Democracia y organización sindical

“Nuestras clases dominantes han procurado siempre
que los trabajadores no tengan historia,
no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires.
Cada lucha debe empezar de nuevo,
separada de las luchas anteriores.
La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan.
La historia aparece, así como propiedad privada
cuyos dueños son los dueños de todas las cosas.
Esta vez es posible que se quiebre el círculo”.
(Rodolfo Walsh)

Observar y aprender de nuestra historia, encontrar el hilo conductor que vincula nuestra realidad presente como correlato de nuestro pasado, resulta un ejercicio fundamental para quebrar el círculo del que habla Walsh. La disputa de intereses es permanente, y hoy se da dentro del marco de la democracia, porque hubo muchas luchas previas para que así sea. No obstante, la democracia es una construcción permanente y en ella es fundamental el rol de las organizaciones libres del pueblo, cuyo papel ha cobrado hoy mayor preponderancia que el sistema político.

El recorrido histórico que recolecta la experiencia colectiva que nos define como pueblo trabajador asocia el crecimiento y la consolidación de la organización sindical con el surgimiento del peronismo como proyecto político, con la lucha democrática. Pero la historia no es llana, ni lineal: tiene avances y retrocesos, y a veces se dan ciertos avances en medio de determinados retrocesos, o viceversa. La sociedad se va transformando, surgen nuevos escenarios y desafíos. Lo único que no cambia es la lucha, que se organiza en torno a intereses contrapuestos. Si no somos capaces de registrar y asumir dichas transformaciones, mucho menos podremos comprenderlas para encauzarlas.

Para ser protagonistas de nuestra propia historia debemos apropiarnos de ella. No perder la memoria como clase trabajadora, reivindicando nuestros logros y fortalezas, pero también revisando nuestras faltas y desaciertos: con autocrítica honesta y haciéndonos cargo de los debates necesarios que hacen a los propósitos y objetivos de la organización sindical, en la defensa de los intereses de la clase trabajadora, su expresión y participación política y social como garante de la democracia.

El sindicalismo argentino es una de las organizaciones populares de mayor envergadura nacional, con una historia de luchas que lo han puesto en el centro de la escena política. A él debemos grandes conquistas, muchas de las cuales hoy damos por saldadas, pero que se encuentran, sin embargo, en permanente disputa.

Sus orígenes datan de finales del siglo XIX, pero no fue sino a partir del peronismo que el movimiento obrero organizado se consolida y constituye como sujeto político, a través del crecimiento y el fortalecimiento de la organización sindical, convirtiéndose en un actor central de la política argentina. Redefinió el concepto de ciudadanía social mediante la ampliación de derechos; incorporando la participación de las mujeres mediante el voto femenino; promoviendo la cultura popular afianzada en la construcción de identidades colectivas; con un Estado fuerte y presente, en tanto garante de los principios de la justicia social y la soberanía nacional. El proyecto peronista otorgó dignidad –no solo en términos materiales, sino también simbólicos– al pueblo trabajador, y el sindicalismo se conformó en la “columna vertebral” de movimiento.

“El hecho maldito” jamás pudo ser superado por las clases dominantes que no escatimaron en recursos para revertir este orden de cosas, atacando al peronismo en general y a la clase obrera organizada en particular, porque la puja de intereses no es únicamente una cuestión económica, sino que también es profundamente ideológica. Por eso la disputa es de sentido. No se trata solo de conseguir mejores salarios y condiciones de trabajo, sino de generar dignidad en una sociedad más justa e igualitaria.

La importancia del legado peronista es fundamental para poder comprender el poder que el sindicalismo adquiere, tanto en volumen –nivel de sindicalización– como en peso –poder de fuego– a la hora de incidir sobre los destinos de la patria, ya sea en dictadura o en democracia.

La agenda “reivindicativa” y la política siempre se encuentran vinculadas. Es necesario lograr una articulación de síntesis entre ambas, porque la lucha es siempre integral.

Las tensiones surgidas al interior de sindicalismo entre el sector “burocrático” y el “combativo” no le impidieron continuar siendo un actor central de la escena política. Pero ante las profundas transformaciones generadas en la estructura económica y social, fundamentalmente a partir de la política neoliberal de los años 90, estas tensiones conducirán a una primera escisión de la CGT, con el surgimiento de la CTA en torno al debate del “modelo sindical” en el año 1992. La lógica corporativa de los sectores burocratizados ganó terreno, para adaptarse rápidamente a estos cambios, mientras que el sector combativo dio lugar a conformaciones como el MTA –corriente crítica dentro de la CGT, encabezada por Hugo Moyano, agrupando principalmente gremios del transporte–, la CCC –surgida hacia 1994 en Jujuy, representando a los sectores más postergados del sector primario, desocupadas y desocupados– y la CTA –inicialmente estatales, docentes, comisiones internas disidentes y organizaciones de base– que son quienes protagonizaron la resistencia a la política neoliberal.

Las organizaciones de trabajadoras desocupadas y trabajadores desocupados emergen como consecuencia de la reestructuración del mercado de trabajo, donde la informalidad, la precarización y la flexibilización laboral se irán convirtiendo en una realidad estructural. Estos nuevos actores encontraron espacio dentro de la CTA escindida de la CGT, en lo que será la primera fractura en 62 años del movimiento obrero organizado en dicha confederación. El planteo de la CTA pone énfasis en la democratización de la representación sindical y abre sus puertas a nuevos actores sociales –trabajadoras y trabajadores desocupados, precarizados e informales– retomando la importancia de articular integralmente la agenda reivindicativa junto con la política, fundamentalmente ante un proceso de retroceso del campo nacional y popular. En ese sentido, la CTA supo interpretar las nuevas demandas de la etapa en materia de organización, representatividad y legitimidad.

Lo cierto es que el sistema de representaciones estaba en crisis, provocando un alejamiento cada vez más pronunciado entre el Estado y la sociedad, la clase política y los votantes, las cúpulas y sus bases. El paradigma neoliberal avanzó con viento a favor del contexto internacional, apoyado por las corporaciones mediáticas, fomentando una democracia delegativa, desalentando la participación popular, reorientando el interés por los asuntos públicos hacia los privados, promoviendo una política de individuos y no de ciudadanos, para la cual no es necesario crear conciencia cívica. Al principio de ascenso social lo reemplazó el de “meritocracia”, asumiendo que cada individuo es responsable por su condición social, e invitándolo a “autosuperarse” desde su privacidad para poder ingresar al sistema, rompiendo toda lógica asociativa. La economía definía a la política y el mercado mandaba. Se desmembró el tejido social, mientras se auspiciaba la salida individual por sobre la colectiva, buscando desprestigiar a las organizaciones populares, socavando así los cimientos mismos de la democracia.

En ese contexto avanzó el discurso de la “apolítica” y la “antipolítica” que desembocó en el “que se vayan todos” de la pueblada del 19 y 20 de diciembre de 2001. Durante algún tiempo se realizaron asambleas de autoconvocados y autoconvocadas en espacios públicos de participación abierta y espontánea. Este “particularismo colectivista” da la ilusión de pertenecer individual y momentáneamente a un colectivo que se evanece tan pronto como termina la catarsis. La democracia no se nutre de gregarismos espurios, sino de sujetos políticos capaces de expresarse por medio de sus organizaciones para representar intereses colectivos.

El sindicalismo continuaba siendo un actor central de estas luchas. Pero el movimiento obrero organizado se encontraba fragmentado: tenía al menos tres organizaciones: la histórica CGT, con sus diferentes corrientes internas, la joven CTA y la CCC. A su vez, el sector informal de la economía crecía y se consolidaba, cobrando cada vez mayor protagonismo político y visibilizando sus protestas caracterizadas por el “piquete” y el corte de rutas.

Fue recién a partir de los gobiernos kirchneristas que se retomaron las negociaciones colectivas de trabajo, fortaleciendo el rol de los sindicatos. Las organizaciones libres del pueblo recuperaron terreno, reviviendo la cultura de la participación colectiva e involucrándose activamente en los asuntos públicos. Se recuperó la concepción de una ciudadanía inclusiva con ampliación de derechos que reivindicaron luchas históricas, como las del colectivo LGTBQ+, los derechos humanos y la justicia social, que volvió a ser un principio rector de la política pública y del Estado –la AUH, o programas como el Argentina Trabaja o el Ellas Hacen, la jubilación para amas de casa, entre otras tantas. Más allá de la necesaria “autocrítica” y todas las discusiones que nos podamos dar, es imposible negar que fueron años en los que, al mejor estilo de los primeros gobiernos peronistas, se devolvió al pueblo su dignidad. “La década ganada” fue acompañada por el viento a favor en la Patria Grande, fortalecida por grandes liderazgos de la región como los de Chávez, Correa, Evo y Lula, que impulsaron una política de integración latinoamericana.

No obstante este escenario favorable a la avanzada popular, y para el sindicalismo, que creció, se expandió y mejoró sus recursos, el movimiento obrero organizado continuó fraccionándose, con la CTA dividida y la CGT –en las vertientes de Caló y Moyano– en torno a posicionamientos de apoyo u oposición al gobierno kirchnerista, ante una creciente polarización política. Por otro lado, un sector importante de trabajadoras y trabajadores de la economía informal fue consolidando y fortaleciendo sus organizaciones, alcanzados por una batería de políticas públicas desplegadas en forma integral desde el Estado Nacional que dieron un marco de contención y acompañamiento social, así como de reducción de la indigencia y la pobreza.

Durante el macrismo volvimos a sufrir un nuevo retroceso para la clase trabajadora y las organizaciones populares. Persecuciones a cuadros, militantes y referentes del kirchnerismo llevaron a una enorme cantidad de presas y presos políticos, como Milagro Sala en Jujuy. Al mejor estilo de los “comandos civiles” del golpe del 55 se desató un revanchismo cargado de odio contra todo emblema simbólico del gobierno anterior.

Las y los estatales fuimos uno de los sectores más atacados ante el objetivo de recortar el Estado, pero también sufriendo una fuerte persecución política. En ATE no nos pusimos a especular, no dudamos en responder, y demostramos el compromiso que tenemos en la defensa de las y los trabajadores que representamos, saliendo a la calle en infinidad de medidas, actos y manifestaciones, generando articulaciones con otras organizaciones para construir la unidad necesaria que nos demandaba la historia.

Compañeros y compañeras que hasta entonces no habían tenido participación activa en el sindicato se sintieron convocados y convocadas por nuestra organización, que creció en volumen –afiliaciones– y en militancia. Se dio un proceso de concientización sobre la importancia de pertenecer a una organización sindical que nos empoderó con un sentido de orgullo y dignidad de ser estatales, contrapuesta a la permanente descalificación, desprestigio y estigmatización que nos lanzaban desde los medios hegemónicos de comunicación. Esto nos permitió no solo resistir con más fuerza –y con la moral en alto– a la embestida neoliberal, sino que consolidó nuestra identidad como trabajadoras y trabajadores del Estado, más allá de las gestiones de turno. Vinculamos defender del puesto de trabajo con la defensa de los derechos que garantizan las políticas públicas que llevamos adelante y que el macrismo venía a desmantelar. La lucha así planteada por nuestro sindicato articulaba la agenda reivindicativa con la política: porque la lucha es siempre integral y se libra en todos los frentes en simultaneidad.

Era la primera vez que un gobierno “de derecha” asumía el poder elegido por voto popular –tal vez más por errores nuestros que por sus aciertos– y, sin embargo, se encontraron con la organización de las y los trabajadores nuevamente resistiendo ante la implementación de medidas que pusieron en riesgo derechos que costó mucho conquistar. Aun con el movimiento obrero fraccionado, los sectores “combativos”, de la CGT, la Corriente Federal de Trabajadores liderada por Palazzo y la CTA, construyeron frentes sindicales que confluyeron en diversas acciones conjuntas que fueron fuertemente significativas. A ellas también se sumaron las organizaciones del sector de las y los trabajadores de la “economía popular” –como la CTEP, la CCC y otros muchos– que pasaron a ocupar un lugar de protagonismo, con volumen y peso específico en la representación de los intereses de las y los marginados del mercado laboral formal. El sindicalismo y las organizaciones sociales fueron los dos grandes pilares de la resistencia al macrismo. Si bien no logramos revertir la reforma previsional, al menos pudimos frenar el proyecto de “reforma” laboral.

También fueron años de enorme avanzada del movimiento feminista, otra de las organizaciones protagonistas que irrumpieron masivamente en el escenario político, visibilizando todas las formas de opresión y persecución que sufrimos las mujeres, las desigualdades de género y sus consecuencias nefastas para el ejercicio y el desarrollo de una sociedad justa, inclusiva y democrática. Con una batería de demandas y proyectos –que ya no pudieron ser más “ninguneados” por la agenda política– que atravesaron transversalmente a toda la sociedad, el feminismo se metió en todas las organizaciones, generando un proceso cultural de transformación interno del que ya no se puede volver atrás. Sabemos que nos queda mucho por delante, porque la disputa contra el patriarcado es permanente, pero este proceso nos dio una fuerza como nunca, liberando conciencias, empoderándonos y demostrando que hay otras formas de construcción, más inclusivas, participativas y libres de violencias.

El sindicalismo es una de las organizaciones más duras, a la que al feminismo le cuesta muchísimo penetrar. Basta con mirar las cúpulas, o esas fotos de reuniones de “mesa chica” donde no aparece ni una sola mujer. Todos hombres, y unos cuantos ya en edad jubilatoria. Si el sindicalismo no logra incorporar la perspectiva feminista, la organización va a ir quedando vetusta, perdiendo cada vez más capacidad y calidad en materia representativa y de legitimidad.

La democracia es el gobierno del pueblo, pero no se trata solo de la cuestión electoral. Como dijo Perón: “la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo”. Pero para defender ese interés el pueblo debe estar unido y organizado. Sin construcción colectiva no hay unidad. Y la unidad hace a la fuerza, si esa fuerza está organizada. La organización tiene que ser simple, objetiva –tener un objetivo claro, una finalidad específica–, ser estable pero perfectible, porque es necesario hacer evolucionar la organización de acuerdo con el tiempo y la situación para realizar mejor sus propósitos. Estas premisas tan bien desarrolladas en la doctrina peronista siguen tan vigentes como antaño.

El discurso de la “antipolítica” que se dedica a atacar y desprestigiar a las organizaciones populares es el discurso de la antidemocracia. Lo incitan aquellas y aquellos que procuran dividirnos para dominarnos. Porque a la realidad la transforman los sujetos políticos, no los individuos aislados. Si hay un aislamiento del que debemos preocuparnos es ese. Los y las que eligen el camino individual terminan siendo objetos y no sujetos de la política.

Para ser protagonistas de nuestra propia historia, debemos recuperar el legado peronista, seguir trabajando para mejorar las organizaciones libres del pueblo, profundizar sus debates internos, auspiciar la participación colectiva con perspectiva inclusiva, e ir generando conciencia crítica para abonar a la perfectibilidad de nuestra organización. Fortalecer la identidad colectiva para reconocernos en el otro, la otra. Porque “unidos somos fuertes, pero organizados somos invencibles”.

 

Cecilia Castro es secretaria general de la Junta Interna de Desarrollo Social de la Asociación Trabajadores del Estado.

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