Debates necesarios en nuestra Argentina

“¿Cómo era posible que un hombre que sabía pensar de un modo tan refinado y audaz y que exponía y demostraba sucintamente las ideas más complejas y sutiles se convirtiera en un absoluto pelmazo durante sus conversaciones nocturnas?” (Vasili Grossman, Vida y destino).

 

La táctica comunicacional del gobierno de Alberto Fernández partió de la idea de atenuar el hiato profundo entre el nuevo oficialismo y la nueva oposición, concurriendo a todos los medios y adoptando una pose de paciencia absoluta frente a los desaguisados que se escuchaban y se mutiplicaban en los grandes medios. Esa táctica tuvo relativo éxito mientras la oposición mantuvo la esperanza en una ruptura cercana de la coalición triunfante en las elecciones de 2019. Cristina era mala y Alberto pronto la tiraría por la borda. Como nada de eso ocurrió, los medios hegemónicos comenzaron a mostrarle al presidente que también podían maltratarlo y que debía corregir rápidamente su “cristinización”.

Pero tanto en el maltrato como en la actitud benevolente hubo una constante: debe infantilizarse al electorado; los debates de importancia han de adquirir la forma de blanco o negro, buenos y malos; no hay grises, no hay dudas, no hay temas a resolver; cualquier cambio de postura es una traición; no es reprobable deformar los dichos de nuestra gente; si Cristina se calla, está mal, y si habla, peor.

En castellano, los medios hegemónicos han renunciado a un debate racional, en el que se suspenda el juicio hasta el final, para privilegiar un terrorismo mediático que –digámoslo– tampoco es creación ni originalidad nacional. La influencia cultural de Estados Unidos es creciente entre nosotros en sus peores facetas y no en sus mejores, que las hay, por cierto, y muchas. La prensa que antes se llamaba amarilla ahora presenta una uniformidad alarmante. Pero la constante, repitámoslo, es la infantilización del lector.

En Estados Unidos hay una elite política y cultural, espantada hoy por los manejos de Trump, pero que siempre apostó a las dos velocidades: por un lado, esa minoría muy ilustrada; por el otro lado, el hombre y la mujer de a pie que no saben de la existencia del mundo, que creen a pies juntillas en realidades estrafalarias, como el terraplanismo o el rechazo a las vacunas. “El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”, afirma nuestra Constitución, plagiada de la de Estados Unidos. Por un lado, el pueblo; por el otro, sus representantes. Por eso, abjuraron de los radicales a principios del siglo pasado o del peronismo después, movimientos destinados a pensar que la plebe puede convertirse en representante. Si estuviéramos en la baja edad media, afirmarían que el Popolo Minuto no debe aspirar nunca a convertirse en Popolo Grasso, so pena de caer en la anarquía. Por eso también las formas tuteladas de la democracia: que voten sólo los de ciertos ingresos, que voten sólo los hombres, que la elección sea indirecta, que el Poder Judicial sea un poder contra las mayorías, y así mil otros mecanismos para dificultar una democracia plena.

La expresión mediática de esa división es una prensa canalla por un lado y discusiones de cenáculo por el otro. Dos andariveles bien marcados. De ahí que cuando nosotros les respondemos en el primer nivel, el de los bárbaros, estamos cometiendo un error: aceptamos idiotizar a nuestro pueblo, jugamos en el terreno de ellos. El griterío y el escándalo en algunos de nuestros medios no corrige la situación: quedamos en el mismo plano. Porque para las necesarias transformaciones que requiere nuestra Patria es imprescindible una lucha contrahegemónica profunda.

Que recuerde, nuestro gobierno ha planteado al menos seis discusiones vitales: la necesidad de un contrato fundante entre todos; la restricción externa; la distribución de la riqueza; el papel del Estado; la administración de la justicia; y el sistema de salud. Quizá haya otros temas, pero en este momento se me escapan de la memoria. Pues bien, ¿qué hemos hecho para instalarlos? No me refiero a Alberto o Cristina. No. Me refiero a nosotros. Nos parece más útil hablar de las disquisiciones de Carrió o de la reposera de Macri. ¡Por favor! Eso los fortalece y nos debilita. No debemos hacerle el juego al terrorismo mediático. Mostrar que la situación es compleja es tarea de todos y todas, incluso quizá las y los gobernantes deban ser los más esquemáticos y nosotros quienes incorporamos matices.

¿Hemos denunciado con fuerza la política electoralera de Juntos por el Cambio a la hora de discutir la pandemia, más preocupados con conservar su núcleo duro que por la salud de los argentinos? Que no se venga a decir que los medios no son nuestros. Si lo fueran, estaríamos en un momento diferente de nuestra historia. ¿Cómo avanzamos con el desarrollo de una cultura nacional y popular sin los medios? ¿Cómo armamos las redes sociales? ¿Cómo llegamos a niveles organizativos que permitan discusiones entre nosotros? Una política popular no se basa en el poder financiero o mediático. Debemos esforzarnos para que la opinión pública sea diferente de la opinión publicada. Si ellos gritan para aturdir, nosotros debemos explicar y explicar. Un aumento en el conocimiento de lo que queremos es el único antídoto para tanto alboroto.

Esta política de infantilización es reforzada por el sentido común, esto es, por la ideología dominante. Personas muy inteligentes son trogloditas a la hora de reflexionar sobre el futuro nacional. Seres muy bondadosos son a la vez racistas, xenófobos y prejuiciosos. Que no nos extrañe. Esa ideología, esa concepción, ese sentido común, permite que se visualicen algunos temas y otros no, que algunos clichés sean verdad consagrada: alguien con consumos importantes es inconsecuente si está a favor de los desprotegidos, por ejemplo. En esa concepción desaparece la política, la orientación que se le imprime al país, para detenerse en fulanito o menganito. Que desindustrialicemos, que tengamos una inflación galopante, que nos endeudemos hasta las verijas, es menos importante que la cartera usada por Cristina.

No es cierta necesariamente aquella concepción marxista que sostenía que, finalmente, los intereses de clase accederían a la conciencia. Primero, debe estar mediada por la política y por la lucha cultural; y, segundo, aun así, nunca ello será verdad en un cien por ciento. De modo tal que la modificación del sentido común es una actividad permanente que trasciende las elecciones, las movilizaciones, la lucha callejera: es una tarea que se realiza gota a gota.

La dilución de la política en anécdotas triviales o penosas es una constante. Los políticos son sospechosos; los medios no, por supuesto. Denunciamos la intromisión del Estado a la hora de controlar los precios de los alimentos, pero no cuando pedimos préstamos al Banco Nación a intereses irrisorios. Queremos nuevas rutas, pero no pagamos impuestos. Nos olvidamos de que dos tercios del gasto estatal va a la previsión social. Algo tan sencillo como entender que la libertad solo es posible en una comunidad que la garantiza, que los derechos van junto con las obligaciones, no forma parte de ese sentido común dominante. Es ahí donde debemos avanzar. ¿Qué nos importa si Carrió usa ruleros? El problema es que ella no admite la legitimidad de sus adversarios, que sus invocaciones a la república constituyen un atajo para negar el sistema democrático.

Por ello, para que haya debate verdadero, debemos dejar de responder golpe por golpe, para centrarnos en aquellos seis temas que planteó el gobierno, o en los que consideremos centrales, desarrollarlos y analizar sus contradicciones: pelearnos por el ritmo, por los modos, por la manera de llegar a ellos. No debemos preocuparnos si del otro lado hay gente inteligente que discute idioteces. Simplemente, no les demos pasto y no propongamos nuestras soluciones, sino nuestros problemas, nuestras inquietudes, incluso nuestras dudas.

Por supuesto, uno de los desafíos más difíciles es preguntarnos acerca del cómo. No se trata de redactar papers o disquisiciones imposibles de seguir para el lego. Está la imagen, están los videos, están las consignas, pero sobre todo ha de primar la relación interpersonal, esto es, recuperar la militancia, ni más ni menos. En algunos distritos del conurbano existen las unidades básicas, existe el partido, se sigue priorizando la discusión con las compañeras y los compañeros. Ese es el mejor antídoto contra los medios hegemónicos.

Durante los 18 años de proscripción, las y los peronistas nos criamos traduciendo a nuestras realidades lo que decían esos medios. Después de tantos años, a pesar de todo, ganamos. Pues bien, no hay misterios. Lo que hay es autoaislamiento y desconfianza en nuestra fuerza, en nuestra capacidad de conversar y de convencer.

Creo que esos debates necesarios que ha planteado nuestro gobierno no tendrán éxito, ni siquiera podrán ser objeto de discusión, a menos que estemos dispuestos y dispuestas a trabajar en nuestro andarivel, ese que privilegia a nuestra gente, que pone todo su esfuerzo en que nuestro pueblo participe –participe– de estas discusiones, y no de las imbecilidades que nos proponen.

 

Ernesto F. Villanueva es sociólogo y rector de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.

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