De frente electoral a coalición de gobierno

¿Se puede hablar de política –y de Alberto Fernández– eludiendo al COVID-19 y la reestructuración de la deuda con el FMI? Lo intentaremos. Por supuesto que son temas transversales e inevitables, pero más allá de las urgencias que lógicamente se imponen, otros desafíos esperan al presidente. El primer paso ya fue dado hace un año: la consolidación de un frente electoral potente. El siguiente paso es la configuración de una coalición de gobierno poderosa.

El gobierno de Alberto Fernández ha llegado a una nueva etapa. O debería hacerlo. Y decimos de Alberto Fernández y no del Frente de Todos, porque nos centramos en el liderazgo del presidente. Está clara su voluntad en pos del consenso y se vislumbra en las reiteradas declaraciones acerca del trabajo conjunto que desarrolla con los más diversos funcionarios, sin discriminar facciones políticas. En este sentido, repite incansablemente que este es un gobierno de “un presidente y 24 gobernadores”. La foto que define esto último es conocida por todos: en conferencia de prensa, el abanderado Fernández y sus escoltas, Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta.

No nos detendremos en la eficacia de esa estrategia, que no es solo una pose o una manera de encarar la comunicación política, sino que tiene su correlato en la manera de ejercerla. El tiempo dirá si la publicidad gratuita al jefe de gobierno porteño no le obsequia a la oposición un líder claro, luego de la orfandad provocada por la estrepitosa derrota de Mauricio Macri. Y más aún, si esto no resultará de igual modo que la elección de Cristina Kirchner a Macri como enemigo político, con el resultado que todos conocemos. O bien, si la estrategia de instalar a Rodríguez Larreta rápidamente como rival, a tanto tiempo para la disputa que tarde o temprano llegará, le brinda el tiempo necesario para ir esmerilando su figura que, al menos mediáticamente, hasta ahora parece intocable tanto para oficialistas como para opositores.

Aunque no parezca, nos vamos acercando a lo que queremos decir, que tiene que ver con esta nueva etapa que se vislumbra. Pero antes hay que ponernos en contexto. La dialéctica hegeliana habla de tesis, antítesis y síntesis: una fórmula que se puede comprobar si nos paramos sobre cualquier línea del tiempo, tomando un lapso de tiempo mayor o menor según la idea que nos interese comprobar. En este sentido, la exacerbada valoración del consenso por parte de Alberto Fernández puede suponer una antítesis de la tesis que infiere la hipersensibilidad sectaria que supuso la tan mentada grieta, alimentada por todos, en el último decenio.

El apotegma peronista, “todo en su medida y armoniosamente”, tiene que ver con esta dialéctica que busca siempre la síntesis como mejor verdad posible, situada sobre –y no entre– las tesis y las antítesis más extremas. También sobrevuela la metáfora del avión que, según Perón, él conducía y cuyo arte era el de mantener el equilibrio entre las alas. Quiero decir que el nuevo desafío del presidente tiene que ver con sostener lo conseguido –un consenso elevado y niveles de conciliación sorprendentes teniendo en cuenta el pasado reciente–, pero sumando, a su vez, un respaldo propio que permita enfrentar los momentos en que ese tejido –que tan bien supo enhebrar– pudiera agrietarse.

Esto requiere la construcción de un relato que genere –por sobre la amplia aprobación media que tiene el presidente, que incluye a quienes alientan, quienes acompañan y quienes simplemente dejan hacer– una identificación más profunda en aquellos que estarían dispuestos a poner el cuerpo cuando el fuego se acerque. Es decir, reorganizar la propia tropa en base a una épica, interpretando adecuadamente cuáles son los puntos en común de esa base más férrea, para definir la síntesis convertida en relato, en proyecto y en modelo.

Cabe aclarar que aquí el orden de los factores sí altera el producto. Si conducir es interpretar, primero deberá entender claramente cuáles son los respaldos que tiene, más allá de la aceptación superficial que engorda la sorprendente imagen positiva que demostraron las últimas encuestas –vale recordar, al paso, los candidatos con mejor imagen positiva en las sucesivas elecciones presidenciales de nuestro país: personajes que no generan pasiones, ni por odio ni por amor, y terminaron con números de los más escuetos, como Roberto Lavagna, Ricardo Alfonsín o Margarita Stolbizer; pero este es otro tema, que dará pie a alguna otra nota.

Lo que nos interesa es que la imagen positiva global es una base importante, pero sin paredes que blinden lo dejan a uno a merced de los vientos. Lo virtuoso sería, siguiendo con la metáfora, que dichas paredes no deriven en un techo –cuánto se ha hablado del famoso techo de Cristina, el mismo que le permitió ganar las elecciones, pero le impidió encabezar la fórmula presidencial.

Pensemos juntos: ¿cuál es, hoy, la tropa de Alberto? ¿El peronismo (¿cuál?), el progresismo, el kirchnerismo, el massismo, el camporismo? Si ninguna respuesta nos resulta definitiva, avancemos. Otra vez, tenemos que hablar de síntesis, camino que el denominado campo nacional y popular está recorriendo hace tiempo y cuya primera parada fue la construcción electoral poderosa del Frente de Todos. Pero hay una diferencia fundamental entre coalición electoral y coalición de gobierno. Ese paso es el que Alberto Fernández debería dar. Si se sobreentiende que el presidente lo tiene claro y está tomando carrera y observando el suelo para que el paso no sea en falso, aquí finaliza la nota. Si no vislumbramos en su gestualidad esta búsqueda, seguimos.

De tomar la decisión de armarse de una tropa propia y poderosa, no sólo se hará de una herramienta fundamental para sortear las vicisitudes que toda gestión que se autodefine reformista enfrenta, sino que también, de ser virtuoso dicho proceso, estaríamos hablando de la gestación de “algo nuevo”. La ecuación es obvia: la creación de algo nuevo demuestra que antes, allí, nada existía. Pero lo nuevo jamás nace de la nada, sino que se forma con pedazos de algo preexistente, con un “algo” agregado, que es lo que lo hace nuevo. Jorge Luis Borges habla del “hronir”. Un hronir es un objeto que el recuerdo aggiorna. Cuántas veces, al contar una historia, no sabemos qué partes fueron reales y cuáles inventadas, y producto de haberlas contado tantas veces, terminan infladas y definitivas, con mezclas de datos concretos y recuerdos que la pintan, que le dan contexto y que son contingentes, pues se pueden agregar al relato o no, pero cuya inclusión o exclusión modifican el sentido de la historia y la enriquecen.

El desafío para Alberto Fernández es convertir en recuerdos a todos los ismos que integran su gobierno, para generar un hronir mucho más actual y poderoso. Que el presidente haya dicho en reiteradas ocasiones que no quiere hacer “albertismo” es toda una definición política. Pero no quita que alrededor de esa idea contraria al personalismo no se puedan generar pasiones, entendidas como sentimiento profundo, como la necesidad de la tropa por proteger de acechanzas lo que considera propio.

Néstor Kirchner, por ejemplo, supo sumarle a la histórica y poderosa base peronista la adherencia progresista de la clase media, a base de una agenda común que tejió una alianza entre sectores aparentemente irreconciliables. De esta manera construyó algo nuevo: el arrasador kirchnerismo que luego se fue desdibujando.

Según el politólogo jesuita Rodrigo Zarazaga, dentro de la grieta histórica –peronismo-antiperonismo– surgió otra grieta intestina del peronismo que encontró un representante en el massismo. Vale decir que, si el kirchnerismo conjugaba al progresismo académico de las capas medias urbanas, interpelado por las políticas de derechos humanos, mezclado con sectores humildes que percibían con urgencia la Asignación Universal por Hijo, el massismo interpeló a un sector trabajador de clase media que quedaba en el medio y que, por imponer un ejemplo, no quería pagar ganancias. Este trazado –por supuesto, a grandes rasgos– explica, en parte, la histórica derrota peronista del año 2015.

En síntesis –para ser consecuentes– y si nos ponemos lúdicos, podemos decir que la llave para destrabar el nudo giordano se encuentra en el propio nombre de la coalición que el presidente lidera. El desafío de Alberto Fernández es convertir ese frente electoral que logró unir las partes del jarrón chino –que se había roto– en una poderosa coalición de gobierno que logre difuminar un poco los bordes de cada una de las partes, para convertirlas en un todo –para seguir con la metáfora: según el budismo, el jarrón chino es “la totalidad”.

En fin, son conocidas las habilidades del flamante presidente como armador de partes que parecen pertenecer a modelos para armar diferentes. Con el modelo en la mano, el siguiente paso es ponerlo a trabajar. El arte de la conducción se verá en la mano de orfebre que requiere la empresa, teniendo en cuenta que, cuanto más valioso el jarrón, más tiembla el pulso de quien lo sostiene.

En el cierre de campaña del Frente de Todos en Mar del Plata, Alberto Fernández decía: “Con los avatares de la política que a uno le toca transitar, un día me llamó Cristina y me dijo: ‘Alberto, es tu turno’. Y uno, que es militante, se sacó el saco del que operaba por la unidad y se puso el saco del que tenía que conducir este tiempo”.

Este es el tiempo que le tocó al presidente. Y más allá de la pandemia, la reestructuración de la deuda y una crisis económica profunda, hay un desafío de fondo que debe enfrentar sin dilaciones. En paralelo a las urgencias, cuya resolución será decisiva para el futuro de nuestro país, se impone para el gobierno la necesidad de forjar un relato que le brinde textura y respaldo, basado en una agenda común que logre amalgamar intereses tan disímiles como las facciones que integran la coalición. Ese relato deberá apuntar, más allá de las medidas coyunturales, a definir claramente cuál es el programa, el proyecto y el modelo de país que se nos propone.

Share this content:

Deja una respuesta