Filosofía de los puentes

Reseña del libro de Cristina Campagna y Ana Zagari: De muros y puentes. Dialéctica de los conflictos contemporáneos. Buenos Aires, CICCUS, 2018, 160 páginas

 

Las autoras son filósofas argentinas con varias publicaciones académicas en su haber. Ahí se inspiran para referirse al tema del libro: “Si la amistad política y social es un puente, la filosofía es la modalidad en la que la amistad se hace acompañamiento para elaborar los conceptos. Desde los antiguos sabemos que pensar, una actividad dialógica, sólo puede realizarse en el elemento de la filia”. Así, “hablar, dialogar, confrontar, formas emblemáticas de la filosofía, hacen que la palabra sea puente de amistad y muro de la violencia”.

Sin embargo, el mundo está repleto de muros que dividen, consolidan la desconfianza e impiden esa amistad. “La humanidad es migrante desde siempre, también es parte de ella la desconfianza por el otro diferente: por color de piel, por religión, por procedencia, por clase social, porque habla una lengua que no entiendo, porque es parte de una minoría étnica, religiosa, etcétera”. Frente a esos muros, las autoras apuestan por la tolerancia: “es en la cultura entendida como creatividad inmanente del pueblo donde encontramos el suelo fértil para construir la paz”. Esa paz se construye reconociendo “la verdad del otro”, sabiendo que “no hay quien tenga la verdad”, teniendo “presente la figura del poliedro cuyas facetas, todas ellas singulares y necesarias, hacen unidad en la diferencia”.

De todas formas, los “muros” a los que refiere el libro no son solamente las murallas existentes que dividen los pueblos, sino también “la discriminación, la exclusión, el descarte humano y planetario”; así como los “puentes” son “reales o imaginarios, culturales, materiales, ficcionales”, que conforman “las posibilidades de pensar el encuentro entre los hombres, la oportunidad de vivir juntos, una condición que, por otro lado, es inherente a nuestro modo de ser y de estar en el mundo”. Esos puentes de todas formas no impiden los conflictos, sino que los encauzan: “promover puentes, encuentros, diálogos, sabiendo que siempre el conflicto está presente, es mantener precisamente el conflicto en estado de latencia para que no se vuelva acto letal”. “Es en la alteridad, en la relación con el otro que nos hacemos sujetos, ciudadanas, personas; cualquier categoría de las mencionadas que elijamos alojan, en su constitución, al otro”.

La aclaración de que los “muros del odio” no se alzaron solamente en los tiempos modernos no es irrelevante: desde el inicio de la historia acompañan a los pueblos. Pero el primer capítulo del libro enumera los “muros de la vergüenza” actuales, para refutar la idea de que el muro de Trump es único en el mundo. De hecho, México a su vez está proyectando un muro en la frontera con Guatemala.

El libro identifica al menos 24 muros vigentes: algunos son altas murallas reales y vigentes, otros se forman con alambradas electrificadas y radares, sensores o videocámaras. Algunos tienen pocas cuadras, otros se extienden por más de 3.000 kilómetros. En varios de ellos murieron miles de personas. Así, la lista se compone con los muros de Israel con Cisjordania, Egipto y Rafah; Ceuta y Melilla; Eslovaquia; Chipre; “La pared” del Sahara; Irlanda del Norte; el “paralelo 38” que divide las dos Coreas; Arabia Saudita; Botsuana y Zimbabue; Bagdad; Tailandia y Malasia; Mozambique y Sudáfrica; Paquistán e Irán, Afganistán y China; Uzbekistán, Kazajistán, Kirguistán y Turkmenistán; India y Bangladesh; Irak y Kuwait; los muros de Río de Janeiro que aíslan las favelas; y los de Lima, en Perú, con el mismo fin. Según las autoras, “controles y vigilancia a ilegales son las excusas que se repiten en los propósitos de los diferentes Estados, aunque lo central es la exclusión: evitar las personas molestas porque son pobres, inmigrantes, los desesperados del mundo… Poco se habla del negocio que engendra esta desesperación, la vulnerabilidad de la inmigración: el tráfico de personas”.

La lista es pavorosa, deprimente. En la Argentina tampoco faltan ejemplos: en 2009 el intendente de San Isidro, Gustavo Posse, intentó construir un muro para “proteger” el barrio de La Horqueta, pero fue impedido por el Poder Judicial; y el actual gobierno nacional propone “abrir la Argentina al mundo” mientras impulsa ampliar las restricciones para inmigrantes de países limítrofes.

Los siguientes capítulos del libro describen otros tipos de “muros”: los de los fundamentalismos; los de la exclusión, por analfabetismo, género u otras causas; o los de la desigualdad. Y también las autoras mencionan distintos tipos de “puentes”: los del desarrollo humano y la ecología integral; los de la integración nacional y regional, capítulo que incluye varias citas textuales de Juan Perón; los de la soberanía, un tema que ya había tratado Ana Zagari en un libro anterior, y que también incluye referencias al ideario peronista; y los de la educación y el arte, que contienen el concepto de “ciudadanía intercultural”.

Las autoras concluyen con algunas advertencias relevantes. Por ejemplo: “todo puente, como todo muro, es una construcción”, pero es más difícil construirlos que derribarlos. “Lo humano es constitutivamente frágil y no hay lazos que puedan ser naturalizados como garantía de perpetuidad”. La inevitabilidad del cambio en sociedad hace que sea imposible “clausurar la historia”, pero sí es posible construir y aplicar una ética de la comunidad de lo humano en lugar de una del individuo; una ética del mestizaje cultural propio de América Latina que construya el respeto mutuo en la diferencia y, consecuentemente, la paz en el seno del pueblo; una cultura de la solidaridad que permita que todas las personas accedan a las tres T: techo, tierra y trabajo; y el respeto absoluto por el mandamiento que impone el “no matarás”, un imperativo que enfrenta a la vez al fundamentalismo y al nihilismo, el relativismo, el escepticismo o el indiferentismo ético, que muchas veces terminan siendo letales.

La propuesta de construir la comunidad y la alegría supone aceptar que “lo común es compartir la carga de la vida, la falta originaria sin sacarle el cuerpo, sin tener privilegios o inmunidades que permitan mirar para otro lado”. A la vez, “si a un pueblo triste se lo puede doblegar con facilidad, un pueblo alegre, a pesar de las dificultades, puede dar batalla por la vida buena”.

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