PASO, elecciones y estrategias de recambio

Las PASO realizadas el 11 de agosto significaron un golpe de knock out para un Gobierno Nacional que venía transitando una profunda declinación desde los primeros meses de 2018. Durante algún tiempo, el Acuerdo con el FMI –a espaldas del Poder Legislativo Nacional– le permitió ralentizar el proceso de declinación, pero el destino estaba marcado. No en vano varios sostuvimos, en los días previos al acuerdo con el organismo financiero internacional, que la mejor solución habría sido la convocatoria de una Asamblea Parlamentaria para diseñar un gobierno de transición plural, con Pacto Social incluido, hasta diciembre de 2019, que cargara con los costos de las medidas, dolorosas e impopulares que podrían afectar la gobernabilidad de quien asumiera en ese momento. No hubo voluntad política para hacerlo. Macri y sus acólitos se cortaron solos con el FMI. Consecuencia: la situación económica y social es hoy mucho más explosiva, y hay 50.000 millones de dólares más –al menos– de incremento de nuestra deuda pública.

Tal como sucedió desde un principio, Cambiemos siguió viviendo en su microclima –aunque catorce elecciones provinciales preanunciaran una paliza electoral–, diseñando escenarios sociales y políticos a través de comunicadores y encuestadoras proclives a instalar discursos y resultados a gusto de su cliente, a punto tal que muchos dentro del Gobierno Nacional, incluso con buena fe, decidieron creer que la victoria en un eventual ballotage era posible, y no faltó tampoco quien la pronosticara en una primera vuelta. Pero la realidad arrasó con las ilusiones de la dirigencia de Cambiemos. Ni siquiera hizo falta llegar a la prueba de la elección general para decretar el final de un proyecto de saqueo y concentración de la riqueza que colocó a la Argentina en las peores condiciones económicas y sociales de los últimos 70 años. Allí se pronunció la contradicción entre la necesidad del peronismo de demostrar que era posible que un gobierno de otro signo político pudiera terminar su mandato, y la gravísima sangría cotidiana que nos impone una administración claudicante, plagada de intereses contrapuestos y que evidencia una gravísima dificultad para percibir la realidad y actuar en consecuencia.

Sólo en el mes de agosto, los argentinos retiraron 5.400 millones de dólares. Las cifras totales de las divisas fugadas supera la mitad de la deuda irresponsablemente tomada por la actual gestión en un tiempo récord de tres años –y aún queda por considerar las deudas provinciales, las de los organismos descentralizados y la privada–, por no hablar del estado catastrófico al que han conducido a todas las variables económicas y sociales. La cadena de pagos está virtualmente rota, y entre la escalada del dólar y una tasa de interés apocalíptica que llegó al 87% –más de 120% anual real– ponen en riesgo cierto no sólo la producción, sino también el abastecimiento de productos elementales para el normal funcionamiento de la sociedad.

A este gravísimo diagnóstico –aunque bastante reducido por cuestiones de extensión de la presente contribución– debe sumársele la inestabilidad emocional del presidente Mauricio Macri, que deambula entre el enojo y la resignación y su mitomanía tan característica que lo conduce a suponer que le resultará posible modificar los resultados electorales. Sus intervenciones contradictorias sólo nos muestran a un sujeto sincero cuando pone en duda los fundamentos de su propia legitimidad, como el sufragio universal o la capacidad de los argentinos al momento de expresarse en las urnas. Si no devinieran consecuencias gravísimas de sus intervenciones –como, por ejemplo, la falta de intervención del Banco Central para frenar la corrida cambiaria del 12 de agosto, pese a lo convenido con el FMI– o su insistencia infantil en culpar a la “pesada herencia” por el fracaso de sus tres años y medio iniciales de gestión y al futuro presidente Alberto Fernández por los desastres por venir hasta el 10 de diciembre, podríamos ignorarlo adjudicándolo a alguna patología que le aqueja. Pero el problema es que Macri debe seguir gobernando, y ya nos ha anticipado que “si me enojo puedo hacerles mucho daño”. Y muchas de sus acciones a partir del 11 de agosto parecen demostrar que está dispuesto a cumplir con su amenaza.

En medio de esta situación de gravedad inédita, en el que la sociedad argentina queda expuesta a las decisiones de un actor al que el 70% de los argentinos repudió en las urnas, la responsabilidad de garantizar la gobernabilidad parece haber quedado en manos de la oposición. Un verdadero absurdo, ya que de quien hay que preservarla es del propio Gobierno Nacional. Este es un dato no menor a modificar en un futuro en el que la eliminación o rediseño de las PASO se impone.

A partir del 11 de agosto, Alberto Fernández ha desempeñado con maestría su rol de garante de esa gobernabilidad, garantizando la calma indispensable para tranquilizar a los mercados y a la sociedad argentina, aunque poniendo los límites y fijando posiciones con autoridad cuando así correspondió. Tal es el caso, por ejemplo, del absurdo trato que pretendió asignarle el presidente Macri, cargándole la responsabilidad de la gobernabilidad al vencedor de las PASO mientras se dedicaba a tratar de rediseñar su campaña electoral, atacando impunemente a la oposición y tratando de invisibilizarlo para destacar la figura de Cristina Fernández. O también la inaceptable pretensión del FMI de requerir su conformidad para liberal el próximo pago de 5.400 millones de dólares que el Gobierno Nacional se disponía a tirar nuevamente por la canaleta de la fuga de divisas. Con sabiduría, Alberto y Cristina evitaron cualquier tipo de roces, e hicieron así fracasar la estrategia de división del Frente con Todos que imaginaron los asesores del oficialismo. Al menos tan atinada como esa fue la decisión del candidato presidencial del Frente con Todos de confirmar su viaje a España y Portugal, dejando el escenario libre de tensiones políticas para la aplicación de las medidas dispuestas por el ministro Hernán Lacunza. Esas medidas económicas, tomadas tarde, mal y de manera inconsulta, incluyeron un absurdo default selectivo de los bonos y obligaciones en pesos y un desfinanciamiento aún mayor de las provincias al eliminarse la recaudación del IVA que sólo permite anticipar graves coletazos en las próximas semanas. Como consecuencia de la caída de la actividad económica, la baja de la recaudación y la altísima inflación que nuevamente propicia las políticas de este Gobierno, varias provincias están considerando la emisión de cuasi-monedas, pese a los riesgos y las consecuencias sociales que esta decisión entrañaría.

De este modo, mientras que Alberto Fernández recibe trato presidencial en Europa y las calles porteñas se inundan de ruidosos manifestantes convencidos de que el 27 de octubre marcará también el punto de inflexión para el largo reinado del PRO en la Ciudad, el futuro inmediato resulta cada vez más preocupante.

Cambiemos se irá del gobierno dejando un verdadero polvorín. Muchas de las medidas adoptadas concluyen con el cambio de gobierno, que además deberá afrontar todos los compromisos que postergó, de manera irresponsable, la actual gestión hacia quienes la continúen. También es necesario ser muy optimista para pensar que la catástrofe social, alimentaria, educativa y de salud podrá aguardar hasta el 10 de diciembre para comenzar a recibir respuestas concretas.

Entre el entusiasmo de muchos argentinos por el fin de la etapa de Cambiemos y el inicio de una nueva era con el Frente con Todos y el polvorín social, económico y financiero que se recibirá, hay una distancia sideral. Por esta razón Alberto Fernández acierta una vez más al poner paños fríos, instar a deponer actitudes triunfalistas o provocativas, y llamar a la reflexión. Sobre todo, es muy valorable su decisión de convocar, desde ahora, a otras fuerzas democráticas que no revistan en el Frente para acordar programas y estrategias y, muy posiblemente, incluirlas en su gestión.

Pero, así como el desafío post 10 de diciembre requiere de un programa sólido y eficaz y de una concertación o Pacto Social muy amplio y tolerante, lo que a esta altura resulta más preocupante es el trayecto hasta el 27 de octubre y, sobre todo, desde allí hasta el 10 de diciembre, cuando un gobierno que posiblemente perderá aún más votos deba convivir con una fuerza política que lo aventaja. En ese escenario altamente probable, podríamos preguntarnos si Mauricio Macri insistirá en aplicar su amenaza de “hacernos mucho daño”, o cómo reaccionarían los mercados ante un gobierno desautorizado y un recambio que deberá esperar. Esos días clave son los que exigen contar con una estrategia virtuosa que permita evitar una hiperinflación y, como contrapartida, una grave crisis social, con incremento geométrico de la protesta callejera.

En este sentido, considero que hay cuatro opciones posibles. La menos seductora consiste en dejar correr el calendario, con los altísimos costos económicos, sociales y políticos que eso podría significar. La segunda opción sería el adelantamiento del traspaso del mando. La tercera consistiría en una renuncia o licencia presidencial, en el que un gobierno de transición asumiera el mando hasta el 10 de diciembre. Finalmente, la cuarta sería el fruto de una racionalidad política de la que Cambiemos no ha dado muestras, consistente en una especie de cogobierno de transición hasta la transmisión del mando. De las cuatro posibilidades sugeridas, la menos adecuada es la primera, ya que posiblemente conduciría a la entrega del mando en un país virtualmente desmadrado. El adelanto de la transmisión del mando podría ser una opción, pero de todos modos entraña riesgos similares a la precedente, al menos durante el tramo final del mandato de Mauricio Macri. La opción de renuncia con gobierno de transición incluido podría afectar la gobernabilidad en una sociedad que quedaría a la deriva. La más virtuosa, a mi juicio, sería la última, aunque con Cambiemos del otro lado de la mesa de negociaciones es muy probable que intenten imponer condiciones inaceptables al futuro gobierno. Por último, queda una opción que preferiría no tener que considerar, pero resulta inevitable tenerla en cuenta: que la situación económica y social asfixiante lleve al gobierno a quemar las naves y poner pies en polvorosa antes de la elección del 27 de octubre. Esperemos que esto no suceda, pero, de todos modos, es una alternativa que no puede descartarse del todo, ya que exigiría actuar con presteza y eficacia para evitar graves daños a todos los niveles.

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