Para un planificador constitucional de datos y una política industrial acorde al siglo XXI

“Proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y el bienestar de todas las provincias, y al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria, y promoviendo la industria, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción y establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores, por leyes protectoras de estos fines y por concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo” (artículo 75, inciso 18, Constitución de la Nación Argentina).

“Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento. Proveer al crecimiento armónico de la Nación y al poblamiento de su territorio; promover políticas diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones. Para estas iniciativas, el Senado será Cámara de origen. Sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad nacional, respetando las particularidades provinciales y locales; que aseguren la responsabilidad indelegable del Estado, la participación de la familia y la sociedad, la promoción de los valores democráticos y la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna; y que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales. Dictar leyes que protejan la identidad y pluralidad cultural, la libre creación y circulación de las obras del autor; el patrimonio artístico y los espacios culturales y audiovisuales (artículo 75, inciso 19, Constitución de la Nación Argentina).

La dependencia es una estructura económicamente desequilibrada. El comportamiento del empresariado periférico traduce, por lo tanto, esa limitación: no es el sujeto innovador de la economía, sino el importador atento. No requiere de producción endógena de ciencia básica para el desarrollo intrínseco de tecnología, sino de dólares para la desesperada importación. Importación urgente de tecnología extrínseca que subsume al espacio nacional del valor al subdesarrollo en el preciso momento de la incorporación tecnológica de máquinas y equipos. Es un movimiento consustancial a la expansión mundial del mercado del capital tecnológicamente potenciado.[1] Al mismo tiempo, Argentina desciende, década tras década, en la jerarquía de las naciones industriales, consolidando, sin descanso, ingentes bolsones de miseria social que no se reducen en los momentos de alza del ciclo económico, ni en sus booms –cada vez más efímeros– de consumo.

El capitalismo comienza con el capitalismo mercantil. A partir del siglo XVI se transforma en capitalismo industrial, cuando el propio trabajo humano se modifica, esencialmente: el trabajo que se acumula como capital, volviendo al trabajo humano universalmente productivo. Ya no es el trabajo particular, artesanal, al interior de la cultura, al interior del uso de un pueblo, sino la producción de valor bajo una estructura –la mercancía como forma elemental de la objetivación de la riqueza material y espiritual de un pueblo– pasible de absorber todas esas culturas y usos, poniéndoles un precio en una única dirección social: el mercado. Los valores de uso no podían producir una imagen de la totalidad, porque se agotaban en la particularidad de la utilidad de cada uno. La mercancía, en cambio, es una estructura universal; su misión: la abolición del espacio mediante el tiempo. Que el mundo entero se religue a sí mismo mediante el comercio y sea producido como mercado mundial del capital. Es por la productividad del trabajo humano que la naturaleza aparece por primera vez como naturaleza, como una otredad, dominada por el ser humano en tanto materia prima. Hace de él un ser cuya actividad, cuyo trabajo, produce humanidad, mediante la transformación infinita de lo real: eleva al humano a la subjetividad. Sintéticamente: la transformación del capital sobre la existencia no solo fue económica, sino ontológica. Una ontología del trabajo enajenado.

Con el desarrollo del capital, la idea de nación, en realidad, se vuelve banal, las diferencias culturales se tornan efímeras frente a los precios que homogenizan el mundo como dinero. Esto se ve claramente una vez culminada la acumulación nacional-centrada del capital, con el fin de la posguerra, con la destrucción de la experiencia estalinista y la caída del muro. Consecuentemente, los métodos científicos de producción, por primera vez en la historia, se subsumen ya no solo formalmente, sino realmente al capital. La producción misma que no es atravesada por la innovación científico-técnica se vuelve obsoleta, artesanal, tradicional, no-capitalista. El mundo aparece como un sistema de diferenciación del capital: centros y periferias, productores de tecnología e importadores de tecnología, capitales tecnológicamente potenciados y capitales tecnológicamente reducidos, en las categorías del doctor Pablo Levin.

La burguesía de la periferia, tecnológicamente dependiente, es fundamentalmente pasiva. Se acomoda. Allí se agota toda su racionalidad capitalista. No le interesa constituirse como clase dirigente. Todo lo que el desarrollo industrial y tecnológico que las clases dominantes periféricas pueden ofrecer lo consiguen transformando naturaleza en civilización importada: de Sarmiento a la “big data”. Ahora bien, los países centrales no crecen y empujan a la periferia a igualarlos, sino que crecen y se desarrollan a costa de ella. Esto se observa a medida que la dependencia tecnológica se profundiza, a punto tal que el proceso importador de máquinas y equipos deja de ser supletorio y se vuelve fundamental para la existencia internacionalmente subsumida de la industria. A mayor crecimiento, más y más importación. Crece la periferia, y al mismo tiempo se vuelve más y más tecnológicamente dependiente.

En este sentido, el aumento del desarrollo en el centro –y sus crisis por sobreinversión o sobreproducción del capital– es necesariamente del subdesarrollo en la periferia, mediante crisis por falta o debilidad de la inversión. Por lo tanto, sin el apoyo sistémico –inversión activa y de largo plazo– de un Estado planificador, el destino de los capitales simples es el eterno retorno del ciclo de inflación, cuello de botella, crisis de la balanza de pagos, un endeudamiento o financiamiento externo que solo aceita, con liquidez inmediata, el condicionamiento geopolítico de la nación. El circuito vicioso de la dependencia concluye siempre del mismo modo: parasitando hasta la gangrena social los recursos internos de los estados, generando ganancias extraordinarias al capital financiero internacional. El dilema de fondo –entre el condicionamiento extrínseco de la posibilidad misma de la industria, dado el piso de tecnología alcanzado por el desarrollo mundial de las fuerzas productivas en el centro, y un Estado nación que debe hacerse con un espacio protegido para su industria sustituta– es el de planificar o condenarse al infradesarrollo. No planificar, en este sentido, es un delito de lesa patria. Volvamos.

El capitalismo como sistema mundial dirime su guerra competitiva con tecnología. Y el poder de ésta es directamente poder de comando de un capital sobre otro capital en la posición del mercado. Equivale a “superioridad”, “jerarquía”, “dominio”. Es que no hay una homogeneidad del nivel tecnológico alcanzado, sino desniveles, heterogeneidad, ventajas derivadas de la inversión en descubrimientos esenciales. Y todo “desarrollismo” financiado por los centros de poder equivale menos a islotes de modernidad occidental que a enclaves que, lejos de arrastrar al conjunto de la sociedad hacia el desarrollo, profundizan un dualismo férreo –colocación de “commodities”, déficit por importación– en su interior. Su nota de color más característica: un paisaje desigual de miseria excedente.

El carácter dependiente –es decir, económicamente desequilibrado y actualmente reprimarizado– de la Argentina arroja la primera consecuencia necesaria de lo dicho: el país no puede desarrollar, tecnológicamente, un sector específico de la producción social nacional de forma aislada.[2] Semejante intento, en lugar de equilibrar la economía nacional de conjunto, solo reproduciría la puja de divisas intersectorial. Es que el capitalismo como totalidad repudia la planificación. Aunque sus empresas más poderosas sí planifican, y lo hacen estableciendo relaciones de poder. Basta con leer las acusaciones que el congreso norteamericano ha presentado como prácticas monopólicas de las “Big Techs” sobre el entramado productivo, comercial, familiar, financiero, de la potencia imperial. El Estado, ciertamente, es un espacio de la organización social privilegiado para ejercicios de planificación económica de largo plazo. Ahora bien, el impacto de su intervención, de su planificación, no puede reducirse a un sector determinado. Lo que se busca es, en rigor, una “tecnología-tecnologizante” para el conjunto industrial dependiente. Tampoco podrá, materialmente, “planificar el conjunto”, por obvias razones de índole política: sería, de mínima, acusado de “capitalismo de Estado”. El Estado puede, entonces, planificar una intervención trasversal. Aquí es donde “la cuestión de los datos”[3] juega una pieza clave en la determinación del futuro económico: la posibilidad del control algorítmico de las cadenas endógenas de valor, de las redes logísticas, de la comunicación entre poder de compra y producción mercantil.

Para afirmarlo de modo sencillo: las mismas tecnologías que permiten a los capitales de “alta tecnología” planificar a los capitales de “precaria tecnología”, pueden ser utilizadas por el Estado Nación para favorecer, de modo trasversal, al conjunto industrial dependiente, poco competitivo, “atrasado”, PyME. Corresponde aquí retomar la intuición del 22º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1961, cuando Nikita Jruschov declaró que era imperativo acelerar la aplicación de tecnologías digitales a la economía planificada. Pero nuestro “retomismo planificador” no será en una dirección centralizadora, sino constitucional.

Un planificador constitucional, perfectamente establecido en nuestra actual Carta Magna en su denominada “cláusula del progreso” –aquella que Alberdi incluyó como inciso 4 del artículo 67 de su Proyecto de Constitución de 1852 y que ahora es el inciso 18 del artículo 75 de la Constitución Nacional–, es un planificador respetuoso de los derechos humanos y sociales, promotor principal de la protección de datos personales, capaz de exponer sus códigos al escrutinio democrático mediante plataformas anonimizadas y descentralizadas, cercanas a la fiscalización del pueblo y sus organizaciones sociales. Para llevar esto adelante, desde luego, no solo habrá que reforzar la ilustración del campo popular con la precisión de una campaña militar de guerra defensiva –las “fake news” exponen, en el marco de la pandemia del COVID-19, la importancia decisiva de fomentar la duda, el pensamiento crítico, tanto en jóvenes como en adultos mayores– sino que también habrá que profundizar la organización del lumpenproletariado o el propio narco-capital lo hará por nosotros contra el Estado. Volvamos.

Es cierto que el Estado argentino no puede gastar los 18.000 millones de dólares anuales que Amazon emplea en Investigación y Desarrollo. Pero puede promover –como diría Aldo Ferrer– una densidad económica[4] basada en nuevas tecnologías: un plan tecnológico centrado en la planificación algorítmica de datos productivos-predictivos para los subsistemas nacionales industriales de acumulación de capital, que permita abrazar con sus propias categorías esfuerzos de modernización latinoamericana.

Su axioma inicial, fundamental, no puede sino rezar así: no habrá independencia económica, ni soberanía política, ni justicia social, sin una teoría y una práctica mediada por la teoría de la planificación tecnológica argentina para América del Sur.

Leonardo Fabián Sai es sociólogo y ensayista.

[1] Pablo Levin (1997): El capital tecnológico. Buenos Aires, Catálogos.

[2] Como si un sector pudiera desvincularse del conjunto, como si la varita mágica de una selección científicamente comprobada pudiera decir: “apueste a este sector, protéjalo, y ganará la apuesta de la competencia actual”. Ni bien se lo seleccione, se lo deberá financiar con divisas actuales en la promesa de ser abastecedor de divisas futuras. Pero, justamente, divisas es la sábana corta de la política profesional inmediata. Y los políticos profesionales no se ponen de acuerdo, de conjunto, en financiar un sector, sino de financiarse a sí mismos en el poder. Un acuerdo “tácito” cierra sus grietas: son los diversos sectores sociales y productivos los que deben financiarlos a ellos. El entuerto se soluciona con remedos de escribas: leyes que promocionan, incentivos, burocracia, proteccionismo del favor, aperturismo indiscriminado del favor: identidad del corto plazo.

[3] https://leonardosai.wordpress.com/2020/07/20/la-cuestion-de-los-datos-plusvalia-de-vida-bienes-comunes-y-estados-inteligentes.

[4] Por densidad nacional Aldo Ferrer comprendía la integración de la sociedad; liderazgos con estrategias de acumulación de poder fundado en recursos disponibles dentro del espacio nacional; estabilidad institucional; concertación política de largo plazo; un pensamiento crítico no subordinado a los centros de poder hegemónicos; políticas económicas para la mayoría social; protección del interés nacional; mediación del Estado en los conflictos distributivos. Ferrer observó muy bien cómo la globalización desafía la densidad nacional de los países, amenazándolos con liquidar su trama social. Lo que nosotros llamamos la destrucción de la experiencia nacional.

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