La ¿batalla? cultural

“Yo no quiero ver chicos con odio,
yo no quiero sentir esta depresión.
Voy buscando el placer de estar vivo,
no me importa si soy un bandido.
Voy pateando basura en el callejón”.
(Charly García)

La pandemia nos trae vientos que no son nuevos pero que de alguna manera no paran de producirnos asombro, al menos a algunos y algunas: una particularidad de pensamiento, una construcción de cierto sentido común que se expresa de maneras socialmente llamativas: gritos, gestos exacerbados, teorías conspirativas, la derecha reclamando “libertad” y “paz”, movimientos antivacunas, entre otros. Se dice que la realidad supera a la ficción, pero podríamos encontrarnos en un escenario distinto, en donde la ficción y la realidad corren en carriles un tanto distanciados. La ficción, la de la televisión, la de los libros, la del teatro, la de la neurosis… tiene una trama, posee una historia, un decir. Mientras que en la actualidad nos encontramos con imágenes que no hablan, no dicen nada, son puro grito o consignas vaciadas de sentido.

Es cierto que hay una grieta y cualquier intento de homogeneización del pensamiento sería un atentado sobre la libertad humana, pero también es cierto que en una verdadera unidad la diferencia enriquece y deviene superadora. Ahora bien, ¿qué límite puede tener un llamado a la unidad? ¿Qué límite debe tener la tolerancia? No todo puede ni debe ser aceptable, la tolerancia implica el respeto por las ideas diferentes de las propias, siempre y cuando no implique un riesgo para la vida en comunidad. Nos encontramos en un momento, producto de un devenir histórico, en el que debemos recuperar el sentido de las palabras. Mientras gobernantes y dirigentes toman decisiones respecto al curso del país en lo tocante a su labor como funcionarias y funcionarios públicos, hay un accionar que debe darse en las bases, en el pueblo, en la sociedad, y es la batalla referida a la recuperación del sentido de la palabra, el lenguaje y el diálogo. Para esto, podemos proponer tratar de ubicar un diagnóstico conjetural sobre el estado de las cosas. Puede pecar de apresurado, pero es un intento de aproximación a comprender lo que sucede y se encuentra sujeto a cualquier aporte que lo enriquezca.

Tanto en el debate público, como en las discusiones entre pares, podemos ubicar un rechazo:

  • A la argumentación lógica y, por ende, racional: algunos lo denominan posverdad o fake news. Lo que se observa en ambas es una ausencia de riguridad argumentativa al enunciar un hecho o fenómeno, que no es simplemente un error humano: más bien no existe intención de argumentar correctamente lo que se enuncia.
  • A la evidencia científica producto del avance tecnológico y la investigación: el ejemplo más reciente es el debate respecto a las vacunas para dar respuesta a la pandemia de COVID-19. Es interesante que no se discute técnicamente sobre la metodología de investigación o evaluación de la tecnología en términos de seguridad, eficacia y eficiencia: se adosa a la vacunación una suposición de “control” por parte de algún ente, organismo o corporación.
  • Al análisis lógico y técnico de los hechos o fenómenos: no importa qué se dice ni sobre qué dato o teoría se sustenta, importa más cómo se dice, en qué tono. Generalmente, el análisis de los hechos o fenómenos de la actualidad está menos sujeto al pensamiento crítico de cada individuo de la sociedad, que a la crítica inducida por parte de los medios de comunicación masivos.
  • A la revisión crítica del propio modelo, ciencia, partido o disciplina: este punto puede ser más bien una consecuencia lógica de los puntos anteriores. Si no argumentamos racionalmente, si descreemos del avance científico y lógico, ¿qué progreso puede existir en las disciplinas?

 

Por otro lado, encontramos una prevalencia de:

  • La discusión con la persona en vez de con el argumento con el que se desacuerda, expresada en descalificaciones y calificaciones subjetivas hacia el individuo o partido político: el espectro es amplio y el extremo es el mensaje sostenido en el odio, con gran prevalencia en redes sociales.
  • Falacias: utilización de premisas ancladas en valores ideales y colectivamente compartidos o en situaciones singulares, con conclusiones falsas y un nexo lógico inválido, en el mejor de los casos. En el peor de los casos sólo aparece la conclusión desatada de cualquier premisa: “se robaron tres PBI”; “el coronavirus no existe”; “reforma judicial es igual a impunidad ante la ley”.
  • Apelación al discurso emocional: las falacias mencionadas se suelen comunicar bajo esta modalidad discursiva. Es llamativo que, luego de escuchar este tipo de apelaciones, se genera una atmósfera donde parece que sólo hay dos escenarios posibles: el del bien y el del mal.
  • Pensamiento dicotómico: si se critica un hecho, discurso o método, se cataloga automáticamente a quien lo hace como partidaria de su adversario –o de serle funcional si la discusión se mantiene públicamente.

 

Hay lecturas que ubican estas lógicas de pensamiento como un “problema” del siglo XXI. Considero que más bien es una constante en la historia de occidente, que ha tomado distintas formas según el contexto histórico y las particularidades de la época. En pleno siglo XXI se hace mucho más evidente por el avance de la ciencia y la adquisición de derechos por parte de determinadas minorías, lo que supondría que hay ciertos conceptos o hechos que no debieran discutirse porque son eje del progreso de la humanidad en un sentido ético. Lo cierto es que la creencia y la fe nunca necesitaron de la lógica y de la ciencia.

Nuestro aquí y ahora parece instaurar una razón del vale todo, eliminando los límites necesarios para una convivencia en armonía. El discurso capitalista se ha apoderado del sentido de lo más preciado que poseemos: la palabra. Se le adjudica al neoliberalismo el poder de destruir subjetividades, pero tal vez se encuentra operando en la construcción de un sentido común, y lo que en realidad está destruyendo es el pensamiento en su potencia creadora. En esta línea, es fácil caer en la desesperanza y el desgano, pero es interesante recordar palabras de Silvia Bleichmar: “Desde esta perspectiva, tal vez la tarea de los intelectuales consista en la recomposición de las vías para evitar que el malestar sobrante que acompaña el sufrimiento que hemos denominado ‘dolor país’ devore su pensamiento, en la posibilidad de instrumentar nuevas preguntas con respeto por la historia, pero sin que la nostalgia por el pasado o la reificación del presente inunde las posibilidades creativas. Si esto se logra, si el contrato implícito de los intelectuales con nuestro tiempo lo posibilita, la denuncia puede no redundar en queja y la dificultad no cerrarse en autocomplacencia frente a las dificultades”.[1]

Retomando lo postulado sobre el rechazo a la revisión crítica de los propios modelos y articulándolo con las palabras de Silvia Bleichmar, considero que el debate más difícil se produce a causa de la ausencia de capacidad de diálogo con quien piensa distinto. Pero más allá de quien posee una ideología diferente, me refiero a quien piensa distinto y es integrante del mismo frente político. Unidad no necesariamente implica homogeneización del pensamiento: supone poder construir debates con racionalidad y honestidad intelectual, primero para con nosotros mismos. Un primer paso, por ejemplo, sería aprender a diferenciar ataque de crítica. Y luego, adquirir la capacidad de criticar nuestros propios argumentos, someterlos al análisis riguroso y exigente que las ideas propias y colectivas deben atravesar.

Lo cierto es que, si como población no avanzamos en la línea de instaurar debates con exigencia argumentativa y lógica, la democracia no solo estará dañada institucionalmente, sino que el costo fue, es y serán vidas humanas. La democracia argentina tiene una gran deuda, pero no es sólo la de los gobernantes con la sociedad: es también la del pueblo con el pueblo mismo y consiste en debatir públicamente y con honestidad intelectual qué país queremos, cómo lo vamos a construir y qué ética nos conducirá. En esta línea, no podemos continuar demorando la discusión sobre el sistema judicial, el de salud y el educativo. La política necesita una sociedad con la valentía suficiente para cuestionar su propio sentido común. Si los líderes nacen de esa misma sociedad, tenemos que actuar responsablemente en la construcción de cuadros políticos que tengan la capacidad técnica de dar respuesta a las necesidades del pueblo que ya no pueden postergarse.

Quizá la batalla cultural sea la más difícil de ganar. Y tal vez lo sea porque pelearse con el otro está a la orden del día. Lo difícil es generar acuerdos y consensos constructivos, a sabiendas de que no se trata de ser ganadores o perdedores en lo referente al destino de un país.

Quizá la ternura sea un comienzo.

 

Natalia M. Alvarez es licenciada en Psicología (UBA), diplomada en Economía Política de la Salud (Fundación Soberanía Sanitaria) y estudiante de la Maestría en Economía y Gestión de la Salud (Universidad Isalud).

 

[1] Bleichmar S (2002): La derrota del pensamiento. Caracas, Educere.

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