¿Son los peronistas tontos y corruptos, y además malos y feos?

“Ya que, al fin, como cada hombre tiene después de cierta edad el rostro que se merece (puesto que ha sido construido no solamente con su carne y su sangre sino con su espíritu, con sus valentías y cobardías, con sus grandezas y miserias), cada nación tiene también el rostro que inmanentemente se merece, pues todos somos culpables de todo, y en cada argentino había y hay un fragmento de Perón” (Ernesto Sábato, El otro rostro del peronismo).

Quienes dirigen Movimiento me instaron a opinar sobre por qué hay muchas personas que presumiblemente en Argentina responderían afirmativamente –dando por válidos todos o alguno de los adjetivos– a la pregunta que lleva por título esta nota. O quizá, añadiendo más, ¿quién sabe? Cada uno de los epítetos podría tomarse como el tópico para largas reflexiones, y no me creo en condiciones de discurrir exitosamente por todas ellas. Pero sí puede advertirse que el valor de algunos de los adjetivos podría verse alterado por las circunstancias. Por caso, Jacques Lacan consideraba que, en algunas ocasiones, lo más inteligente es hacerse el tonto.

El asunto que está por detrás del uso de epítetos en la lucha pública remite a la lógica específica de lo político. Para analizarla resulta útil la obra de Carl Schmitt, la cual además permite advertir que, como en tantas otras cuestiones, las argentinas y los argentinos no somos tan originales como con frecuencia nos gusta imaginar. El jurista alemán planteaba que en la medida en que se desarrolla la enemistad política lo hace en la misma proporción la descalificación del enemigo, que puede avanzar a la criminalización, cuando se pasa de la enemistad política a la guerra: para Schmitt eran fenómenos muy cercanos. En ese sentido, recibir las más viles afrentas cuando se participa de una lucha pública es lo esperable y ayuda a no amilanarse –aunque difícilmente una política o un político de raza lo hagan– pero no parece ser lo aconsejable para contribuir a la construcción de una vida democrática, pluralista y civilizada en el siglo XXI.

De todos modos, cabe advertir que ciertas descalificaciones de índole moral tienden a ubicarse por fuera de lo político como campo autónomo. Justamente, lo que distingue a lo político –para Schmitt– es que no puede ser reducido en su lógica específica a la dinámica de otros ámbitos que tienen sus propias reglas. El amigo y el enemigo en la esfera pública no tienen por qué coincidir con los del ámbito privado. Esto porque los criterios de lo político deberían ser independientes de otros, como, por ejemplo, los estéticos, que suelen ordenarse siguiendo las polaridades de lo bello y lo feo; o los morales, que hacen lo propio con las de lo bueno y lo malo. Pero lo cierto es que, muy a pesar de las elucubraciones schmittianas, además de tontos y corruptos, algunos antiperonistas parecen considerar que los peronistas son también feos y malos. Para el célebre teórico no era ese un camino eficaz: en una enemistad política, el enemigo es reconocido al mismo nivel.

El rosario de descalificaciones a las que nos tienen acostumbrados ciertas voces mediáticas y políticas opositoras no está desligado de la vocación despolitizadora que anima al ideario neoliberal. John William Cooke sostenía que “la despolitización es una política como cualquier otra, dentro de la ‘no-ideología’, que no es sino la ideología de las clases dominantes”. Teniendo en cuenta su morfología local, la generalidad reviste interés. Como es sabido, para los grandes capitales agropecuarios y financieros, mientras menos política y menos Estado, mejor.

Si alguien es corrupto ya no tengo que discutir sus políticas, sobre todo sus políticas económicas, pues queda descalificado per se y las reglas de juego impuestas en esa “cancha moral” contienen, en términos políticos, una tácita falacia ad hominem. Si uno se somete a las reglas de lo político en el sentido schmittiano, no está descartada –por razones que corresponden a lo político y no a lo moral– la posibilidad de elegir a un político más corrupto en lugar de otro que presuntamente lo sería menos. El mismo procedimiento intelectual de denuncia contra la corrupción como eje de una propuesta pública se orienta por su propia naturaleza a anular la esfera política propiamente dicha. Por otra parte, resulta evidente que en ese terreno las arbitrariedades están a la orden del día: puede sensatamente sospecharse que Clarín no recurre a un criterio aséptico al momento de establecer los parámetros con los cuales van a emitir los dictámenes sus periodistas, elevados por una autoridad de dudoso origen al lugar de una suerte de fiscales de la moral pública.

El discurso contra los políticos –“son todos chorros”– suele ser exitoso, sobre todo en momentos de crisis, porque empalma bien con el sentido común antipolítico, y por eso los tecnócratas neoliberales siempre lo alentaron. Nada de esto es, en rigor, demasiado novedoso. La última dictadura militar, cuya coherencia más notoria por fuera del plan represivo fue el programa económico de José Martínez de Hoz, se sostuvo en discursos antipolíticos y antipopulistas muy semejantes a los que promueven ahora algunas y algunos “republicanos”. Pero la forma más inteligente no es contrarrestar las afrentas con otras afrentas, ni a las políticas de despolitización con unas antitéticas de sobrepolitización. Porque estas tienden a agobiar a quien no es un político profesional o un partidario apasionado, y terminan así siendo funcionales a las primeras. Todo en su medida y armoniosamente.

 

Referencias bibliográficas

Cooke JW (1971): Peronismo y revolución. Buenos Aires, Granica, 1973.

Schmitt C (1932): El concepto de lo político. Madrid, Alianza, 1991.

Schmitt C (1963): Teoría del partisano. Acotación al concepto de lo político. Madrid, Trotta, 2013.

 

Juan Pedro Denaday es profesor en Historia (UBA), magister en Historia (UTDT) y doctor en Historia (UBA). Becario postdoctoral del CONICET en el Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”.

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