La multiplicidad de la política social: hacia la nueva normalidad pospandemia

El contexto de la pandemia de COVID-19 que azotó al mundo entero durante el primer semestre de 2020 implicó una amplia resignificación de la política social. Sin embargo, más allá de las medidas excepcionales que demanda la emergencia, el contexto de la pandemia abre interrogantes que claramente la trascienden. Por un lado, al agudizarse, algunas cuestiones estructurales se han hecho completamente evidentes. Por otro, cuando pase lo peor de la crisis sanitaria, serán necesarias múltiples estrategias para salir de la crisis social y económica. El desafío será de tal magnitud que es necesario empezar, desde hoy, a planificar y diseñar esas estrategias.

En este sentido, en este breve texto nos proponemos pensar algunas prioridades y posibles orientaciones de las políticas públicas, considerando las distintas funciones que cumple o puede cumplir la política social.

Cabe aclarar que, en esta cuestión, ninguna mirada es políticamente neutral. La política social es un ámbito en disputa con larga trayectoria histórica, sensible a debates sobre cómo se entiende que funciona la economía y cuáles deben ser los márgenes de autonomía de los distintos actores económicos, cuáles han de ser el rol y las responsabilidades del Estado, cuáles competencias del mercado, del ámbito privado de las familias y de organizaciones de la sociedad civil.

 

Breve recorrido histórico sobre los significados de la política social

En los inicios del siglo XX, la política social de América Latina era ante todo “asistencia social”. Consistía en un conjunto de “ayudas” ante situaciones de carencia extrema. Esto configuraba una política “residual”: se trataba de una medida de alcance restringido, prevista para circunstancias “excepcionales”. En el caso argentino, estuvo fuertemente atada al concepto de caridad cristiana. Existían además redes de apoyo de diferentes colectividades y agrupaciones de trabajadores, sociedades de ayuda mutua o “mutuales” que funcionaban como resguardo frente a algunos riesgos, aunque de manera fragmentada, atomizada y extra estatal.

Hacia mediados del siglo, en toda la región, la política social se expandió de la mano de derechos sociales atados a la relación laboral. En Argentina, con el peronismo como hito histórico casi fundacional, los derechos laborales se masificaron, en muchos casos expandiendo y respaldando estatalmente el esquema de organizaciones civiles y laborales de ayuda mutua. En este marco, la asistencia social pasó a insertarse como complemento de una política social que, principalmente, estaba centrada en derechos sociales atados a la relación laboral.

El rol de la asistencia social y de los derechos laborales en la política social fue fuertemente reformulado en los años 90, con la consolidación en la región del ideario neoliberal. La reforma del Estado, considerado ineficiente y “distorsivo” de la economía, y la flexibilización de condiciones laborales “para dinamizar el empleo”, implicó una recuperación del paradigma centrado en la asistencia: focalizada en sus beneficiarios, acotada en su duración, limitada en sus montos y condicionada a la capacitación laboral o a alguna contraprestación.

En el siglo XXI, ese paradigma volvió a ser puesto en cuestión. Ya en 2002 el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados implicó el fin de la focalización. En 2004 el Plan Familias y en 2009 la Asignación Universal por Hijo significaron el fin de la restricción temporal y de las condicionalidades laborales y el intento de instituir a las transferencias monetarias como derechos. El horizonte de la inclusión social permitió relegitimar a la política social y despegarla parcialmente de la relación laboral. Casi veinte años después de la crisis de 2001, el paradigma neoliberal y el de la inclusión siguen disputándose la hegemonía en el diseño de la política social en Argentina. Pero más allá de las controversias, algunas reivindicaciones y logros sociales históricos han arribado a consensos internacionales que fueron plasmándose en instrumentos de derechos. Además, en estos días, se extienden consensos en torno a que la salida de la crisis económica requerirá tomar amplias medidas orientadas a la activación del consumo.

 

La política social y económica para salir de la crisis

La reducción o pérdida de ingresos de millones de personas implica a la vez un problema social y un problema económico. La recesión ha llevado y llevará a miles de unidades productivas a la ruina económica, retroalimentando el problema social por la pérdida de empleos. Como problemas interrelacionados y que se retroalimentan, consideramos que para la salida de la crisis debemos pensar estrategias que articulen políticas económicas con políticas sociales.

A la vez que garantiza derechos socioeconómicos, la implementación de la política social puede contribuir a reactivar el consumo interno, con efectos virtuosos tanto económicos como sociales. De manera análoga, las políticas económicas como exenciones impositivas, ayudas o rescates a unidades productivas pueden maximizar su efecto si, además de evitar una quiebra y de preservar las fuentes de trabajo en riesgo, se usan como una oportunidad para exigir el cumplimiento de prácticas económicas y laborales socialmente responsables. En definitiva, no sólo importará el tamaño del “gasto” implicado en las políticas, sino también su diseño.

 

Políticas de transferencias de ingresos

En el caso de la política social, las transferencias de ingresos constituyen una estrategia evidentemente clave para reducir la pobreza. De hecho, el primer objetivo planteado por la política social, para el cual las transferencias de ingresos son el medio más ágil, es garantizar la supervivencia económica de aquella parte de la población cuyos ingresos son insuficientes. Jacques Donzelot entiende esto como una necesaria intervención ante las tensiones que causa, en sociedades democráticas, la convivencia de principios de igualdad política con las desigualdades de la vida civil: toda democracia está interpelada a –de algún modo– asegurar la supervivencia económica de sus ciudadanos.

Además, las transferencias de ingresos tienen efectos económicos más allá de la población directamente beneficiaria. Principalmente en el contexto de economías deprimidas, las transferencias monetarias pueden estimular el consumo, incentivar la demanda y motorizar a la economía en su conjunto. Principalmente en contextos de alto desempleo y baja utilización de la capacidad instalada –como el que se espera a la salida de la pandemia– las transferencias, al estimular la demanda, permiten la recuperación de la producción y, por consiguiente, del empleo.

El contexto de la pandemia ha implicado que las transferencias desde el Estado alcancen un número récord de beneficiarios, si contamos tanto a quienes venían recibiendo asignaciones desde antes de la misma y a quienes empezaron a recibir el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Si sumamos a los beneficiarios del Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP), se vuelve mayúsculo. Es altamente probable que las condiciones económicas pospandemia requieran mantener este universo de beneficiarios. En este mismo sentido, resulta evidente la necesidad de ampliar estos programas en un mediano plazo y, sobre todo, dar a los beneficiarios la certeza de que seguirán recibiendo sus transferencias durante los próximos meses. En cuanto a los montos, los alcances del IFE ya se están demostrando insuficientes, y lo serán aún más si el costo de vida sigue aumentando.

Posiblemente sea necesario, incluso, implementar nuevos programas de transferencia de ingresos. En tal sentido, ha de tenerse en cuenta que, al diseñar estas políticas, la tarea no consiste sólo en establecer los montos de dichas transferencias, la cantidad de población alcanzada y su extensión temporal, sino también en que los mecanismos de selección maximicen la progresividad en su distribución. Asimismo, en que su diseño evite “efectos secundarios” como, por ejemplo, la trampa de la pobreza, la del desempleo o el aliento de la informalidad laboral.

 

“Desmercantilización” de parte de los gastos familiares

Una de las desventajas de centrar la política social en transferencias de dinero es que ello implica que la satisfacción de necesidades quede mediada por el mercado. En tanto este no es neutral ni democrático, algunos sectores monopólicos o cartelizados pueden aprovecharse de la creciente demanda e incrementar los precios, diluyéndose así parcialmente el efecto deseado. Así, otra manera de mejorar la capacidad adquisitiva es satisfacer necesidades de manera pública, de modo que se libere a los ingresos de cargas que hoy son privadas, desmercantilizando su acceso. Nos referimos, por ejemplo, a cobertura de medicamentos, políticas de vivienda, provisión de guarderías y cuidados para personas mayores. Su impacto, nuevamente, dependerá no sólo de su amplitud, sino de que su diseño se oriente a maximizar un impacto progresivo sobre los ingresos. Algunos supondrían además la creación de puestos de trabajo, con un efecto conjunto en términos sociales y económicos.

Avanzar en la creación de un sistema nacional de cuidados podría constituir una estrategia con múltiples potencialidades. Por un lado, supondría generar puestos de trabajo permanentes y, eventualmente, activar la obra pública –para generar infraestructura. Para miles de familias que delegan ese trabajo contratando servicios, liberaría parte de sus ingresos para destinarlos a otros consumos. Para las que se ocupan de manera privada de proveer el cuidado, las liberaría de una carga de trabajo no remunerado que tiene un particular rol en las asimetrías de género. Como insistentemente señalan los estudios de género y el movimiento feminista, existe una división sexual del trabajo que adjudica principalmente a las mujeres tareas de cuidados que no son remuneradas. Ello tiene consecuencias en su autonomía económica, dado que dichas tareas obstaculizan su inserción en el trabajo remunerado. Al condicionar su disponibilidad de tiempo, también afecta su capacidad de elegir dedicarse a otras actividades, así como sus oportunidades de desarrollo profesional y personal. Al respecto, la pandemia y las medidas de confinamiento han visibilizado la enorme importancia del trabajo de cuidados, así como su asimétrica distribución. Asimismo, el hecho de que los cuidados ya no dependan de los recursos de las familias –tiempo o dinero– permite democratizar genuinamente el acceso a cuidados para quienes los necesitan.

 

Políticas redistributivas

Otra estrategia clave consiste en maximizar la redistribución progresiva del gasto social y la recaudación que ya existe. Ello podría implicar no sólo mejorar la eficacia de las políticas en sus objetivos sociales, sino también su impacto relativo en el destino de los ingresos al consumo. En esta dimensión adquiere importancia la realización de una reforma tributaria, pero también la de la política previsional, que constituye el principal gasto social del Estado, tanto en monto como en personas implicadas. Con mecanismos contributivos de acceso y cálculo de haberes, el sistema tiende a concentrar una mayor cantidad de recursos en personas más favorecidas en la escala de ingresos.

Actualmente, 7,3 millones de personas –16,1% de la población– perciben prestaciones previsionales o pensiones no contributivas. El gasto social de marzo por este concepto ascendía casi 190 mil millones de pesos. Sin embargo, su potencial para mejorar las condiciones de vida de los sectores más vulnerables se reduce fuertemente, debido al diseño con el que se define no sólo el acceso sino, principalmente, el monto de los beneficios. Según datos de INDEC, a fines de 2019 el 49% del gasto previsional se concentraba en la población de los tres deciles más altos de la escala de ingresos per cápita familiar. En contraste, sólo el 12% se destinaba a la población de los tres deciles más desfavorecidos. La mayor parte de la diferencia –80% de la misma– se explicaba por la estratificación de los beneficios –con montos más altos para beneficiarios ubicados más arriba en la escala de ingresos. La brecha era aún más evidente entre la población de quintiles extremos: mientras que había un 44% más de beneficiarios previsionales en el quintil más alto que en el más bajo, el gasto destinado al mismo equivalía a 5,2 veces el gasto destinado al más bajo. En este marco, existe amplio margen para incrementar el impacto socialmente progresivo del gasto social introduciendo mecanismos que incrementen la equidad en su distribución.

Si bien la recaudación fiscal no es el único camino para financiar políticas sociales –y en el caso del sistema previsional una fuente muy importante son los aportes y contribuciones específicos–, el diseño de una política redistributiva no puede mirar solo los gastos, sino también la recaudación. En Argentina esta depende mucho del impuesto al valor agregado (IVA), cuya progresividad es muy baja. Como los más pobres consumen una parte mayor de su ingreso que los más ricos, el cociente entre el pago del IVA y los ingresos es mayor. Esto se compensa con otros impuestos, como el Impuesto a las Ganancias, pero la desactualización de sus escalas hace que hoy por hoy se llegue muy rápido a la alícuota máxima del 35%, con lo que, por un lado, sectores no tan ricos –que igual están en los deciles 9 y 10– pagan la misma alícuota que los más ricos y, por el otro, en comparación con las tasas máximas de otros países, en Argentina es menor. Además, el Impuesto a las Ganancias permite a quienes lo pagan hacer deducciones –por ejemplo, por hijos a cargo– que podrían ser entendidas como transferencias a esos sectores. En suma, la estructura tributaria argentina no es todo lo progresiva que podría ser y, en tanto hace mucho tiempo que no se la discute integralmente, profundiza inequidades. La por ahora fallida discusión sobre un impuesto especial a las grandes fortunas en el contexto de la pandemia da cuenta de las dificultades políticas de una reforma integral, pero al mismo tiempo las condiciones sociales y económicas dan cuenta de la imperiosa necesidad de transformar el sistema tributario en uno mucho más progresivo, que permita encauzar una redistribución de los ingresos.

 

La protección en el trabajo regulado

La regulación del trabajo formal cumple un rol fundamental en la protección de los ingresos de los hogares. Asimismo, tiene un papel clave en la dimensión distributiva, al incidir sobre la distribución primaria del ingreso –es decir, entre el capital y el trabajo. El hecho de que una gran proporción del trabajo se realice por fuera de esta esfera pone en perspectiva la importancia de implementar estrategias para reducir la informalidad, así como de regular formas laborales precarizadas que desdibujan la relación laboral en formatos pseudo independientes –como ocurre, por ejemplo, con las plataformas. Más allá de los mayores o menores éxitos en ese desafío, la regulación del trabajo formal permite proteger a millones de trabajadores y establecer estándares a los que debieran orientarse las medidas para la protección del resto de las personas.

La regulación en esta esfera puede cumplir, como en los casos comentados más arriba, con objetivos a la vez sociales, redistributivos y económicos. En este marco, tiene particular potencialidad el incremento del salario mínimo. Por otro lado, en el marco de la crisis de muchas unidades productivas, la continuidad de los salarios fue en sí misma un enorme desafío, quedando relegadas las paritarias salariales. Resulta fundamental atender el hecho de que “saltear” un año de negociaciones paritarias, o conseguir una negociación modesta, tendrá consecuencias no sólo para los ingresos este año, sino que el “atraso” se arrastrará a futuro, profundizando la caída de los salarios reales que se ha verificado en los últimos años. Por tanto, deberían tomarse previsiones para que las distintas medidas de alivio a las empresas puedan implementarse sin perjuicio de los trabajadores y sus salarios actuales y futuros. Los mecanismos de intervención del Estado sobre la distribución primaria no son los mismos en contextos de recesión que en contextos de recuperación: hacia la salida de la pandemia es imperioso que se regulen los medios para que los salarios reales puedan empezar a recuperar parte de lo que perdieron durante los cuatro años de gobierno de Macri.

Por último, la crisis ha puesto en evidencia que el sistema de seguridad social carece de un sistema sólido de seguro frente al desempleo, que no sólo sirve como resguardo constante de los ingresos, sino que puede activarse de manera automática ante situaciones excepcionalmente críticas.

 

Conclusiones

A nivel mundial, la pandemia ha vuelto a poner en escena que la organización económica y social en que vivimos no es natural, no está regida por leyes eternas y por ende puede ser transformada. La política pública, entonces, puede ser un medio para transformaciones sustanciales y no solo para cambios marginales. Específicamente, la política social puede erigirse como un medio no solo para modificar los ingresos de los más humildes y evitar que caigan en la pobreza, sino también para redistribuir los ingresos, modificar las relaciones de poder y garantizar el cumplimiento de derechos.

La particularidad de esta pandemia es que nos ha hecho reconocer que no existen soluciones desde lo individual. El poder contagiarnos los unos a los otros de forma tan simple hace pensar que solo una acción colectiva organizada –en este caso, la cuarentena– puede ser la solución. ¿Por qué no pensar que en tiempos pospandemia la solución pueda seguir siendo colectiva? Sin cuarentena, desde ya, pero con nuevos mecanismos que organicen la vida social de una manera mucho más solidaria, comunitaria y radicalmente igualitaria que la que conocimos en nuestra vieja normalidad prepandemia.

 

Nicolás Dvoskin es economista, investigador en CEIL-CONICET. Sol Minoldo es socióloga, investigadora en CIECS-CONICET.

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