Injusticia energética, un problema de soberanía

El presente texto tiene como intención problematizar el acceso y la distribución de la energía en nuestro país, en particular en los sectores populares, en pos de la construcción de una sociedad con justicia social, ambiental y energética. El mismo surge como resultado de ideas, debates y miradas políticas que surgieron de la reflexión acerca de la experiencia que se comenta a continuación y del diálogo posterior con distintos colegas y compañerxs.[1]

 

En estos momentos de crisis social, económica y ambiental en la que nos encontramos, un grupo de estudiantes y jóvenes profesionales de distintas disciplinas que integramos el espacio “Misión Soberanía”, en conjunto con vecinxs organizadxs en el Movimiento Evita, emprendimos en el Barrio “La Herradura” de la Ciudad de Mar del Plata –ubicado a la salida de la ciudad, por Ruta Nacional 226– el desafío de intentar abordar algunas de las problemáticas que afectan a los barrios populares de nuestra ciudad. Comenzamos un trabajo conjunto con la intención de identificar problemáticas ambientales, entendidas como los conflictos que resultan de la relación sociedad-naturaleza. A partir de poner en común los saberes propios buscamos posibles respuestas que pudieran ser logradas mediante un trabajo colectivo de todxs lxs que nos estábamos encontrando. A partir de la metodología de Círculos de Cultura, propuesta por Paulo Freire, se conformó un equipo de trabajo integrado por todxs lxs participantes descritxs.

Mediante la identificación de problemáticas que afectan a esa comunidad de manera colectiva, se habilitó un espacio para conversar y definir el abordaje y la construcción de los procesos necesarios para constituir respuestas desde la organización popular. Este texto es resultado de una sistematización para pensar diferentes puntos de vista que ayuden a comprender la multidimensionalidad de la pobreza, la problemática de la pobreza y la injusticia energéticas, y la discusión que se suscita en torno a la Soberanía Energética.

Experiencia “misión soberanía”

El 17 de agosto del 2019 realizamos el primer encuentro bajo la metodología de Círculos de Cultura. La intención era identificar en conjunto cuáles eran las problemáticas por las que estamos siendo atravesados respecto de la relación entre hábitat y habitar. Aprendimos esta metodología de trabajo a partir del taller de “coordinadorxs de círculo de cultura” que organizó la Cátedra Abierta Paulo Freire de la Universidad Nacional de Mar del Plata, coordinado por la doctora Inés Fernández Mouján, especialista en la teoría-práctica freireana. “Partimos de los principios señalados por Paulo Freire relativos a una formación crítica que sospeche de los formatos de la educación bancaria y privilegie la toma de conciencia, para junto con otrxs transformar el mundo” (Fernández Mouján, González y Golomb, 2019).

En primera instancia, nos reunimos en círculo. La coordinación ocupó uno de los lugares equidistantes del centro. Ya dispuestos, nos presentamos: ¿quién soy? ¿Qué expectativas tengo? ¿Cuáles son mis deseos y mis experiencias? ¿Por qué estamos aquí? Luego la coordinación presentó una secuencia de “fichas de cultura”, motivando a todxs a participar de un debate libre. Proyectamos dos imágenes referidas a barrios de la Ciudad de Mar del Plata. Cada imagen implicó un tiempo de intercambio particular de decodificación, problematización y análisis. Nos preguntamos: ¿qué vemos aquí? ¿A qué creen que se dedican las personas que viven ahí? ¿Qué creen que les pasa en los inviernos? ¿Y en los veranos? ¿Por qué? ¿Qué se hace con la basura? A partir de observar, describir y problematizar cada una de las imágenes presentadas para el diálogo, el trabajo de la coordinación del grupo fue incentivar en todo momento la participación, propiciando que todos tomaran la palabra y expusieran sus ideas, sus pensamientos, sus sentimientos y sus percepciones. También se enfatizó la importancia del ejercicio de introspección individual, de las propias memorias, historias y experiencias de vida. A partir de las narrativas elaboradas fue posible comprender entre todxs la angustia que provocan las injusticias sociales y económicas. El contraste entre ambos barrios evidenció para todxs una situación de profunda desigualdad, como se lee en los testimonios. “Te tiene que pasar una desgracia para tener una casa así”.

 

Perspectiva de vulnerabilidad energética de los sectores populares

El hambre y el frío se congenian para inhibir las posibilidades de aquellxs que se encuentran en una situación socioeconómica desfavorable. Dos problemas, estrechamente vinculados a una misma raíz, muchas veces difícil de definir: la energía. Se entiende por energía, en una visión amplia, a aquello que permite generar transformaciones. En una definición de la física clásica, “la energía de un sistema mide su capacidad de hacer trabajo” (Tipler y Mosca, 2004: 176).

Un trasfondo profundamente desigual pone de manifiesto la estrecha relación entre la situación energética y la capacidad de desarrollar actividades productivas. En una vivienda precaria sin aislación térmica las transferencias de calor con el exterior son muy grandes, y esto hace que sea muy difícil calefaccionarla en invierno y refrigerarla en verano. Esto produce que la temperatura interior de la vivienda sea baja y poco confortable, y además se precisa mayor cantidad de combustible. La falta de acceso a tecnologías energéticas adecuadas, calefactores y calefones eficientes, y la ausencia de conexiones de gas o electricidad seguras, hacen que sus habitantes deban recurrir a combustibles como el kerosene, la leña y el carbón, que son más costosos que el gas natural y más contaminantes, y producen muchas veces intoxicaciones debidas a combustiones incompletas y la liberación de micropartículas en la quema de biomasa, leña o carbón vegetal, debido a la falta de tirajes o por ser realizada sin ventilaciones. El frío y las intoxicaciones producen enfermedades respiratorias, pero el problema tiene como raíz la dificultad en el acceso a la energía. Por otro lado, el frío obliga a realizar ingestas de alimentos calóricos o en mayores cantidades.

La energía es un bien escaso y mal distribuido: mientras algunas personas pueden usarla para fines recreativos, otras no lograr satisfacer sus necesidades energéticas básicas. No es posible realizar trabajo sin energía. ¿Cómo exigir a una persona que no accede a alimentos adecuados y que pierde enormes cantidades de energía de su cuerpo por habitar una vivienda precaria, que trabaje más para salir de una situación fuertemente desfavorable? ¿Si quisiéramos que lxs argentinxs produzcan más, no deberíamos garantizar el acceso a alimentos seguros, viviendas y tecnologías energéticas que garanticen el confort? ¿Es posible reducir las situaciones de pobreza sin garantizar el acceso a la energía y la tecnología energética?

 

Pobreza e injustica energética

“Aunque no hay una definición consensuada, se entiende por pobreza energética como la carencia de acceso a servicios energéticos adecuados. En los países ‘desarrollados’ este concepto se asocia al confort térmico de la vivienda, mientras que en los países ‘en vías de desarrollo’ la pobreza energética está vinculada al acceso a servicios energéticos adecuados” (Jacinto, Carrizo y Gil, 2018: 26). En general, la visión clásica de este concepto analiza que los afectados son quienes destinan más del 10% de sus ingresos al pago de servicios energéticos. Este criterio fue establecido por Brenda Boardman, en Inglaterra (1991). En nuestro país coexisten diversas realidades habitacionales que contemplan habitantes con acceso a servicios energéticos que podrían ser tenidos en cuenta dentro de este criterio, pero también una alta población sin acceso.

Mikel González-Eguino, de origen vasco, retoma los planteos de Reddy definiendo a la pobreza energética como “la falta de alternativas suficientes para acceder a servicios energéticos adecuados, económicos, fiables, seguros y ambientalmente sostenibles que permitan ayudar el desarrollo económico y humano” (González-Eguino, 2014: 6).

En nuestro país podemos dar cuenta de tres situaciones habitacionales que ameritan diferentes criterios de abordaje: a) familias en viviendas urbanizadas con servicios energéticos en red, sin confort térmico, y que destinan más del 10% de sus ingresos al pago de servicios energéticos; b) familias en viviendas precarias tipo rancho, casilla o inquilinato, sin acceso a fuentes de energía seguras, ni confort térmico; c) personas en situación de calle, privadas del acceso a cualquier tipo de fuente energética y confort térmico.

En la Argentina no existe un indicador oficial para medir la pobreza energética, pero estos datos podrían ayudar a tomar dimensión de la situación en los sectores más vulnerables: el 14% de los hogares (2018) son precarios –rancho, casilla o inquilinato– según el Informe de la Deuda Social Argentina que midió la integridad de las paredes (Bonfiglio, 2018): esto representa aproximadamente 1,9 millones de viviendas en esta situación; 6,6 millones de personas residen en viviendas de 31 aglomerados urbanos con calidad de materiales insuficientes o parcialmente suficientes, medidas según la integridad de techos y pisos (INDEC, 2018); 37% de los hogares utiliza Gas Licuado de Petróleo en garrafa: son 4,9 millones de hogares (Jacinto, Carrizo y Gil, 2018); 35% de los hogares de los conglomerados urbanos no accede a gas de red (INDEC, 2018); 3% de los hogares utiliza leña para cocinar: 400 mil hogares (Jacinto, Carrizo y Gil, 2018); 98% de los hogares tienen acceso a servicios eléctricos, pero 266.000 hogares todavía no (Jacinto, Carrizo y Gil, 2018). “Según la Encuesta de la Deuda Social Argentina al menos una de cada cuatro personas se halla privada de una vivienda y servicios energéticos adecuados. Esta situación se agudiza en zonas de máxima precariedad y vulnerabilidad, como los asentamientos informales, en los que habitan unas 650.000 familias (casi tres millones de personas), con carencias severas de servicios básicos; la mayoría sin acceso formal a la red eléctrica, ni acceso a redes de gas natural. Las garrafas sociales se constituyen en uno de los principales recursos energéticos, no obstante, resultan insuficientes para satisfacer las necesidades energéticas de las familias, obligándolas a recurrir a otros combustibles como la leña, el carbón o el kerosene, que paradójicamente son más caros” (Jacinto, Carrizo y Gil, 2018: 28).

Una profunda situación de desigualdad socioeconómica y energética hace necesario definir el concepto de injusticia energética. Retomando los planteos realizados por González-Eguino se puede entender por injustica energética a la situación en la cual los sectores sociales con alternativas económicas, energéticas y socio-culturales suficientes tienen acceso a fuentes de energías seguras y más económicas y a tecnologías energéticas eficientes; mientras que los sectores más vulnerables deben pagar las fuentes energéticas más caras, sin poder satisfacer sus necesidades básicas, y encontrándose menos preparados tecnológicamente para hacer un uso eficiente de ellas.

La injusticia energética se consolida como una de las raíces invisibles de una injusticia social multidimensional que no puede ser meramente reducida a un problema de ingresos económicos, debido a que el aumento del ingreso no garantiza el mejoramiento de las condiciones energéticas.

La pobreza energética tiene impactos importantes sobre la salud, la actividad económica y el medio ambiente. Actúa reduciendo la productividad actual y futura, limitando las posibilidades de desarrollo y buen vivir. Genera y contribuye a la consolidación de un círculo de pobreza, y no necesariamente la disminución de la pobreza en términos de ingresos resuelve la pobreza energética (González-Eguino, 2014).

La definición del círculo de pobreza, entendida como círculo de pobreza energética, parte del análisis de la “perspectiva de vulnerabilidad energética de los sectores populares”. La pobreza energética se constituye en un problema muchas veces naturalizado, cuya modificación favorable implica transformaciones culturales, tecnológicas y sociales. El aumento del ingreso directo o indirecto –subsidio de tarifas, por ejemplo– no necesariamente resuelve esta problemática. Por ejemplo, si las transferencias de calor con el exterior de una vivienda son muy grandes, el mejoramiento de la eficiencia de fuentes de calefacción carece de sentido. Si los ingresos se incrementaran y la familia decidiera mejorar su vivienda optando por las prácticas constructivas generalizadas en Argentina –construcción de ladrillos u hormigón, techos de teja o chapa, entre otras– ineficientes térmicamente, si bien en términos culturales y materiales la vivienda dejaría de ser insuficiente, pero no necesariamente sería eficiente térmicamente.

Si no se resuelve la pobreza energética difícilmente se logre transformar la realidad de vulnerabilidad social de los sectores más desfavorecidos, debido a las implicancias que la energía y sus tecnologías asociadas tienen en la vida cotidiana.

Esta situación también se ve reflejada directamente por el impacto en la salud y en la calidad de vida que genera el acceso a la energía. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que la utilización de biomasa –madera, carbón o residuos–, principal recurso energético de los sectores populares, genera “contaminación interior” en las viviendas debido a combustiones incompletas o ventilaciones deficientes. Esto genera micropartículas que duplican el riesgo de neumonía y otras infecciones agudas de las vías respiratorias. La utilización de recursos energéticos de biomasa impacta en la desforestación de bosques o árboles disponibles en la cercanía, cuya desaparición perjudica la posibilidad de disminuir las emisiones de CO2. A su vez, la tala de árboles en zonas urbanas o periurbanas perjudica la calidad ambiental de los barrios populares. La desforestación para el agronegocio, sin una política energética que atienda las necesidades de los sectores populares que utilizan como principal recurso la biomasa, atenta contra la posibilidad de satisfacer sus necesidades energéticas.

Si no logramos una transformación económica, cultural y productiva en la forma en que se configuran nuestras relaciones de hábitat-habitar, repensando las formas de producción y eficiencia energética, en la relación que se establece entre los términos macrosociales –generación y distribución energética, entre otras– y microsociales –acceso y desarrollo de tecnologías energéticas, nuevas prácticas constructivas eficientes energéticamente, entre otros– será muy difícil desarmar las relaciones que perpetúan la injusticia social y condenan a millones a la pobreza.

Soberanía energética

El acceso a la energía es un problema vinculado a la soberanía, a la capacidad de definir cómo, cuándo y de qué manera se distribuyen y atribuyen los recursos energéticos. Para definir la Soberanía Energética se puede reelaborar las conceptualizaciones realizadas por Vía Campesina sobre la “Soberanía Alimentaria”: “La soberanía energética es el derecho de los individuos conscientes, las comunidades y los pueblos a tomar sus propias decisiones respecto a la generación, distribución y consumo de energía, de modo que estas sean apropiadas a sus circunstancias ecológicas, sociales, económicas y culturales, siempre y cuando no afecten negativamente a terceros” (Cortarelo y otros, 2014).

Esta idea instala paradójicamente la discusión acerca de dónde recae el derecho soberano de definir el acceso, la distribución y la generación de la energía. En particular, en nuestro país los procesos de privatización y terciarización de la generación y la distribución de fuentes y servicios energéticos, suscitados durante la década de 1990, favorecieron la disgregación del sistema energético nacional estatal en varios capitales privados, nacionales y transnacionales, que han limitado y aún limitan la capacidad del Estado para definir u orientar su política energética. El máximo exponente de este proceso histórico fue la privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), sostenida argumentalmente desde un discurso que apuntaba a la ineficiencia de la empresa estatal desde una perspectiva financiera. Como sostiene Mariano A. Barrera (2012): “Lo notable del proceso fue que quienes se vieron beneficiados por la insolvencia en la que se encontraba YPF eran aquellos que mayores críticas vertían sobre su funcionamiento y quienes (no casualmente) sostenían la necesidad de profundizar el proceso de fragmentación, previo a su privatización, para poder participar del ‘negocio’ que implicaba la desestatización de la firma”. Alude a los contratistas, entre los que se encontraban Pérez Companc, Astra CAPSA, CGC (Soldati), Pluspetrol, Bridas y Tecpetrol (Techint). “Conforme esto, el argumento vertido respecto de que los problemas financieros, económicos y productivos de la firma se debían a su ineficiencia, era falaz, en tanto que las medidas señaladas que fueron minando los pilares de sustentación de YPF eran políticas exógenas a la empresa que las tomaban las autoridades tanto de la Secretaría de Energía como del Ministerio de Economía. En rigor, si bien sus detractores se basaban en la ‘ineficiencia’ para postular la desestatización de YPF, el leitmotiv de sus cuestionamientos giraba en torno a que, con una firma del tenor de la petrolera estatal, indirectamente existiría una regulación pública –a través de su rol testigo– que no generaría un entorno competitivo –léase por esto: no podría transferirse la capacidad regulatoria al sector privado. De esta manera, el argumento de la ineficiencia fue utilizado para propiciar su privatización”.

Se sistematizó una política planificada que comenzó en la dictadura cívico-militar de 1976, a favor de consolidar la extinción de la capacidad regulatoria del Estado, perpetuando su transferencia al sector privado (Barrera, 2012). Si la soberanía energética es la capacidad de los pueblos de decidir en torno a la generación, la distribución y el consumo de energía, podemos preguntarnos en quién o quiénes recae hoy el derecho soberano de definir la política energética de nuestra nación, y qué significa, entonces, recuperar la soberanía energética.

En general, en Argentina solemos asociar el concepto de soberanía energética a grandes hechos macro-sociales que se suscitaron en la última década, como la recuperación de la conducción estatal de YPF en el año 2012. Este hecho en sí constituye un importante hito hacia su construcción, ¿pero ha permitido garantizar el acceso a la energía de toda nuestra población? Evidentemente, no. No alcanzaría con la estatización total de YPF para consolidar nuestra soberanía energética, en un país con fuentes de generación y distribución aún privatizadas, pero además, en las condiciones actuales, es necesario profundizar debates en torno a cómo se construye la soberanía energética, dado que no es posible pensar en un Estado energéticamente soberano sin erradicar la pobreza energética. En el mundo de hoy no solo importa tener energía, sino también importa cómo se obtiene y la contaminación que producen los procesos asociados.

Me interesa aquí alejarme de las consideraciones tradicionales sobre la idea de soberanía que se dan en las ciencias políticas y en las relaciones internacionales, a partir de las hipótesis de Achille Mbembe. Para el intelectual africano, la expresión última de la soberanía reside entonces, ampliamente, en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. “Hacer morir o dejar vivir” (Mbembe, 1999). Los procesos de privatización y financiarización iniciados a partir de la última dictadura cívico-militar y profundizados en la Argentina en los años 1990, han constituido una especie de soberanía energética empresarial, asumiendo las ideas no clásicas acerca del concepto de soberanía. Esta se consolidó a partir de la transferencia de la capacidad regulatoria del Estado al sector privado. Un grupo de individuos, accionistas y sociedades anónimas comenzaron a participar de maneras visibles e invisibles activamente en la definición de las políticas del sector energético, constriñendo el poder soberano del Estado. Estos han implementado e implementan acciones, no tendientes a fortalecer y cuidar la vida de los ciudadanxs, sino a la realización de un ejercicio del poder que decide quién trabaja, quién no trabaja, quién tiene derechos y quién no los tiene, quiénes tienen alternativas energéticas y quiénes no, en definitiva, quiénes viven y quiénes deben morir. Poder que se fue naturalizando hasta hacerse invisible. Vemos sus derivas en los últimos años, por ejemplo, en el accionar de las empresas distribuidoras eléctricas y de gas: los retiros de medidores sin importar si hay niñxs, ancianxs, personas enfermas, o sin por los menos garantizar las necesidades más básicas. Estos “servicios”, recursos esenciales para la vida, se cortan solamente por no haber podido abonar unos cuantos meses. Lo más terrible, tal como he señalado, es que se ha naturalizado. También podemos mencionar los cortes recurrentes de energía eléctrica, principalmente en los barrios donde habita el pueblo trabajador. Si bien los motivos causales están en discusión, todo apunta a la falta de inversión por parte de la empresa, tal como señala la Defensoría del Pueblo bonaerense (Ambito, 2020). Las empresas definen, directa o indirectamente, sobre la vida de aquellxs que no pueden afrontar económicamente sus consumos energéticos, que son arrojadxs a una situación de pobreza energética que profundiza su vulnerabilidad social y atenta contra su subsistencia. Siguiendo las ideas del autor africano en Necropolítica, el capitalismo contemporáneo ha profundizado procesos culturales en nombre de la eficiencia financiera de los Estados, empresas y sociedades, donde los seres humanos nos hemos vuelto fuerzas de producción fácilmente remplazables. La disputa del mundo moderno se constituye así en una disputa por el control de los cuerpos que se convierten “en una mercancía más, susceptible de ser desechada, contribuyendo a aniquilar la integridad moral de las poblaciones” (Mbembe, 1999), dando origen al necrocapitalismo.

La injusticia energética es una de las raíces que permite el crecimiento y la perpetuación de la injusticia social. ¿Acaso podemos permitir que el acceso a la energía de calidad siga siendo un privilegio de aquellxs que pueden pagarlo, de aquellxs que “deben” vivir? ¿Podemos dejar los recursos estratégicos para la vida en manos del sector privado? ¿Qué debemos hacer para construir nuestra soberanía energética?

 

Propuestas

La pobreza energética afecta a diversos sectores de la sociedad argentina, independientemente de sus ingresos económicos. Tiene implicancias directas sobre la calidad de vida de lxs habitantes, y en particular de los sectores más humildes. Por su complejidad, no puede resumirse en un problema exclusivamente tarifario o de ingresos. No fue suficiente cuando se implementaron estas políticas anteriormente. Es necesario revisar integralmente las políticas energéticas que se han implementado hasta ahora y crear un índice multivariable que mida directamente y cuantifique la cantidad de afectados en nuestro país por la pobreza energética.

La pobreza energética es un problema de soberanía, donde la definición o indefinición de políticas públicas para abordar las situaciones de injusticia energética –en términos macrosociales y microsociales– definen u orientan la política del Estado hacia la vida de lxs más pobres. La discusión y el abordaje por la construcción de nuestra soberanía energética amerita una participación integral, desde diversos sectores –Estado, movimientos populares, organizaciones sociales, cooperativas, universidades, empresas, entre otros– que deben implicarse en el diseño y la ejecución de políticas, en una mirada amplia. La discusión gira en torno a la construcción de una transición energética que hoy se debate entre que sea corporativa o popular. Es de suma importancia que los movimientos populares, las organizaciones sociales y las cooperativas tomen un rol más activo en su discusión y planificación, dado que la problemática energética impacta directamente en la calidad de vida de todxs.

Algunas medidas que implican el espacio micro-social y pueden tender a remediar la problemática de la injusticia energética podrían estar orientadas a:

  • democratizar el acceso a tecnologías energéticas eficientes: es necesario replantearse de qué manera y quién asume los costos de la transferencia de tecnología;
  • abordar el mejoramiento integral de la eficiencia energética de las viviendas, favoreciendo la generación de trabajo;
  • fortalecer la educación energética y ambiental a partir de procesos que permitan una reflexión crítica de nuestros modelos de consumo, producción y hábitat, cuestionando así las representaciones sociales instaladas;
  • dar respuesta a las necesidades energéticas de los sectores populares, a partir de la resolución colectiva de problemáticas planteadas como prioridades por comunidades organizadas, entre otras: acceso a fuentes de energía, acceso al agua caliente, mejoramiento de la eficiencia energética de los hogares –conexiones eléctricas, integridad de paredes, aberturas y techos–, de las tecnologías de calefacción e iluminación;
  • fortalecer las iniciativas de producción e innovación popular que atienden a problemáticas energéticas desde una perspectiva socio-ambiental –recicladores que producen biomasa, aislación térmica, calefones solares, entre otros–; es necesaria una participación activa y colaborativa de los sectores científico-tecnológicos en el fortalecimiento de estos procesos productivos, como así también del Estado en el financiamiento;
  • consolidar espacios territoriales de vinculación en las comunidades para la definición de políticas comunitarias en torno a una estrategia de desarrollo energética y del hábitat local, que apunten a generar esquemas de integración socio-tecnológicos que permitan consolidar respuestas energéticas más allá de la propia subsistencia, a partir de la constitución de fuentes de trabajo en la economía popular y la economía social y solidaria vinculadas al área del reciclado y la energía;
  • acompañar la constitución de la figura de prosumidor social, en el marco de la asociatividad propuesta por las cooperativas eléctricas, permitiendo democratizar el acceso a fuentes de generación energéticas renovables, buscando así una aplicación social y efectiva de la Ley Nacional de Generación Distribuida.

Los movimientos populares, mediante la consolidación y organización de la economía popular, atienden las problemáticas alimentarias, energéticas, productivas y ambientales de sectores humildes en lugares donde el Estado aún no llega. Estas acciones se constituyen en disputas microsociales por la soberanía –en defensa de la vida de aquellxs que el necrocapitalismo condenó. Su fortalecimiento y acompañamiento desde el Estado define la construcción de una nación soberana para todxs lxs habitantes, y no solo para algunos grupos privilegiados. Es por eso necesario discutir las políticas públicas y las formas de intervención del Estado para una Transición Energética Popular que “se configura como un proceso de democratización, desprivatización, descentralización, desconcentración, desfosilización, descolonización del pensamiento, para la construcción de nuevas relaciones sociales congruentes con los derechos humanos y con los derechos de la naturaleza” (Transnational Institute, 2019). Esta transición se establece en la relación dialéctica entre lo macro y lo micro social, fortaleciendo la soberanía de las grandes mayorías populares que componen nuestra Nación y sosteniendo el acceso a la energía como un derecho humano para todxs.

 

Referencias

Barrera MA (2012): “YPF: Estudio de las causas del quebranto y privatización”. Ensayos de Economía, 22(40).

Bonfiglio JI (2018): Pobreza de derechos para el desarrollo humano y la integración social en la Argentina urbana: 2010-2018. Buenos Aires, Observatorio de la Deuda Social Argentina.

Cortarelo P, L David, A Pérez, A Guillamon, M Campuzano, L Berdié (2014): “Definiendo la soberanía energética”. Ecologista, 51.

Fernández Mouján I, M González y M Golomb (2019): La Cátedra Abierta Paulo Freire y la formación de educadores populares. www.empenhoearte.org.

González-Eguino M (2014): La pobreza energética y sus implicaciones. País Vasco, Basque Centre for Climate Change.

INDEC (2018): Indicadores de condiciones de vida de los hogares en 31 aglomerados urbanos. Buenos Aires, Instituto Nacional de Estadística y Censos.

Jacinto G, S Carrizo y S Gil (2018): “Energía y pobreza en la Argentina”. Petrotecnia, 26-30.

Mbembe A (1999): Necropolítica. Santa Cruz de Tenerife, Melusina, 2011.

Tipler PA y G Mosca (2004): Física para la ciencia y la tecnología. Barcelona, Reverté.

Transnational Institute (2019): Transición energética ¿corporativa o popular? www.tni.org.

 

Manuel Golomb es técnico químico, estudiante de Ingeniería en Materiales (UNMdP), vicepresidente del Centro de Investigaciones Microeconómicas Alternativas (CIMA), militante del Movimiento Evita e integrante de la Comisión de Transición Energética de los equipos técnicos del Partido Justicialista nacional, de la Red de Investigadores en Economía Sostenible y Gestión para el Desarrollo Local y del Programa de Innovación y Producción Popular (UNMdP).

[1] Este texto se encuentra escrito en lenguaje género-sensitivo.

La revista Movimiento se edita en números sucesivos en pdf que se envían gratis por email una vez por mes. Si querés que te agreguemos a la lista de distribución, por favor escribinos por email a marianofontela@revistamovimiento.com y en asunto solamente poné “agregar”.

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