se abrazan” amorosamente, y los saltos y los estrujones de codos en los (re)encuentros ocasionalmente dados durante la pandemia entre maestras, maestros y estudiantes, dan cuenta de que nuestros vínculos no solo están intactos, sino que las alianzas histórico-políticas entre la escuela y nuestra comunidad son inmunes a los esfuerzos por dañarla y contaminarla. Quizás esta sea una de las pocas certezas previsibles que finalmente nos queden cuando, con todas nuestras ansias, podamos regresar al aula.

 

José Tranier es doctor en Ciencias de la Educación (UNR).

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