Notas sobre Movimiento

La lectura del número anterior de la revista Movimiento –28, de diciembre de 2020–, además de producir interés por la amplia y sustanciosa variedad de las temáticas abordadas, suscita algunas reflexiones. Para nosotros, en particular, la sempiterna reflexión acerca de lo que el peronismo es –y las posibilidades de ensayar respuestas a esa cuestión– es ciertamente compleja. No es nuestro propósito analizar el conjunto de los artículos de la revista, dado que hay secciones o áreas del conocimiento donde no somos suficientemente informados, ni mucho menos expertos –economía, salud pública, derecho. Dejamos, en consecuencia, esos asuntos y esos trabajos para quienes tienen competencia y autoridad en tales materias. Nos limitaremos a una serie de artículos de los que estamos en condiciones de decir algo. Para ello, efectuaremos un recorrido que evita el orden secuencial que propone la revista –expuesto en su índice–, realizando una travesía que no comienza por el principio, ni concluye por el final. Es decir, trazaremos un camino de lectura extraño respecto del que ofrece este número de Movimiento, atreviéndonos a una reescritura que, como toda vuelta alrededor de un texto leído, pretende establecer conexiones, iluminar zonas opacas, patentizar detalles significativos, con el fin de esclarecer o dilucidar cuestiones que no están expresamente enunciadas. Tal es el beneficio que ofrece la lectura de escrituras como estas. Nos anima la esperanza de potenciar lo que Movimiento brinda, sabiendo que muchas veces este propósito no es más que una quimera condenada al fracaso.

 

El peronismo es un movimiento

Se dice: el peronismo es un movimiento. Sea. Pero no siempre es muy claro, o muy preciso, lo que ello significa. Damos por supuesto que movimiento se opone a partido político, esa importante creación del liberalismo burgués. El movimiento tendría que ver con la posibilidad de aglutinar –más que adherentes, afiliadas o afiliados identificados por una pertenencia partidaria– a un heteróclito conjunto de personas vinculadas por aspiraciones comunes, por encima –o más allá– de su afiliación a un partido: la Justicia Social, la Independencia Económica y la Soberanía Política.

“El partido es un instrumento para la contienda electoral y, por lo tanto, es contingente y circunstancial. El movimiento es lo constante, y se basa en las grandes ramas que lo integran”. Cualquier peronista sabe de memoria ese principio doctrinario. Sin embargo, no siempre –y no todos ni todas– se detienen a reflexionar en lo que ello significa. Porque las celebérrimas ramas –tan caras al propio Perón y a los peronistas mayores– no eran otra cosa que tres conjuntos, y a posteriori cuatro, aglutinados alrededor de caracteres disímiles y obviamente heterogéneos. La rama sindical era el ámbito de las y los trabajadores sindicalmente organizados. La rama femenina contenía a las mujeres. La rama política era el instrumento de la disputa política, donde intervenía el partido. Posteriormente, y en tiempos de la lucha por el retorno de Perón a la patria y al poder, se instituyó la rama juvenil. De manera que los principios de inclusión variaban en cada caso. En uno se trataba de la pertenencia a estructuras sindicales –la columna vertebral del movimiento–, en otro a un género determinado, en el tercero al frente de acción política, y en el cuarto a una categoría etaria. A ese conjunto de ramas lo conducía un Comando, separado en Táctico y Estratégico. Y en la cima de esa pirámide se hallaba la Conducción.

Nada más diverso y nada más heterogéneo en relación con una estructura partidaria convencional. Pero allí radicaba la riqueza y la pujanza del artefacto inventado por Perón. El movimiento era un dispositivo organizado para abarcar las más relevantes facetas de la vida comunitaria, y por ende popular. Con una peculiaridad: la de adherir todas las ramas, y todos los integrantes del movimiento –por persuasión y no por coacción– a la dirección del conductor estratégico.

 

Las proto-formas del movimientismo

En el artículo “El espíritu facúndico”, Elías Quinteros permite reconocer importantes antecedentes de ese asunto. Siguiendo a Saúl Taborda, recuerda que ya en la época colonial se produjeron formas de organización comunal en torno a una determinada ciudad, a la manera de los burgos medievales europeos. Ello suponía una fuerte impronta local que afirmaba el valor de lo propio. La vida comunal –comunitaria, podríamos agregar– anticipa del algún modo la idea de comunidad organizada, nucleada alrededor de la figura de un caudillo, que funcionaba como síntesis de esas aspiraciones comunes.

Quinteros encuentra allí los fundamentos para una genuina idea de Nación –que se formularía a posteriori– entendida como el conjunto de esas formaciones comunales locales. En ese proceso, como es obvio, el rol del caudillo resulta decisivo. El caudillo –dice Quinteros, citando a Jauretche– era el representante de los integrantes de la clase inferior, independientemente de que fueran soldados o gauchos. Cualquier coincidencia con el peronismo, agregamos nosotros, no es casual.

 

El subsuelo de la patria sublevado

Si el movimientismo es la forma que se dan las masas populares para luchar por su emancipación, ello significa que se trata de un proceso agonal, donde hay siempre por lo menos dos contendientes. Por un lado, aquellos que desean mantener el estatus quo, y que configuran la clase dominante o la oligarquía, y por otro aquellos que, estando sometidos en términos sociales, económicos, políticos y culturales por ella, pugnan por liberarse de ese dominio, para constituirse en sujetos autónomos de derechos. Esa lucha nunca es lineal ni unidimensional: se enfrenta con distintos factores de sujeción y hegemonía por parte de la oligarquía, y debe batallar constantemente en contra de ella.

Rodrigo Javier Dias en “¿Hacia un clasismo epistémico?” analiza los procedimientos de subjetivación y legitimación de dominio utilizados por las clases dominantes de la región desde la aparición de las naciones latinoamericanas. Esos procedimientos se basan en el uso de determinadas “categorías” científicas, como la de raza y la de clase. Javier Dias pasa revista a ese uso, desnudando sus falacias epistémicas, y señalando su insuficiencia para dar cuenta de la compleja realidad de nuestras sociedades actuales. Por ello, postula la necesidad de repensar el concepto de clase, a la luz de la fragmentación social del presente, lo que exige un proceso de readecuación a nivel ontológico y epistemológico. Cualquier coincidencia con los desafíos filosóficos y doctrinarios actuales del peronismo –agregamos nosotros– no es casual.

 

La patria es el otro

En “Pensares, comunidades y eticidades”, Carla Wainsztok plantea una serie de cuestiones que nos interpelan con fuerza: ¿cómo pensar el sur? ¿Cómo construir pensamientos otros? ¿Cómo es estar siendo desde el sur sin nombrarnos? ¿Cómo nos relacionamos con los conocimientos? ¿Cómo nos vinculamos con las otredades? ¿Cómo creamos mundo? Peguntas acuciantes, desde ya. Preguntas que nos arrojan, nos desgarran, de la comodidad del no-pensar colonial, para enfrentarnos con la exigencia política, y ética, de afrontar esos interrogantes.

Wainsztok adopta una línea –o mejor dicho, un faro– para intentarlo: el del pensamiento amoroso de Emmanuel Levinas. La eticidad para Levinas, recuerda, es el rostro de la otredad. Esa otredad nada tiene que ver con la ontología, por lo que la ética no se basa en conceptos ni representaciones, sino en algo mucho más vivencial: el sentirse interpelado por otros y otras. Los sujetos se constituyen en su vínculo con el Otro, de lo cual deviene un Nosotros que es lo que está en la base de las construcciones sociales basadas en la ética.

Partiendo de esas premisas, Wainsztok indaga los modos posibles de pensar lo no pensado por el pensamiento colonial: lo infinito, lo trascendente, lo extraño, de nuestra condición de sureños. Ello significa inventar pensamientos otros pletóricos de logos, eros y mitos. Allí se dibuja un horizonte que trasciende la escasez e insuficiencia de la razón instrumental, y sus formaciones políticas en términos de neoliberalismo trasnacional globalizado, basado en el consumismo. Se trata, por consiguiente, de restituir al Otro en su dimensión subjetiva y humana, para poder pensarlo pensándonos nosotros mismos. Cualquier coincidencia con los desafíos intelectuales del peronismo hoy –agregamos nosotros– no es casual.

 

La más maravillosa música…

En sus orígenes, la poesía fue canto, y por lo tanto música –entre los griegos se llamaba lírica a la poesía que se cantaba acompañada por una lira. Y cuando dejó de serlo, no perdió por ello determinados rasgos que son típicamente musicales: el ritmo, por una parte, y la eufonía –la sonoridad que producen los aspectos acústicos de las palabras– por otra. Más allá de los géneros, más allá de los tipos –poesía culta o popular, poesía feminista, poesía política, poesía urbana o rural, y todas las clases que puedan ocurrírsenos– la poesía sigue siendo tal cuando un o una poeta componen sus versos atendiendo a esos rasgos característicos.

Resulta más difícil definir a la poesía a partir de una identidad o pertenencia política. Sin embargo, eso es lo que intenta Flor Codagnone en su artículo “Las patas en la poesía: ¿existe una poética peronista contemporánea?”. En ese texto, la autora pasa revista a las posiciones que exponen una serie de poetas consultados por ella. Algunos, como Leandro Llul, distinguen lo que sería una poética, entendida como un conjunto de principios y prescripciones, de la condición peronista de determinados poetas. Otros, como Rodolfo Edwards, prefieren hablar de poesía popular como tradición, dentro de la cual se situarían las obras de los poetas peronistas.

Más allá de las posiciones que plantean los entrevistados, el artículo también aborda las modificaciones operadas dentro de ese campo a lo largo de los últimos años. Distingue para ello la experiencia desarrollada al calor de los gobiernos kirchneristas –caracterizada por la producción y la organización de las y los poetas peronistas, amparados por políticas públicas que los apoyaban– de la experiencia acuñada durante el macrismo, signada por la resistencia al desguace del Estado y la emergencia de nuevos actores, como los, las y les poetas del feminismo, que vendrían a insertar una cuña exterior en el corazón de la –posible– poética peronista.

De todos modos, hay definiciones que parecen resolver la cuestión referida a la existencia de una poética peronista. Una de las entrevistadas, Gabriela Borrelli, afirma que “el peronismo es un movimiento absolutamente poético, porque basa parte de sus preceptos políticos en la lengua en que se inscribe, y esa lengua es poética”.

Recordemos: el general Perón decía que la voz del pueblo era la más maravillosa música que llevaba en sus oídos. Y si era música, era también poesía. Cualquier coincidencia con lo que el peronismo revela en las calles –agregamos nosotros– no es casual.

 

¡Por una universidad al servicio de la patria y del pueblo!

Este número de Movimiento también aborda la cuestión de los vínculos históricamente conflictivos que ligan al peronismo con las universidades. Dos artículos, “El sentido de la universidad” de Aritz Recalde, y “Universidad y juventud: impulsando el cuarto movimiento por la educación superior en la Argentina hacia la Patria Grande” de Héctor Hugo Trinchero, se ocupan de ello. El texto de Recalde plantea que “la universidad nacional y popular debe orientar cuatro funciones al cumplimiento del bien común y de la emancipación y la realización social, económica, cultural y política de la comunidad nacional e internacional”. Esas funciones son la Función Social, la Función Política, la Función Productiva y Científica y la Función Cultural. Trinchero, por su parte, afirma lo siguiente: “considero de especial interés para la construcción del proyecto nacional asumir con claridad que el modelo cultural históricamente hegemónico en nuestro país tendió a configurarse a espaldas de la formación social latinoamericana”. De manera que ambos autores coinciden en la necesidad de re-pensar y re-formular las características y modalidades de las universidades, atendiendo tanto a las funciones que deberían cumplir en relación con la comunidad que las constituye y les da sustento, como al papel que deberían desempeñar en un proceso de integración regional.

Ello nos habilita a pensar, además, en cuestiones que esos trabajos no abordan, seguramente por no estar en el foco de sus intereses y preocupaciones. Nos referimos, en concreto, a la organización política de las universidades, y a las formas de enseñanza y aprendizaje practicadas en ellas. Las universidades argentinas, institucionalmente, son un fruto del movimiento reformista que hace un siglo introdujo el cogobierno y la autonomía universitaria. Ello significó dar participación a todos los claustros en la gestión política y académica, y establecer la libertad de cátedra como principio inamovible. Pero esos caracteres, nobles y justos en su formulación originaria, no siempre se correspondieron con la realidad. Durante los primeros gobiernos peronistas, el reformismo –FUBA-FUA– fue un actor fundamental en la oposición al gobierno popular, y en el interregno de 1955 a 1966 –con el peronismo proscripto a nivel nacional– en las universidades se practicó una democracia insular a espaldas del pueblo. Suspendido por las dictaduras militares, el co-gobierno autónomo vuelve a regir desde 1983. Dado que la elección de autoridades en las universidades históricamente –y en la actualidad mayoritariamente– se basa en mecanismos de elección indirecta –son los consejos directivos de facultad y el consejo superior universitario quienes lo hacen–, el sistema favorece hábitos de componendas, tráfico de influencias, asignación clientelar de recursos y predominio de castas divorciadas de los claustros.

Por otra parte, la tradicional estructura de las cátedras, de carácter piramidal y jerárquico, sostiene prácticas de docencia e investigación signadas por ideologías liberales e individualistas, donde el interés común sucumbe frente a intereses de individuos y grupos, en desmedro de las necesidades de la comunidad. Al respecto, creemos que una materia pendiente para el peronismo universitario es la construcción de una auténtica pedagogía peronista, centrada en lo comunitario, en la interacción con su entorno, donde los docentes no sean agentes del poder, sino conductores de un proceso comunitario de construcción del saber, en diálogo con los saberes universales, tanto como con los saberes locales propios de las culturas aborígenes y populares. La crudeza de este diagnóstico no desconoce el papel del peronismo en las universidades, pero recuerda que su organización institucional –de corte liberal y basado en la competitividad y el individualismo– exige la elaboración de políticas capaces de revertir, desde dentro mismo de las universidades, ese estado de cosas. Cualquier coincidencia con lo que se observa a diario en las altas casas de estudio, agregamos nosotros, no es casual.

 

Conclusiones

Partimos en este escrito de recordar el carácter movimientista del peronismo. Ese punto de partida, ciertamente axiomático, nos permitió recorrer las páginas de Movimiento para hallar diversos artículos que permitían sostener y profundizar nuestra tesis. Así, el texto de Elias Quinteros ofreció material para pensar antecedentes históricos de este fenómeno, del mismo modo que el de Rodrigo Javier Dias llevó a considerar los aspectos ontológicos y epistémicos con que se enfrenta el pensamiento peronista. Igualmente, el artículo de Carla Wainsztok nos permitió reflexionar acerca de la dimensión de otredad que supone la experiencia peronista, mientras que el de Flor Codagnone impuso la pregunta por la existencia de una poética peronista contemporánea. Los trabajos de Aritz Recalde y Héctor Hugo Trinchero, por último, nos enfrentaron con la problemática de la universidad en el marco de un proyecto peronista para el país y la región.

El tejido que realizamos con sus propias palabras constituye, en consecuencia, una expansión del sentido que propusimos, inicialmente, al afirmar que el peronismo es un movimiento. A ese tejido podríamos considerarlo como un velamen que se despliega sobre una nave –nuestro postulado– impulsado por el viento que a todos esos elementos empuja –ese hálito histórico que significó la voz prístina de Juan Domingo Perón. La imagen, por rebuscada que sea, permite dar cuenta de las modalidades con las que se labra –comunitariamente– el pensar peronista.

Pero si es un quehacer colectivo, es por lo mismo mutante. Y no sólo muta el pensar, sino también lo hace su objeto. Por ello, querríamos decir finalmente que, si el peronismo es un movimiento, ese movimiento nunca es igual a sí mismo, puesto que varía con el paso del tiempo y la diversidad de circunstancias históricas. El peronismo es lábil y ubicuo, y tiene la propiedad de adaptarse, adecuarse, a cada momento histórico. Mantiene, desde luego, los principios que lo vieron nacer, pero da cuenta siempre de las distintas demandas con que se enfrenta a lo largo de su ya extensa vida política. La aprobación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, consagrada en diciembre por el Congreso de la Nación, es la última y contundente prueba de lo que estamos diciendo.

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