Cómo perder sin dejar de ser geniales

“Es más absurdo prolongar un error que cometerlo” (Louis Barthou).

 

Algunas premisas atendibles

  1. el peronismo es siempre parte del problema de nuestra democracia, pero también es siempre parte de la solución para nuestra democracia;
  2. para que el próximo gobierno nos saque de esta locura no es indispensable que el peronismo gane, pero sí lo es que levante la cabeza de las peleítas internas y mire hacia el futuro;
  3. si los peronistas usamos más la cabeza que otras vísceras es probable que logremos ser gobierno, y además que lo hagamos razonablemente bien;
  4. para ganar suele dar mejores resultados convencer a los demás que putearlos;
  5. y, más en general, suele ser más efectivo persuadir –y dejarse convencer– que tener razón;
  6. los lameculos y los exaltados siempre hacen más daño del que a primera vista se puede apreciar;
  7. la experiencia demuestra que es mejor ganar las elecciones y después dar la batalla cultural, y no al revés;
  8. lo de “batalla” cultural no debe entenderse en sentido literal, salvo algunas excepciones justificadas;
  9. la unidad no es condición necesaria ni suficiente para ganar, pero cómo ayyyuda;
  10. para que haya unidad no hace falta que vayamos todos juntos en dulce montón, sino que ningún dirigente vaya por fuera, y en lo posible que nadie juegue a perder;
  11. para que eso ocurra no son estrictamente recomendables los insultos y anatemas contra dirigentes en reuniones filmadas o foros sociales virtuales;
  12. además, se requiere que quienes puedan ganar demuestren a los demás que no los van a matar cuando lleguen al poder y, si no es mucho pedir, que los van a sumar de alguna manera en su construcción política;
  13. la otra condición para la unidad es que aceptemos –de entrada y hasta el final– que tal vez debamos apoyar algún “plan B” o, dicho más claramente: que no puteemos tan livianamente a tal o cual candidato o candidata, porque si después nos toca salir a bancar vamos a tener que hacer contorsionismo para meternos la lengua en el culo –pido disculpas por mi francés precario–, a menos que seamos tan geniales que prefiramos perder antes que bajarnos un rato del caballo para empujar el carro desde atrás;
  14. si solamente aceptamos la unidad si la encabezamos nosotros, en realidad es que no queremos la unidad, y eso se nota desde bien lejos;
  15. si decimos que solamente queremos la unidad con quienes son “verdaderos peronistas” y a la vez definimos como “verdaderos peronistas” a quienes nos aceptan como única conducción posible, también se nota;
  16. las luchas “internas” son momentos de una larga lucha de los pueblos por su emancipación, y por lo tanto tienen que tener la razonabilidad propia de quienes saben que los adversarios de hoy pueden ser los aliados de mañana, y viceversa;
  17. si queremos evitar traiciones es mejor acordar ideales, planes y acciones concretas a favor del pueblo y de la nación, antes que imaginar fórmulas ganadoras –que también sirven, pero para ganar, no para evitar traiciones–;
  18. pero si nada de eso alcanza para disuadir a las y los dirigentes de fantasear con jugarse la suerte de todos a su propia suerte, debemos recordarnos y recordarles que su vida como tales –y diría su vida en general, pero no queda bien el tono amenazante a mi edad– depende de decisiones del resto de los compas;
  19. la unidad no es algo que dependa únicamente de las cúpulas, sino también de una “cultura política” de la militancia;
  20. y –en el caso específico de mi profesión– hace falta que nuestros politólogos hagan ciencia política, es decir, que no se priven de mostrar su erudición o de emitir juicios morales, pero que además usen su cerebro y su capacidad profesional para decirnos qué debemos hacer para ganar, y en lo posible para tener buenos gobiernos.

 

Intereses, valores y expectativas

Terminado semejante listado, y si usted sigue aún ahí, voy a distraer otros cinco minutos de su amable atención para hacer algo que odio: ciencia política.[1] Asumiendo mi condición ecléctica típicamente peronista, puedo decir que –más allá de que algunos tienen más recursos o capacidades que otros– todos los actores políticos definen sus estrategias y orientan sus acciones sobre la base de alguna combinación entre tres cuestiones: sus intereses, sus valores y sus expectativas. Para hacer sopa hacen falta los tres ingredientes. Si no, no es sopa. Obviamente, en los hechos no siempre coinciden, con lo cual las contradicciones son más la regla que la excepción. Además, algunos suelen usar más un ingrediente que los demás, y otros con demasiada frecuencia se engañan disfrazando un ingrediente con otro. Pero un buen modelo explicativo sería asumir que todos –sí, todos– hacemos política en base a esas tres dimensiones. Es decir: no solemos hacer lo que no nos conviene, ni buscar lo que nos parece mal, ni pretender lo que suponemos que es imposible. Lo contrario sería ser ilusos, oportunistas o fanáticos. Que los hay, se sabe, pero no llegan lejos: solamente hacen daño. A veces también nos mentimos: nos convencemos de que está mal lo que no nos conviene, o para poder justificar decisiones dudosas decimos que es imposible algo que en realidad no lo es, etcétera.

Para complicar un poco las cosas, habría que sumar una “cuestión” más: nuestro pasado. El mundo en que vivimos no tiene tres dimensiones, sino cuatro: faltaba el tiempo, nos diría Einstein. Eso quiere decir que lo que hicimos en el pasado condiciona nuestras acciones y estrategias, al punto tal que a veces nuestro comportamiento está más orientado a justificar nuestras decisiones del pasado que a ponderar las tres dimensiones que describí ahí arriba. Pero igualmente el pasado nos condiciona en otro sentido: a pesar de las pretensiones adolescentes de algunos, en política nunca jugamos solos. También tienen intereses, valores y expectativas los demás actores políticos –amigos, ex amigos, “contactos”, futuros ex amigos, competidores o enemigos–, y tienen sus propias visiones –que obviamente dependen del mismo modo de sus intereses, valores y expectativas– sobre nuestro pasado. Con lo cual no solamente tenemos en cuenta esas tres dimensiones cuando decidimos nuestras acciones y estrategias, sino que asimismo sabemos dos cosas: a) que las visiones de los demás sobre nuestro pasado restringen nuestro campo de acción, y b) que los demás también juegan, lo que quiere decir que no se quedan siempre fijos en el mismo lugar, y que así como nosotros parecíamos estar moviéndonos en un sentido y de golpe decidimos cambiar –insisto, con las limitaciones que nos pone nuestro pasado–, ellos también pueden decidir cambiar de rumbo, aunque también estén limitados, por nosotros y por otros. De hecho, parte de nuestros propios movimientos se hacen para poder limitar esos cambios, incluso los de nuestros “amigos”.

 

Una cultura política compañera

Volvamos un minuto –y dejemos las profundidades de la ciencia política para zambullirnos en las mieles de la psicología barata– a la cuestión de nuestro propio pasado. Postulo –a lo bestia– que los argentinos tenemos una propensión crónica a creernos una de dos cosas, o las dos a la vez: geniales y víctimas. En ambos casos, pareciera que la necesidad de sentirnos almas puras y bellas nos lleva a querer exculpar nuestro pasado alegando que siempre tuvimos razón. Aun cuando a veces es demasiado evidente que fuimos necios o egoístas, nos convencemos de que en realidad no fue tan así, que fijate que tal cosa o tal otra, en fin: que otro tuvo la culpa. Y ya está: si sos víctima no podés ser culpable, y si sos genial es que los demás son boludos.

Semejante matriz conceptual –alta academia, lo sé– bien puede ampliarse afirmando que existe evidencia suficiente para postular que la raíz de todos nuestros males es la necesidad de traducir nuestras opiniones políticas en juicios morales. Da lo mismo si somos peronistas, radicales, liberales, garcas, progres, troskos o simplemente forros –no serían categorías excluyentes–: los demás no tienen otra opinión, son hijos de puta. No basan sus decisiones sobre otra información: son hijos de puta. No tienen otros intereses: son hijos de puta. No tienen otras expectativas: son hijos de puta. Ni siquiera se equivocaron: son hijos de puta, siempre lo fueron y siempre lo serán. De ahí a alegrarnos por su muerte hay un solo paso, que algunos dan alegremente.

Esa traducción de todas las disidencias a diferencias morales nos hace terriblemente crédulos: nos compramos todos los buzones del barrio.[2] Y miramos las ofertas de los otros barrios, por si encontramos plata en un bolsillo. Tiene su lado bueno, como casi todo: a cada rato sentimos que hay que salir a expresar nuestro odio puteando, con lo cual podemos incluso manifestarnos, organizarnos, cooperar, socializar nuestras ideas, compartir intereses con otras clases sociales, conseguir sexo con poco esfuerzo, escribir en revistas, etcétera. Y así –mirá vos por dónde– nuestra “cultura política” es envidiada en toda la región.[3]

Pero la cultura política que describí acá no es la única que conozco. Viví y a veces aún vivo otra: existe de verdad, no está solamente en los libros. Hay compañeras y compañeros que asumen que no nos va a salvar el no haber estado nunca equivocados, sino aprender de los errores: los propios y los ajenos. Especialmente de los propios. Porque no se trata de demostrar que los demás son peores, sino que podemos mejorar. Esa es la cultura que hay que recrear y reproducir para lograr la unidad y mirar al futuro con confianza. No tiene sentido que tomemos como modelo a imitar la pureza de quien jamás se equivocó porque nunca se vio en la obligación de elegir. Hay militantes y dirigentes de todas las edades que –aun con sus contradicciones– llevan muchos años asumiendo compromisos y sacrificando su “tiempo libre” para que otros estén mejor; que sienten empatía por quienes –propios o ajenos, “equivocados” o no– también lo hacen; que intentan convencer al resto hasta en las paradas de colectivos; que no se les tuerce la boca si encuentran a alguien que piensa otra cosa; que buscan antes lo que tenemos en común que lo que nos demuestra que siempre fuimos unos vivos bárbaros; que no andan midiéndosela cada minuto con los demás; que lloran cuando se abrazan con alguien que estaba distante, o cuando ven una vieja foto, o cuando escuchan cierta música.

 

[1] Bien podría cuestionarse la condición científica de estas líneas, porque no cumplen con ninguno de los rigores a los que nos tienen habituados los politólogos que publican en los matutinos de gran tirada: economicismo del más duro; reversión evidente de secuencias de hechos para que las causas parezcan consecuencias y viceversa; atribución de malas intenciones ocultas a algunos actores –los malos– y de nobles designios a otros, que en todo caso pecan de ingenuos por no haber previsto la terrible perfidia de los malos (muchas veces encontramos en textos científicos argumentos cuya coherencia reside en un hecho que los legos ignoran supinamente: varios politólogos no pueden imaginar cómo piensan quienes no lo son, y así logran justificar que los malos hagan cosas que van visiblemente en contra de las intenciones que esos mismos politólogos les adjudican); relativización de cualquier declaración de “los malos” que pudiera contradecir su condición de tales, y exclusión deliberada de cualquier declaración de los otros que pudiera servir para poner en duda su carácter de ingenuos; aplicación precisa de conceptos teóricos complejos –por ejemplo, el profesor Carlos Gervasoni afirma con solidez en el Clarín del 17-9-2018 que el kirchnerismo es “una organización cleptocrática”–, pero como los politólogos no quieren presumir de valientes, en lugar de hacerse cargo dicen que quienes aplican esos términos académicos son otros colegas, obviamente sin identificarlos; aprovechamiento de cualquier excusa para citar los textos propios; y más en general, tenacidad para demostrar una y otra vez la única ley de hierro de la ciencia política vernácula: que el peronismo tiene la culpa de todos los males del mundo. Sin embargo, si siguen leyendo estas líneas verán que sí cumplen con una condición ineludible de los textos de mis colegas más reconocidos: ocultamiento deliberado de variables explicativas alternativas razonablemente atendibles.

[2] Nota para los sub-40: los conceptos “cuento del Tío” o “comprar buzones” hacen referencia a que es más fácil engañar a alguien cuando además de crédulo se cree más inteligente que los demás.

[3] Hay otras variables explicativas que podrían merecer atención, pero no serán ponderadas acá un poco porque no vienen al caso, otro poco porque pondrían en duda la consistencia de la hipótesis, y otro poco más porque quitarían brillo al espíritu monocausal que viene inspirando todos los silogismos de este texto.

Share this content:

Deja una respuesta