Los porqués del antiperonismo

No es descabellada la idea de que el antiperonismo fundó al peronismo: el pensamiento “decente” requiere de una dupla complementaria para sostenerse. “Buenos” contra “malos”, “morales” contra “corruptos”, “correctos” contra “desprolijos”, “educados” versus “brutos”, “laboriosos” versus “vagos”… Todo el conocido repertorio de que se teje el imaginario de clases medias y altas contra ese desquicio que –para su inmaculada percepción– representan los “negros” descamisados muestra que, si no existiera el peronismo, lo habrían inventado.

Muchos y muchas de quienes así piensan son buenas personas, individualmente considerados. El antiperonismo no es un hato de sujetos de malas intenciones y bajas pasiones: es, simplemente, un modo de estar en el mundo y, consecuentemente, de pensarlo.

Una ideología no es sólo “contenidos de pensamiento”. Es su fuerte enraizamiento en prácticas sociales, en formas de vida. La ideología constituye lo que Bourdieu llamó “habitus”: predisposiciones a reaccionar de una manera determinada, que han sido incorporadas desde la cotidianeidad. Si no se cambian las prácticas, los grupos de pertenencia, las instituciones de inscripción, no cambiarán las ideologías. Los y las antiperonistas piensan así porque viven así. Y es inútil pretender modificar desde el pensamiento esos núcleos de significación, pues ellos son ínsitos a las prácticas. Son modos de vida que en la ideología sólo “se representan”.

Nos sorprende que, al discutir, resulten tan impermeables al razonamiento. Pero no es que sean confusos o incoherentes: los fundamentos implícitos de sus creencias son totalmente diferentes de los nuestros. Lo que para nosotros es bueno, a menudo no lo es para ellos o ellas. “Las empleadas domésticas por fin tuvieron jubilación”, nos elogiamos. “Casi todas son ladronas”, dicen ellos –o lo piensan, en su caso. “Se otorgaron computadoras a todos los alumnos y alumnas de escuelas medias”, nos ufanamos. “Las usan para pornografía”, piensan, por supuesto sin saber ni averiguar que sólo incluyen software educativo. Nosotros podemos asumir que sus afirmaciones son falsas, pero para ellos y ellas son verdades autoevidentes. Y cualquier dato en contra habrán de refutarlo con sorna, bajo suposición de deformación o de falsedad.

Lo explicitó muy bien el filósofo Thomas Kuhn: entre dos paradigmas diferentes es imposible entenderse, pues las palabras no significan lo mismo en uno y otro. Ojo, que está hablando de temas de Física: nada menos. Si no se entienden un newtoniano y un cuántico entre sí, ¿cómo habrían de hacerlo dos partidarios de “religiones” distintas, de creencias radicalmente diferentes como las que son vehiculizadas por las ideologías? Se trata de moral, de valores, no de referencia a hechos, como es la cuestión de la Física. Si allí no se entienden, entre dos ideologías antagónicas la distancia es simplemente abismática.

No lograremos derrotarlos con discusiones. Al menos no con una sola, ni con dos. Claro, si alguien quedara malparado en 130 discusiones seguidas, quizá revisaría su pensamiento. Pero eso no ocurre, porque cada uno de nosotros pasa la mayor cantidad de tiempo con gente que piensa dentro de la misma “burbuja”, con quienes piensan igual. La disonancia cognitiva que nos produce quedar derrotados en una discusión se nos va cuando volvemos a estar con las y los nuestros. Cuando los antiperonistas –que son mayoría en las clases medias– vuelven a sus reductos mayoritarios, certifican, si es que discutieron con algún pérfido representante del peronismo, que éste sólo representa a una minoría éticamente inferior, cómplice de la corrupción y la demagogia.

Los de “este lado” nos preguntamos: ¿cómo es posible que sean buenas gentes y desprecien tanto a los otros? No es difícil de entender, sin embargo: si nos consideran portadores de todas las lacras, aquel que se asuma como “bueno” lo será solamente si nos rechaza y odia con suficiente energía. Ser bueno es alejarse del mal. Porque quieren al bien, odian al peronismo. Porque son decentes, detestan a los paladines de la corrupción. Porque son ordenados y trabajadores, detestan a los morochos de gorrita que vienen desde barriadas de mal vivir.

Así creen. Y no hay mucho por hacer: podemos mostrarles el libro del hermano de Macri, podemos hacerles el listado de los hechos de corrupción en su gobierno. Pero como lo suyo es una forma de vida, no les entra en la conciencia que los corruptos no sean gordos sindicalistas u oscuros funcionarios de Estado. Típicos peronistas. Sólo en el negociado del Correo, Macri estafó al Estado 42 veces más que el valor de los bolsos de López –serían 84 bolsos– pero aquí juega una “estética de clase”: robar por vía electrónica es invisible, delicado, sutil. Mostrar bolsos con dinero es una maniobra típicamente guaranga, propia de gente sin educación ni altura. Hay un “habitus de clase” en todo esto, y es fácil para ellos imaginar que Luis Barrionuevo es un delincuente –pues lo asimilan a un difuso pasado peronista– pero no que lo sean Caputo u otro exgerente de la gran banca internacional. Para ellos es bueno estar con Estados Unidos –aunque nos revienten el presupuesto cobrando deuda que nos inculcaron desde allí– y es triste estar con Perú, Ecuador o Chile. Esto no depende de razonamientos: es una estética de la existencia aprendida sin darse cuenta en la familia, la escuela, el cine, la charla de vecinos o de café.

Porque eso nos ha enseñado la escuela: a ser módicos, disciplinados, seguidores del molde hegemónico. Eso es el legado sarmientino: ello explica por qué las y los docentes recibieron enormes beneficios del kichnerismo y luego votaron mayoritariamente a Macri. Sus logros son peronistas, pero sus valores son de derecha –con excepciones, claro.

No hay un Sarmiento malo que perseguía a indios y gauchos, y uno bueno que universalizaba la escuela pública. Son dos caras de lo mismo. Es una escuela para despreciar al gaucho vago y al indio salvaje, donde se nos enseña a ser módicos, adecentados, tibios e inhibidos: “un siglo más de lectores y el espíritu será una pestilencia”, clamaba al respecto Nietzsche.

La escuela es conservadora, pues sólo puede trabajar sobre grandes consensos previos, sobre la “cultura muerta”, aquella sobre la que no penden polémicas. Allí se ofrece la cultura enconsertada, sobre la cual ya no caben fuertes conflictos. Si a esta condición estructural sumamos la herencia sarmientera del horror a lo propio y la sumisión al modelo estadounidense, el miedo al cuerpo y la sublimación del intelecto, el rechazo visceral a la Pampa y la seducción de lo urbano, la admiración a las ropas elegantes y el desprecio por las vestimentas más elementales, el seguidismo a las nociones de desarrollo inventadas en los centros económicos y tecnológicos del mundo, no es raro que “automáticamente”, al salir de ese espacio escolar organizador de cabezas, detestemos a las y los pobres en tanto ajenos a ese modelo, y nos sintamos a gusto del lado “del bien”: lo metódico, lo organizado, lo familiar, donde cada idea le pregunta a la otra su correcto lugar en la modesta alacena de escasos conocimientos y suficientes prejuicios.

En esa escuela, por supuesto, las y los mejores alumnos suelen serlo de los sectores medios y altos, mientras las y los peores vienen desde las clases sociales de abajo, lo cual confirma la superioridad intelectual y la laboriosidad disciplinada de los sectores con mayores ingresos. Así lo parece, claro, si bien la sociología demostró que ocurre algo menos evidente: el tipo de aprendizajes que sostiene la escuela es un arbitrario cultural que coincide con los usos de sectores medios y altos. Se difunden y se piden los repertorios de estos sectores, con lo cual, como es obvio, son los que tienen mejores resultados.

Contra todo eso, poco puede hacer la buena información que tratemos de allegar. Del “otro lado” no verán C5N ni leerán Página 12: y si lo hacen, el horror será de piel, pues obviamente se sienten “des-familiarizados”. Su propia ideología les es como el aire que respiran, “normal”: la nuestra, en cambio, les resulta una especie de deformación del orden natural de las cosas, del sentido establecido del mundo, de la obvia condición que hechos y cosas tienen –y “deben tener”– en la sociedad.

¿Qué hacer ante esto? ¿Cómo desarmar “mundos de la vida” tan constituidos? Imposible hacerlo cuando ya están consolidados. Podremos lograr alguna interlocución si partimos de sus propios valores y buscamos mostrar que la solidaridad es limitada si deja afuera a los de abajo, o que la libertad no es mucha si se apoya a dictaduras y represiones. Pero es un camino, si bien no inútil, intrincado y de escasas posibilidades. Volverán a su “burbuja”, a su propia gente y sus propios canales de TV y sus redes sociales liberadas de nuestra incómoda presencia.

Ellas y ellos son aún más duros que muchos de nosotros en sus creencias, pues quienes desde la clase media somos afines a lo nacional y popular, alguna vez no lo fuimos: en algún momento tuvimos una ruptura epistémica clara, conflictiva, que pasó por la entrada a la universidad, por el acercamiento a algún grupo social, o por las posiciones de algún amigo, amiga o pareja. Nosotros sabemos que nuestras ideas no son “naturales”, sabemos vívidamente que hay otras. Ellos, habitualmente no. ¿Cómo? ¿No saben que existimos? Sí lo saben, pero para ellos seríamos un “error de la cultura”, una deformación de la sana y natural manera de instalarse en el mundo. En tanto nunca concibieron otra, no creen que exista más que esa forma que toman como el estado prístino de la realidad misma, y de allí la artificialidad deforme que adscriben a cualquier otra posición, que “no vería las cosas como son”.

De modo que sus convicciones son densas, y para colmo tienen un arrullo permanente de medios de comunicación de masas que les repiten lo mismo, en un monumental concierto que adquiere ribetes de enorme “crescendo” wagneriano, pesada armonía donde todo confluye según la perspectiva dominante. Quienes pensamos diferente somos sólo una incomprensible distorsión de la transparente mirada hacia una definida preconfiguración del mundo.

¿Algo puede hacerse, ante tan compacto panorama? Claro que sí. Pero no es fácil en sus procedimientos, ni corto en el tiempo, ni garantizado en sus resultados. Pero claro que hay que hacerlo, si queremos evitar estar, dentro de medio siglo, en el mismo punto que hoy. Ensayemos algunas puntas, que obviamente no pretenden agotar el repertorio de lo pensable.

  • Las discusiones, o siquiera el mostrar nuestra diferencia, nunca son del todo inútiles. Sólo en alguna rara acumulación de hechos semiazarosos servirían para cambiar su ideología de base, pero hacen advertencia de que existen otros modos de percibir e interpretar el mundo. Ante la naturalización que hacen de su propia ideología, eso es aviso y recuerdo de su no-total-omnipotencia, de que no todos dibujamos con los colores de sus propios paisajes.
  • Dentro de ello, conviene la paciencia de mostrar que somos capaces de dialogar y discutir razonablemente, y que podemos exponer contradicciones al interior de sus propios valores: no tiene lógica ser defensores de la seguridad pública y a la vez castigar sólo a los de gorrita; no tiene lógica hablar de libertad defendiendo la represión de las derechas; no tiene lógica hablar de soberanía y defender la toma de deuda externa…
  • De cualquier modo, esos recursos son menores. El cambio estratégico depende de que dejen de percibir la intervención que se muestra diferente a sus expectativas como algo proveniente de un agente político exterior y avieso. Es decir: no les modifica nada un nuevo canal de TV si lo perciben como perteneciente a la política adversa, y por ello no lo mirarán. Piensan mal de la política –la de la derecha a veces no la advierten como tal, pues les es “natural”–, de modo que hay que lograr que lleguen a ciertos contenidos por vía de medios de difusión o aparatos de educación “normales”, universalizados, que no aparezcan como pertenecientes al peronismo o grupos afines.

Por ello:

  • Se requerirá un cambio estructural en la educación. Hay que incluir recepción mediática en los planes de estudio, desde la escuela primaria. La ingenuidad semiestúpida ante la manipulación mediática debe ir siendo minada por la educación. Por supuesto que esto no se realizará sin dificultades ni tropiezos, pero nada obsta para hacerla: un cambio curricular no exige siquiera una nueva ley de educación. Que un dueño de medios diga que la presidencia es un “puesto menor” y actúe acorde, es algo que la democracia no puede seguir consintiendo sin reacción.
  • Las cuestiones de etnias, clases sociales y género deberán también atravesar los planes de estudio, para des-ingenuizar a docentes y estudiantes. Por supuesto que, enraizados en prácticas donde la simbología dominante es la de clases altas y medias, estos valores discursivos serían parcialmente reabsorbidos. Pero sólo parcialmente, entiendo: cierto grado de disonancia entre prácticas y discursos puede establecerse, y ello conlleva inquietudes y preguntas que desnaturalicen la idea de indios salvajes, gauchos malos, pobres vagos, versus blancos varones, cultos y perfectos.
  • Sorprende que las universidades –poco alcanzables por la maledicencia mediática– no hayan hecho observatorios de medios con llegada pública, o siquiera “museos de la memoria mediática” que expongan gráficamente el horror de los medios en los últimos años. Algunas afirmaciones filmadas hoy resultan execrables, vomitivas, increíbles. Por supuesto que la mayoría de la población no iría a estos sitios, pero su sola existencia contribuiría a un margen de deslegitimación de las más burdas y difundidas voces de la derecha mediática. Se requiere desnaturalizar a los medios, no para discutir sobre ellos con quienes nada quieren discutir, sino para plasmar la grosería permanente de las fake news y el reino de la postverdad en un lugar objetivado.
  • Hay que re-dimensionar los medios. Ellos son un servicio público, no una prerrogativa de los dueños del dinero, que son los únicos reales dueños de medios de alta llegada. La noción de opinión pública puede orientar la necesidad de establecer un sistema de medios que cubra todas las posiciones ideológicas, con un acento mayor en las que tienen más porcentaje electoral: ello exige una recomposición estructural del sistema mediático. Si se establece, a corto plazo mirarán lo de siempre, pero a largo plazo habrá de superarse la naturalización de la posición de la derecha, que hoy ocupa el 80% de las fuentes de emisión. Cuando ya no –casi– todos los canales de TV digan lo mismo, va a ser más difícil seguir repitiendo ciertas posiciones como si fueran una “descripción natural de la sociedad”, tal cual hoy nos toca escuchar tan seguido.

¿Muy difícil de hacer? Sin dudas. Pero sin cambiar los espacios de formación de opinión que parte de la población percibe como “neutros” –los medios masivos y, aún más, los diversos niveles de la educación formal, especialmente los primeros– no hay cambio posible de la razón-práctica desde la cual las clases medias han conformado sus supuestas evidencias. Con otra escuela y otros medios, podremos discutir en igualdad de posibilidades, cercanos a aquellas “condiciones ideales del habla” que le interesaban a Jürgen Habermas. Mientras así no ocurra, será lo que dicen Pepe o María contra los recuerdos de la escuela primaria, los hábitos infantiles, lo repetidamente incorporado cuando aún no se sabía que lo aprendido tenía que ver con política y –por ello– se lo admitía sin reparos.

La batalla cultural la perderemos siempre si no modificamos estructuralmente el suelo discursivo en lo educativo y lo mediático, ese que configura los sentidos cotidianamente asumidos, aquellos que a nivel pre-teórico representan el “mundo de la vida” en que todas y todos nos movemos.

 

Roberto Follari es doctor y licenciado en Psicología (UNSL) y profesor titular de Epistemología de las Ciencias Sociales (UNCuyo). Fue asesor de la OEA, de UNICEF y de la CONEAU, profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Venezuela, México, España, Costa Rica, Chile y Uruguay, y autor de 16 libros publicados en diversos países y de unos 150 artículos en revistas especializadas.

Share this content:

Deja una respuesta