Cuanto más inútil es un organismo, más crece

Un horrible terremoto arrasó la ciudad de México. La solidaridad espontánea de los mexicanos fue, por lejos, mucho más eficiente que las acciones del Estado. Al mismo tiempo, huracanes y tornados destruían países caribeños cuyos habitantes encontraron en la sociedad civil mayor albergue y contención que en gobiernos desorientados. Simultáneamente, y como si nada sucediera, los Estados Unidos se aprestan, casi con alegría, a llevar a cabo una guerra con Corea del Norte –es decir, con China– y les parece bien imaginarla devastadora, infernal, última. “Lluvias de fuego” prometió Donald Trump.

Hay gran impaciencia por empezar de una vez a matarnos unos a otros de nuevo, de una manera más organizada.

Como si fuera un castigo divino, en los mismos días el neonazismo alemán conmovió a toda Europa con un triunfo que limitará en mucho y en todo al moderado gobierno de Merkel. ¿Quienes veneran a Hitler pueden ganar elecciones? Pues lo están haciendo. El episodio renueva la idea de que las guerras mundiales están siempre a mano.

En este trance, Trump destelló en candidez cuando le preguntaron si someterá su módica guerrita mundial a la opinión de las Naciones Unidas. Dijo: “¿para qué sirven las Naciones Unidas?”. Luego comenzó la pandemia, las largas cuarentenas y las acciones de los organismos internacionales.

El silencio fue largo. Larguísimo. Sigue siéndolo. Es incorrecto pretender la respuesta.

El interrogante no es malo. No se trata de la ONU, donde sin duda hay gente con buenas intenciones. Se trata de los muchos organismos mundiales y regionales que generaron burocracias magníficas y gastan fortunas en funcionarios caros, viajes, hospedajes y conferencias universales de las que nadie se entera. ¿Cuánto gastan todos estos organismos por año? Nadie lo sabe. Nadie lo dirá tampoco: probablemente no esté permitida esa indiscreción. Sólo sabemos que, pagando impuestos, los pueblos del mundo financian Estados nacionales y organismos supranacionales que, a la hora del tornado, de la pandemia o de la guerra, no hacen más que declaraciones –a veces bien escritas– y se compadecen. Eso es todo.

Acaso la realidad sea otra, semejante a la que el británico Parkinson enunció en su “Ley de la Trivialidad”, observando la administración de su país: cuanto más inútil se torna un organismo, más crece. El dinero destinado a un tema es inversamente proporcional a su importancia.

Tornados, terremotos, cambio climático, pandemia, epidemias, guerras prometidas, guerras en curso, más migrantes que nunca, nazis al poder. ¿Para qué sirven los organismos internacionales cuando todo está en riesgo? ¿Los Estados sirven para mucho más?

Los pueblos gastan enormes cantidades de dinero en financiar estructuras. Estructuras, no soluciones. Jorge L. Borges se decía “prudentemente anarquista” y postulaba gobiernos solamente municipales. La idea tiene viejos arraigos, incluso en una inspirada teoría política que propone limitar las burocracias al ámbito reducido de las comunas y municipios.

No sabemos, en verdad, si semejante propuesta podrá funcionar, ¿pero la administración actual del mundo de veras funciona?

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