El Peronismo más allá de la grieta: la creación de una nueva lógica política

El populismo y el amigo-enemigo: el otro de nosotros

Repitiendo la tendencia que se había dado previamente en la mayoría de los procesos electorales provinciales, el gobierno sufrió un claro revés en las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias celebradas el 11 de agosto último. Como se sabe, la magnitud de esta derrota, con quince puntos de diferencia respecto del Frente de Todos en la categoría presidencial, deja posicionada a la coalición peronista en un lugar claramente favorable para los comicios del 27 de octubre.

De lo sucedido puede destacarse un conjunto de factores de interés, como lo es la destacada performance del candidato a gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, alcanzando el 52 por ciento de los votos frente a María Eugenia Vidal; el rol relevante de la idea de unidad en lo referido a la ampliación de la base de votantes; o pocas semanas antes, el importante triunfo de Omar Perotti en la provincia de Santa Fe, que se corresponde con un firme posicionamiento del justicialismo en la mayoría de los poderes ejecutivos provinciales. No obstante la relevancia de estos aspectos, en las páginas que siguen nos centraremos en un aspecto del discurso político de Alberto Fernández de cara al futuro, referido a la superación de la escisión política actual y a cómo tal apuesta puede operar en el campo político, en el caso de acceder a la primera magistratura.

La consigna del “fin de la grieta” apareció como uno de los ejes de la propuesta de Fernández, entendida como un modo de superar una agonística política. Claramente, en el imaginario político el “fin de la grieta”, o la alusión a que “se terminó al concepto de venganza”, opera como una ruptura con la retórica de la confrontación excesiva entre sectores de la vida nacional. En este punto, la lógica amigo-enemigo, es decir la idea de construir un antagonista como modo de crear y fortalecer el propio espacio político, se fue instalando con fuerza en los últimos años a partir de la propuesta de Ernesto Laclau, y en cierto modo se continuó, desde otro plano ideológico, con las estrategias de Jaime Durán Barba. Dicha lógica toma como punto de partida la construcción de un “otro” inasimilable e indeseable, una especie de frontera antagónica que es la que permite luego construir un bloque político propio. Si las identidades sociales son diferenciales, si no hay sujetos históricos pre-constituidos, crear un enemigo permite articular diversos sectores sociales dentro del similar rechazo a ese antagonista. La negatividad del enemigo constituye el prerrequisito de la positividad de un bloque político de referencia.

En el caso de Laclau –que es el que más nos interesa–, sus influencias principales estriban en la recuperación del pensamiento de Carl Schmitt, tal como aparece en el Concepto de lo Político, y se articularía con la teoría de la hegemonía de Gramsci, la teoría lacaniana y los aportes de la izquierda nacional, de la que formó parte durante muchos años. En la perspectiva laclauiana, pensar la racionalidad social que se manifestaba en el populismo implicaba interpretarlo desde su propia especificidad, superando las comprensiones intermedias que lo habían relegado a un lugar periférico de lo científico social, adjudicándole irracionalidad e indefinibilidad, muestra de pobreza intelectual, transitoriedad y manipulación de las masas. Había que dejar atrás los presupuestos peyorativos sobre el populismo, para empezar a considerarlo como una expresión real capaz de presentarnos algo inherente a la constitución de lo político. De acuerdo a nuestros intereses, nos enfocaremos en la “construcción del pueblo” y de las nociones concurrentes de lógica hegemónica y significante vacío, como elementos más relevantes para nuestra investigación.

Podemos decir que la construcción del pueblo es representada como una lógica por medio de la cual una pluralidad de demandas singulares y separadas –democráticas– es articulada, conformando una subjetividad colectiva ampliada. Tal discursividad histórica, en la cual serán integrados los reclamos de nuevos grupos sociales, permitirá pensar el origen del peronismo como una experiencia en la cual se constituye una identidad global a partir de la estructuración de una pluralidad de demandas sociales. Dicho movimiento hegemónico en la construcción del Pueblo constaría –siguiendo algunas de las nociones expresadas por Laclau– de dos momentos esenciales, los cuales abrirían el alumbramiento político. Por un lado, constituir una cadena equivalencial tal que permita obtener una acumulación de poder social mayor dentro del escenario de fuerzas, ampliando su base política a partir de la sumatoria de distintas demandas insatisfechas y enlazándolas dentro de un haz identitario más abarcador. Paralelamente, ello se encontrará acompañado de la conformación de una frontera antagónica, es decir, del intento de separación de la sociedad en dos campos irreductibles. Una fuerza antagónica capaz de aparecer como una exterioridad que es imposible de ser recuperada dialécticamente dentro del campo hegemónico. En este sentido, tenemos presentes las afirmaciones de Laclau en La Razón Populista en lo referido a la formación del Pueblo: “el surgimiento del pueblo, el pasaje –vía equivalencias– de demandas aisladas, heterogéneas, a una demanda “global” que implica la formación de fronteras políticas y la construcción discursiva del poder como fuerza antagónica” (Laclau, 2005: 142). La comunidad del populismo se constituye en torno a la idea de una plenitud comunitaria que se encuentra ausente y a la cual es viable restituir por medio de la disolución de las identidades diferenciales, en función de una Voluntad Colectiva totalizadora. Es precisamente esta negatividad, este antagonismo, el que se va a mostrar como uno de los elementos que logre dar mayor cohesión interna a las identidades sociales. No debemos olvidar, como señala Laclau, la importancia que posee para la sistematicidad del sistema la existencia de la frontera antagónica como elemento de unificación popular: si la frontera política desaparece, “el pueblo como actor histórico se desintegra” (Laclau, 2005: 117).

Podemos decir que para Laclau la valoración del fenómeno populista, entre otras muchas, tuvo tres grandes significaciones: comprender la mayor riqueza de las identidades populares respecto de la concepción de identidad de clases del marxismo; revalorizar la política en el contexto de caída de los grandes relatos, especialmente luego de la caída del muro de Berlín y del “supuesto” final de la Historia; y finalmente, encontrar un marco interpretativo favorable a los proyectos políticos sociales que se dieron en América Latina a comienzos del siglo XXI. A su vez, es necesario reconocer que la implementación de esta lógica ha generado sus frutos al lograr cohesionar a distintos actores sociales en momentos de desvalorización de los imaginarios políticos tradicionales, o al cargar de politicidad a contextos epocales que eran apreciados desde enfoques exclusivamente economicistas, nihilistas o posmodernos.

Sin embargo, el hecho de apelar a la producción de antagonismos como criterio político demarcatorio ha generado una serie de efectos relativamente negativos en cuanto a una política nacional de largo alcance. En este sentido, podemos destacar, al menos, cuatro nudos conflictivos: a) ha debilitado la posibilidad de generar pensamientos estratégicos y propuestas de mediano alcance, quedando pendiente de conflictos coyunturales y locales; b) lejos de potenciar la política, ha generado un cierto anquilosamiento y desmovilización en la que el componente crítico y las apreciaciones diferentes han sido percibidos como elementos potencialmente cismáticos que deben ser controlados, combatidos y expulsados; c) produjo un desgaste de los vínculos comunitarios, hecho que se expresa en la opinión pública que ve como un hecho negativo la antagonización permanente de diferentes esferas de la vida social; d) ha desertificado progresivamente la cultura política argentina, erosionando saberes compartidos, produciendo símbolos de escasa permanencia en el imaginario colectivo y deslegitimando la alteridad y la diferencia propias de toda cultura política consolidada.

 

Hacia una nueva lógica política

El peronismo siempre re-comienza. Cada corte epocal representa un reinicio del peronismo, un retorno hacia su principio, un diálogo creativo con su pasado, desde los juegos de fuerzas, entramados ideológicos y condiciones particulares que constituyen su propia actualidad.

En sus primeros años de gobierno, Juan Perón entendía que debía resolver tres problemas estructurales legados por la Década Infame: el político, el económico y el social. La herencia oligárquica había dejado esas dificultades estructurales y había que darle respuestas dentro del nuevo núcleo programático propuesto por el peronismo en el poder. Ahora bien, juntos con esos tres ejes aparecía uno más, tan importante y decisivo que presidió gran parte de las inquietudes de Perón: la unión nacional. Había sido tal el desmanejo oligárquico, tal la disociación de la vida ciudadana, que la vida colectiva se hallaba atrapada en una profunda escisión de lo social. El personal político que había ejercido sus funciones durante la Década Infame había disociado todas las fuerzas del Estado y el campo de actividades nacionales, como forma de mantener su hegemonía sobre los sectores comunitarios desarticulados. Tal situación se agravaba más, debido al contexto global de posguerra cada vez más tensional y asediado por la lucha de clases. Ante tal panorama, el nuevo gobierno se imponía la tarea de reconstituir los lazos comunitarios desde una perspectiva superadora. Jorge Bolívar (2008: 115) lo relata de la manera siguiente: la unión nacional, “a diferencia de la comunidad organizada, es una de las ideas más simples y poco originales del pensamiento de Perón. Pero para una práctica política popular, es decir, basada en la voluntad del pueblo y expresada en elecciones, tiene la naturaleza del oxígeno. Su ausencia vuelve irrespirable cualquier convivencia social organizada que no se pretenda represiva. Los países más avanzados, después de muchas batallas y no pocas guerras civiles, exhiben con orgullo indisimulable una base de unidad nacional que le facilita su gobernabilidad aun en períodos complejos”. En ese contexto, la tarea que había que llevar adelante no era sencilla, ya que se trataba de articular diversas fuerzas sociales y engranajes institucionales que actuaban en planos múltiples y opuestos de la vida ciudadana. La formulación de una doctrina, es decir de un conjunto de saberes práctico-políticos, sirvió tanto para organizar la propia fuerza, como también para proponer un ideal de argentinidad superador del viejo modelo excluyente elaborado por la clase dirigente argentina del Siglo XIX. Con los saberes emanados de la doctrina se generaba la cohesión propia, lo que se denominaba en cierto sentido unidad de concepción-unidad de acción, pero a la vez se construía un plexo de sentido destinado a la renovación de la nacionalidad.

En la coyuntura actual, superar la retórica populista implica volver a cargar de sentido a la política. Re-poblar el discurso político de nuevas ideas, acciones políticas y contenidos simbólicos. Cuando el enemigo se desvanece –aunque nunca plenamente– se abre el horizonte de lo político como un campo que debe ser ocupado por nuevos ejes comunitarios, valores que representen una nueva época y que de ellos se sientan parte diversos sectores de la vida social. Esto no tiene que ver con un mero idealismo o un juego de palabras, sino que, contrariamente, se refiere a la aplicación de una racionalidad plena que sea capaz de preparar una nueva política nacional.

Una de las cuestiones que surgen como interrogantes es si realmente es posible construir un discurso re-fundacional en este contexto de desánimo social y descreencia respecto de las identidades políticas. Si lo que se impone es abordar una retórica de (re)generación de una nueva etapa en la vida pública argentina, o si lo que se debe hacer es construir una axiomática de la transición que se desarrolle desde un léxico más limitado, de menor caudal simbólico y mínima carga teleológica.

En segundo lugar, se torna necesario construir una mirada del Estado, entendiendo que debe ser pensado integralmente desde este nuevo marco epocal. El Estado, tal como lo había considerado Perón, era un Estado-máquina, situado dentro de la Nación para servir los intereses comunitarios. Como tal, tenía una característica principal que era la de la organización. En el marco del dominio planetario de la técnica, solamente un ente estatal profundamente articulado y funcional podía responder positivamente a las exigencias de la vida social. Tal organización se expresaba en la interrelación Gobierno-Estado-Pueblo. El gobierno era considerado como un área de concepción y planificación de la política pública, y por ello tenía un carácter centralizado; el Estado era el organismo de ejecución de esas políticas y, por lo tanto, era descentralizado; y finalmente los sectores la sociedad civil, que eran los elementos activos, debían estar organizados plenamente.

En este sentido, consideramos de mucho valor la afirmación de Alberto Fernández en el sentido de que será un presidente que va a gobernar con los gobernadores: “vamos a tener un gobierno de 24 gobernadores y un presidente”. En un momento de tan profunda desarticulación social, volver a pensar orgánicamente representa un gesto de prudencia política indispensable. A su vez, implica reconocer el ejercicio de gobierno justicialista en las diferentes provincias y su valor estratégico en la construcción de un horizonte de recuperación nacional. En un punto, la afirmación dirige indirectamente al pensamiento de Perón, en torno a la necesidad de ir superando en el plano político-institucional la figura del caudillo, a favor de criterios orgánicos y funcionales de gobierno.

Debemos señalar –no obstante el carácter burocrático-organizativo de la esfera estatal– que en el pensamiento peronista el parámetro final de referencia es el ser humano. Como forma de superar cualquier burocratización excesiva o un administrativismo vacío, el peronismo entiende la finalidad del Estado supeditada al proyecto humano, a la realidad individual y colectiva que subyace en cada decisión y acción gubernativa. Más allá de todos los engranajes administrativos que se muevan, lo que define la razón de ser de cualquier acción está en su destinatario: “La organización es sin duda el imperativo más importante de estos tiempos. No hay nada sin organización. Nosotros, que hemos vivido impresionados por ciertas ideas anárquicas, hemos prescindido en muchos casos de la organización. El Estado, o sea la Nación jurídicamente organizada, debe responder a los fines de la ley de continuidad histórica y a la concepción de Pascal que ‘La humanidad es como un solo hombre, que siempre va aprendiendo’” (Perón, 2014: 61).

En segundo lugar, consideramos de vital importancia analizar la noción de ciudadanía que se quiere impulsar. Si se pone el foco de análisis en los proyectos político-sociales latinoamericanos de principios del siglo XXI, un denominador común es que pivotearon sobre un concepto de ciudadanía que hacía hincapié exclusivamente en las pautas de consumo. Obviamente, en sociedades tan asimétricas como las latinoamericanas, esto no sólo era importante, sino necesario e indispensable. No obstante, tal pauta tomada por sí sola parecería insuficiente y de hecho contraproducente para los procesos colectivos. En este sentido, parece indispensable llevar adelante una tarea tendiente a regenerar una cultura política que pueda completar los procesos de ciudadanización de un conjunto de valores comunitarios, ético-políticos, en los que consumo, trabajo y dignidad constituyan una interrelación virtuosa. En este sentido, uno de los aspectos a repensar es la asunción que se hace desde algunos sectores del peronismo de un enfoque democrático vinculado a la experiencia del alfonsinismo. El ideario liberal-democrático que se torna preeminente después de la dictadura a comienzos de los años ochenta, si bien coincide con la valoración de la autonomía individual, ha mostrado cierta disfuncionalidad e indiferencia frente al destino de los sectores colectivamente organizados. El peronismo tiene una estructura y una base popular que necesariamente lo emparentan con una democracia social, tal como el mismo Perón señala en diversos escritos y discursos. Como se sabe, desde el punto de vista axiológico, la propuesta fundacional del movimiento es la representación del pueblo y eso lleva necesariamente a pensar una democracia ampliada. En caso de que el peronismo eligiese mantenerse dentro del plexo democrático de los años ochenta, sería indispensable que ello estuviese acompañado con la idea del peronismo como espacio político de la igualdad y la justicia social, tal como propugnaba Antonio Cafiero. El imaginario liberal-democrático no es el único modo de concebir el fenómeno democrático, y hacia el porvenir se abren nuevas formas de promoción de derechos a sectores cada vez más vastos.

Finalmente, se hace necesario reconstruir el corpus de ideas del peronismo: realizar una tarea de relectura del conjunto de la axiomática peronista en proyección a las condiciones de nuestro tiempo. Perón, como es conocido, reunía las características de ser estadista-conductor y, al mismo tiempo, de ser el productor de la estructura de saberes y valores propios de la fuerza política. Habiendo pasado a la inmortalidad hace más de cuatro décadas, se impone una nueva hermenéutica que permita ajustar el plexo doctrinario a las condiciones propias de esta época, componiendo una mirada en que las ideas centrales del movimiento peronista se abran a una nueva época que incorpore una serie de numerosos desafíos. Tarea interpretativa que no es otra que la de renovar valores, articular prácticas y forjar saberes que se correspondan con las exigencias comunitarias del nuevo tiempo social.[1]

La doctrina entiende que se tiene que reajustar a cada período histórico, es decir, comprende que, si bien los principios son inconmovibles, los medios son condicionados de acuerdo a cada etapa histórica. ¿Por qué? Porque cada etapa histórica presenta diferentes juegos de fuerzas. Cada período presenta un alma distinta de la época, representa fuerzas en lucha que van cambiando sus posiciones, fuerzas contingentes. Entonces, de lo que se trata cuando uno piensa desde el ámbito de la doctrina, es de poder ajustar esos medios a cada escenario de fuerzas determinado. ¿Qué quiere decir esto? No renegar nunca de los principios, ya que ellos constituyen nuestra forma de pensar la identidad nacional. En ese sentido, lo segundo que nos provee la doctrina es, a partir de esa base valorativa, poder ajustar nuestro accionar como movimiento en cada escenario, ajustar nuestra praxis a cada época histórica. Entonces la doctrina es algo por un lado fijo, pero, por otro lado, necesariamente, en cada cuerpo histórico, tiene que ser repensado, tiene que ser reactualizado de acuerdo a las fuerzas contingentes de cada época.

De consolidarse los resultados electorales que se dieron el 11 de agosto, se plantea un escenario en el que el peronismo tendría una preponderancia sustancial, en la primera magistratura, en los ejecutivos provinciales, en los gobiernos municipales y en las realidades consolidadas en el poder legislativo. Nuestra época impone reconstruir un nuevo pensamiento estratégico que deje de lado los designios coyunturales, en pos de una visión de futuro justa, libre y soberana.

 

Bibliografía

Bolívar J (2008): Estrategia y juegos de dominación. Volumen II. Buenos Aires, Catálogos.

Laclau E (2005): La Razón Populista. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Perón JD (2014): Doctrina Peronista. Buenos Aires, Fabro.

 

Roy Williams es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y licenciado en Ciencia Política (UNR), profesor de Problemática del Conocimiento en las Ciencias Sociales y coordinador responsable de la Cátedra Libre “Juan Domingo Perón”, ambas en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario, y director académico de la Cátedra Pensamiento Latinoamericano e Integración Regional “Manuel Ugarte” de la misma universidad.

[1] De la misma manera que quien escribe estas líneas cree estar emprendiendo este camino, también es consciente de que esta labor ha venido siendo desarrollada estos últimos años por pensadores como Jorge Bolívar, Armando Poratti, Francisco Pestanha, Graciela Maturo, Miguel Ángel Barrios, Enrique Del Percio o Ana Zagari, por nombrar, al azar y arbitrariamente, la tarea que se está construyendo y reproduciendo en distintas partes del país.

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