Más Estado, menos Estado… ¿de qué hablamos?

En el actual contexto de pandemia, y ante los macabros resultados que se publican todos los días respecto a cifras de infectados y de muertos, un debate que se reabrió –en función de cómo unos y otros leen esas cifras y las ubican en sus diferentes países– es el tema del Estado. Una lectura –o interpretación– muy difundida es que los países con menor número de infectados y de muertos son aquellos en donde “hay más Estado”. Esta interpretación se completaría con la idea implícita de que los países donde la pandemia asoló son aquellos en los que “hay menos Estado”. Ahí pareciera quedar saldada la discusión, al menos para los que argumentan de ese modo.

Claro que, para sostener ese argumento, sería conveniente desarrollar la idea respecto a lo que significa que “hay más Estado”. No por necesidad de argumentación lógica ni por alarde intelectual, sino porque, si se quiere resaltar la variable “Estado” para sostener un escenario mejor que otro, a la vez se debe trasuntar que si esto es así el que “haya más Estado” no es solo una virtud en este contexto de coronavirus, sino una ventaja social absoluta para cualquier tipo de problemática social, o al menos resaltar dos o tres líneas que bajen a tierra qué es “tener más Estado” y, por ende, las virtudes sociopolíticas de tener más Estado.

Primera aproximación: lo que llamamos Estado, y lo damos por supuesto a la vez que lo definimos como totalidad, no es más que una abstracción, un concepto. El Estado así demarcado es un ente metafísico, define algo que en la realidad no existe como tal. Lo qué si existe, y le da forma y densidad histórica al Estado, es un entramado de instituciones definidas por objetivos de gestión de políticas y de administración de lo social. El Estado en su realidad material e histórica se define por un conjunto de instituciones ordenadas vertical –mandato y racionalidad burocrática– y horizontalmente –división de tareas políticas y administrativas. Un Estado son sus ministerios, secretarías, direcciones, tribunales, agencias impositivas, universidades, escuelas, hospitales, cuarteles militares y fuerzas de seguridad, empresas públicas y mixtas. Todo un conjunto ordenado por objetivos, funciones y programas políticos, y sometido en su funcionamiento al mandato político de turno –gobiernos.

La pertinencia de esta visión material del Estado se sustenta en el contexto histórico. Los estados cambian, se reforman, se modifican, crean instituciones, diluyen otras, cambian las jerarquías institucionales, porque son precisamente eso: instituciones. El Estado como absoluto no cambia históricamente, al menos desde la modernidad: es la organización administrativa, económica, militar, política y jurídica de un territorio. De manera invariable. Es el Estado.

Desde esta perspectiva ahora sí interpretemos si el que haya menos o más Estado es una variable principal de la evolución de la pandemia en cada país.

En ese argumento, una mayor presencia estatal en relación a las complejidades de lo social implica, primero, una sólida estructura institucional definida en algún momento histórico por consensos sociales y políticos respecto a lo que significa resguardos y regulaciones imprescindibles para sostener derechos básicos. Ese entramado institucional no es estático, sino que se va reformando en la medida que la concepción social respecto a lo que son derechos inalterables –definitivamente derechos humanos– se reconfigura históricamente al interior de una sociedad. La pervivencia de esas instituciones estatales es el primer requisito para que “haya Estado”. Significa que, más allá de los cambios políticos, la estructura de derechos básicos a resguardar se mantiene inalterable y, con ella, las instituciones estatales de resguardo. Quizás, en términos estatalistas, ésta sea una diferencia central entre el control estatal de una dictadura o de un gobierno democrático. Por supuesto que entre gobiernos democráticos la concepción estatal varía en referencia a cómo se evalúe la relación Estado-mercado. Pero los costos políticos de derivar resguardos estatales al mercado son, sin duda, mucho más altos que en una dictadura.

En segundo término, “más Estado” significa la voluntad política de un gobierno de resguardar esos derechos básicos, a la vez que estar atentos a la formulación de nuevas demandas sociales, muchas de ellas apuntando a la ampliación de los derechos fundamentales –nuevos derechos– de una sociedad o, al menos, gran parte de ella. Acá entra la política, la idea política, la decisión política, la capacidad de construcción de consensos de la política. En fin, la razón de ser –y de actuar– de los gobiernos.

Señalábamos que el Estado se define por su fortaleza institucional. Pero a ésta hay que ponerla en marcha, dotarla de objetivos y sentidos. Hacer presente que esa institucionalidad estatal es el herramental con que cada gobierno, en relación a su ideología y su programa electoral, va a llevar adelante sus promesas y objetivos de campaña. Si esa ideología y programa se sustentan en una concepción amplia de lo que son derechos sociales básicos, y tiene o puede diseñar las instituciones estatales necesarias para resguardarlos o proveerlos, empieza a aparecer en toda su realidad el “más Estado”.

Por último, last but not least, el financiamiento necesario para sostener una actividad estatal amplia en un marco conceptual de derechos básicos. La decisión e implementación de políticas es una actividad cara, necesitada de financiamiento. Sin ella, toda buena voluntad política y todo entramado institucional se paraliza. Los estados modernos desarrollaron –y desarrollan– amplios, diversos y sofisticados sistemas de financiamiento en la necesidad de hacerse de recursos monetarios pero, sobre todo, en la imperiosa tarea –legitimidad de gobierno– de hacer consensuar el argumento de que ese financiamiento es para sostener y proveer bienes sociales.

Entonces, “más Estado” es instituciones aptas, más voluntad y capacidad de decisión política, más financiamiento legítimo y consensual. Si estos tres elementos componentes de la realidad estatal se interrelacionan virtuosamente, habrá “más Estado”. En el caso de una emergencia crítica –la pandemia– habrá una mayor capacidad de respuesta y de protección social frente a ella.

Sobre estas bases podemos discutir si nuestro Estado argentino, recortado en esta cuestión –la crisis del coronavirus– a este momento histórico –el actual gobierno– está respondiendo bien a la emergencia, con los números nuestros, respecto a la evolución de la enfermedad, y con el entendimiento de cómo se está desarrollando la acción estatal en los tres elementos descriptos.

El Estado argentino, reformado en 2015 sobre todo en las áreas económica y sanitaria –división del Ministerio de Economía en seis ministerios responsables de áreas económicas y repliegue jerárquico del Ministerio de Salud en una Secretaría de Estado–, y reconfigurado en su organización con el nuevo gobierno, observa un entramado institucional sólido para llevar adelante –decisión política mediante– las cuestiones más álgidas en este contexto crítico: la economía, centrada en la negociación de la deuda y en el esfuerzo ingente que está significando financiar el default social generado por la cuarentena. Recuperó además en el Ministerio de Economía la centralidad en la toma de decisiones y el juego institucional de articulación de políticas con otras áreas estratégicas, vg. el Banco Central. La cuestión social se fortaleció, en su tratamiento institucional, con el recuperado Ministerio de Salud, competencia sanitaria de lo social, y la capacidad financiera e institucional vigente –volver a enfocar la importancia en el consenso social para la creación y sostenimiento de instituciones estatales– del Ministerio de Desarrollo Social. La corta historia de este Ministerio, nacido como Secretaría en los 90, es una excelente muestra de la necesidad de considerar al Estado como una articulación de instituciones. Por último, y magnificado por esta crisis, la necesidad de articular políticas con las provincias resalta las capacidades estatales de negociación de políticas a desplegar verticalmente –jerarquía del Ministerio del Interior– y horizontalmente –federalismo e instancias de gobierno provincial.

En cuanto a los recursos estatales, es decir el financiamiento del gasto público que en la mayoría de los estados –del mundo occidental– proviene de las estructuras tributarias –salvo aquellos estados productores de commodities como el petróleo–, el Estado argentino había comenzado el año 2020 con serias dificultades. A la recesión económica y la inflación se le añadía una gran cantidad de vencimientos de la deuda externa: más de 60.000 millones de dólares en 2020, según economistas. Esto dibujaba un escenario de un déficit fiscal primario –equilibrio fiscal sin contar los pagos de deuda– de 0,54% y –pagando los vencimientos del año– un costo fiscal estimado del 5% del PBI. Es decir, un déficit fiscal de 5,5% para 2020. Claramente, es una situación de crisis profunda respecto del financiamiento del Estado, por ende, de las posibilidades del gasto público y, definitivamente, de la capacidad del gobierno del gobierno para llevar adelante su programa. A este horizonte de dificultades se le sumó la pandemia y –con la cuarentena como alternativa excluyente de tratamiento– una profundización de la crisis por el parate económico. Sin embargo, el gobierno sorteó esta coyuntura contradictoria apelando a la más pura heterodoxia económica: la emisión de dinero para financiar los costos sanitarios de la pandemia y los costos sociales de la paralización económica. El día después se verá cómo retornan los necesarios equilibrios económicos.

Yendo al segundo término de nuestro planteo –la voluntad política– encontramos la clave. Enfrentamos la pandemia, y su subsecuente crisis sanitaria, económica y social, movilizando todos los recursos disponibles, y creando los necesarios, es decir, movilizando en toda su densidad la institucionalidad estatal y generando, a como dé lugar, recursos financieros, a partir de la clara voluntad política del gobierno. Era la senda a seguir. Y si no era la más correcta –aunque, ¿quién habría podido aventurar cuál era la mejor?– en todo caso fue la estrategia elegida y, en pos de ella, la movilización de las capacidades y potestades –crear dinero– estatales.

Utilicemos la metodología de la Política Comparada: un método por el cual, si quiero mostrar algo, lo comparo con otra situación en la cual “ese algo” es inexistente o débil. A través de algunas variables elegidas comparo, pero sin que esa comparación implique un juicio de valor. Solo mostrar: ante la pandemia, la situación de Brasil y Argentina. Es claro que, cuantitativamente, Brasil observa una situación absolutamente más negativa. El número de contagiados y muertos es, a la fecha, muy superior en Brasil respecto a la Argentina.

Un análisis rápido permite empezar a encontrar respuestas: Brasil no movilizo mínimamente su estructura institucional para enfrentar la pandemia. Al contrario, la debilitó, como lo demuestra la destitución del ministro de Salud por promover una política sanitaria contraria a la del presidente, o la salida del Ministro de Justicia. No movilizó recursos financieros para generar políticas sanitarias, ni las existentes, ni otras generadas por la crisis. ¿Pero cuál es la variable comparativa que permite establecer las causas de ambas políticas y sus resultados numéricos? Parece simple la respuesta: la voluntad política. Claramente, Bolsonaro y parte de su elenco gubernamental desplegaron la idea que la economía y la sociedad brasileña no debían detenerse por la pandemia, que una simple enfermedad –gripecinha– no podía parar la pujanza económica y la vitalidad de la cotidianeidad social. Por ende, la política del gobierno del país vecino fue consecuente con esas ideas: no hacer nada más que lo posible. De ahí los distintos resultados en un país y en otro.

Una lección clara, magnificada por la contextualidad de la crisis. La fortaleza de un Estado no se mide por el gasto estatal solamente, ni este gasto por las leyes del mercado respecto a si es eficiente o no lo es. La variable principal, variable independiente, para establecer las capacidades institucionales de un Estado, nace de la voluntad política del gobierno de turno. Y con ella, la movilización de recursos.

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