Zoncera número 45: el Justicialismo instituyó un ‘Estado de Bienestar’

“La acción política ha de ser para amalgamar a un pueblo: jamás para separarlo, disociarlo y contribuir a su propia destrucción interna. La misión de la política es dar una cultura cívica al pueblo. Que haya argentinos enemigos de los argentinos no puede ser sino una aberración del Estado. La unidad nacional ha de cimentarse en la de la familia, la de las profesiones, la de los hombres que hagan una misma convivencia para terminar en el Estado, que es la unidad nacional. Sin esa unidad nacional, el Estado, ningún país puede desarrollar tareas constructivas porque le falta su fuerza matriz original, que es la que le da unidad de acción, única fuerza que permite los grandes esfuerzos y la consecución de los grandes objetivos” (Juan Perón, 1944).

 

Arturo Martín Jauretche, uno de los grandes exponentes de la matriz de reflexión creativa autodenominada en nuestro país como Pensamiento Nacional, publicó en la editorial Peña Lillo en 1968 una extraordinaria obra que tituló Manual de Zonceras Argentinas. A partir de dicho texto intentó demostrar la existencia de un entramado de mecanismos autodenigratorios que, según su opinión, naturalizados, impidieron la determinación precisa de nuestros auténticos intereses colectivos. En aquella oportunidad enumeró 44 zonceras, desafiando a eventuales lectores y lectoras a continuar su obra mediante la inserción de páginas en blanco en el cuerpo del libro, orientadas hacia la reflexión colectiva. Nos proponemos en estas breves páginas desarrollar una zoncera no enunciada en aquella oportunidad, que a nuestro entender constituye uno de los mayores exponentes de tales mecanismos y que ha conducido y aún conduce hacia negligentes y lacrimosas interpretaciones.

 

Introducción

En una entrevista publicada en el periódico Clarín el 23 de febrero de 1997, el antropólogo Héctor Vázquez[1] sentenció con nítida determinación: “El hombre universal nunca existió”. El intelectual sostuvo en aquella oportunidad que no “existen categorías de pensamiento comunes a todas las culturas, porque percibimos la realidad de acuerdo a condiciones particulares que son como una lente que organiza nuestro pensamiento y que a la vez estructura nuestra experiencia de la realidad”. Para Vázquez no podría percibirse el mundo sin esas categorías. Para él, inclusive cada ciencia tiene las propias. Sin embargo, el autor destacó que: “Si bien el cerebro como órgano y el resto del sistema nervioso central constituyen una estructura universal para todos los seres humanos, existen elementos socioculturales y lingüísticos que van condicionando lo que percibimos, y eso ya no es universal, varía con cada cultura”. Coincidiendo con esta perspectiva, señalamos además que las relaciones comunitarias nunca son simétricas y que el campo de la creación intelectual y cultural se encuentra condicionado a posibles asimetrías. Existen cientos de experiencias donde un pensamiento nítidamente situado hubo de expandirse con pretensiones universales. Uno de los ejemplos más categóricos se corresponde al emergente intelectual conformado desde finales del siglo XVII –las revoluciones burguesas en Europa– hasta el siglo XX –Primera Guerra Mundial. Tales revoluciones liberales, que dieron impulso vital a la expansión capitalista, estuvieron acompañadas por núcleos de categorías propias que fueron propagándose como “universales”, y de esa forma se “naturalizaron” en el devenir histórico.

Una de las expresiones más significativas de estas categorías es la del “Estado de Bienestar”, categoría que fue desarrollada en el marco de esa racionalidad burguesa, a modo de tentativa orientada a remediar las calamidades producidas por la revolución industrial –también de origen burgués. Tal formación estatal fue concebida entonces como un verdadero dique de contención contra los abusos del sector capitalista, pero con la finalidad de garantizar su proceso de expansión. En las regiones de la periferia el “Estado de Bienestar” empezó a cobrar notoriedad y habitualidad, en el marco de una racionalidad burguesa adoptada acríticamente e integrada a una narrativa histórica impregnada por una dialéctica de antagonismos. El pensador y político Arturo Jauretche analizó y reflexionó el fenómeno de las categorías introducidas acríticamente en el campo de la narración histórica institucionalizada, prodigio que definió como “la política de la historia”. En palabras del maestro: “La falsificación ha perseguido precisamente esta finalidad: impedir, a través de la desfiguración del pasado, que los argentinos poseamos la técnica, la aptitud para concebir y realizar una política nacional” (Jauretche, 1959: 14).

Este impedimento, junto con la incorporación de categorías también adoptadas sin tamiz analítico a los debates locales sobre la filosofía jurídica, condujo necesariamente hacia la falaz idea de que el Estado diseñado e implementado por el primer peronismo (1943-1955) fue una respuesta “burguesa” a la crisis del sistema capitalista de 1929 y no una propuesta creativa superadora al mismo. Es imperioso destacar que “no se puede deducir ni definir el Estado en América Latina desde una teoría general del Estado burgués” (Lechner, 1977: 18), porque existe un vacío profundo –inexplicable– entre el marco teórico –y fáctico– continental europeo y la historia, la identidad y la conciencia nacional argentina.

Compartimos con otras autoras y autores que en las décadas previas a la revolución del 4 junio de 1943 fue germinándose un proceso auténticamente revolucionario protoperonismo– que culminó planificación mediante con la creación de una nueva modalidad de intervención estatal inédita, no solamante en la historia de nuestra República Argentina, sino en el resto del mundo. Nos referimos a un Estado Justicialista que se caracterizó indudablemente por su carácter promotor.

Cuando analizamos minuciosamente el plexo de obras teóricas de los autores que contribuyeron a la creación de esta nueva formulación Estatal –el Promotor Justicialista– observamos cuán alejados estaban de la idea “salvadora” de un Estado de Bienestar, que en definitiva fue instituido históricamente para preservar la reproducción de las relaciones sociales y materiales del capitalismo. En el caso de nuestro país debe tenerse en cuenta que en aquellos tiempos ni siquiera existía en la Argentina una burguesía consolidada y suficientemente poderosa para garantizar dicho proceso. Muy por el contrario, el paradigma civilizatorio humanista –La Comunidad Organizada, 1949– que pretendía llevar a la práctica el primer peronismo requería imperiosamente de una nueva concepción del Estado.

No abunda aquí señalar que todo proyecto de país necesita pensarse y construirse a partir de una planificación estructural sujeta a objetivos estratégicos, es decir, de un conjunto de instituciones y relaciones comunitarias sustentadas en una filosofía, una teoría y una doctrina ancladas en la realidad –única verdad. Un gobierno sin doctrina, teoría y planificación es un cuerpo sin alma. La historia ha demostrado que todo proyecto sin causa, sin fundamento y sin pasión tienden a fracasar, deformarse y sucumbir.

Nos proponemos en consecuencia, a partir de estas breves reflexiones, exponer algunos de los fundamentos y las razones que nutrieron esta nueva concepción del Estado argentino, presentando los principios de esta formulación estatal de naturaleza promotora.

 

Interpretación historiográfica y categorías de análisis importadas

Culminadas las guerras civiles –a mediados del siglo XIX– la matriz historiográfica liberal, sustentada en el paradigma iluminista, positivista y con pretensiones universalistas, se constituyó por imposición, dominación y legado en una versión hegemónica de la historia argentina. La “objetividad”, la “asepsia” científica y la importación acrítica de categorías con pretensiones universales condujeron selectivamente a interpretar los procesos históricos latinoamericanos a partir de ideas y categorías pensadas por y para los europeos. El surgimiento del Iluminismo –fines del siglo XVII–, comprensible en el contexto temporal y espacial de su germinacion y desarrollo en Europa, hubo de considerar a la historia como escatológica, concepción que fue incorporándose doctrinariamente en nuestro país sin el necesario proceso de reflexión crítica. La transferencia directa y la apropiación de los principios de la doctrina iluminista acompañaron una verdadera deshistorización de nuestra propia evolución histórica, desconociendo procesos trascendentales, negando acontecimientos sustantivos y excluyendo u obliterando a protagonistas insignes de nuestro propio devenir.

La historia, compartimos, es la política del pasado, porque condiciona el presente e impacta en el futuro. No obstante, la narración parcializada y desustancializada de la historia que fue escrita, difundida y publicada por los “vencedores”, como todo acto de imposición, comenzó progresivamente. La ausencia premeditada de procesos y aconteceres de relevancia medular y la recurrencia a una narrativa histórica arbitrariamente selectiva condujeron a las generaciones formadas –bajo la impronta del positivismo iluminista– hacia un funesto déficit cognitivo que, entre otras cuestiones, coadyuvó a obstaculizar la determinación de los reales intereses colectivos. Se construyó de esta forma un relato sustentado en una épica individual de hechos y acontecimientos donde el proyecto de la nación, el ser nacional y la pasión argentina estuvieron subordinados al “prestigio” y al interés económico de una clase dominante que, sobre ese sustento, diseñó el sistema político argentino. El pueblo real, ausente.

La historización emprendida por los “vencedores” llevó a extremos de transpolar automáticamente categorías emergidas de la historicidad europea a nuestra propia realidad, eliminando toda referencia a la originalidad americana, denigrando cualidades diferenciales y humillando al sujeto histórico nativo. Esta matriz a-histórica, elitista y separatista influenció y aún lo hace en notables conglomerados de pensadores, educadores, políticos, industriales, comunicadores, etcétera, conduciéndolos indefectiblemente hacia conclusiones irreflexivas y distorsivas, hacia una suerte de miopía histórica que inevitablemente sembró confusas huellas en el entramado comunitario local. No obstante, numerosos sectores hubieron de transitar el camino inverso, es decir, el de la búsqueda permanente de nuestra identidad, intentando preservar una estirpe, aun a costa de la persecución y el ostracismo.

Dentro del universo de erráticas influencias absorbidas sin tamiz, una cobró especial relevancia: la de reescribir lo que ya estaba escrito. Una manifestación evidente de esta práctica fue la sostener enfáticamente –durante más siete décadas– que el primer peronismo ha sido un ejemplo de Estado de Bienestar o de Estado Keynesiano. Este modo de interpretación académico llevó inclusive a Jauretche en 1967 a denunciar la existencia de un verdadero método basado en “adecuar el cuerpo al traje y no el traje al cuerpo”, y desgraciadamente se ha constituido en una práctica aún recurrente y bastante corriente en una intelligentzia permeada, al decir de Methol Ferré, a deslumbrarse por modas escolásticas.

En virtud de lo manifestado asumimos el desafío de indagar, analizar y comparar el denominado Estado de Bienestar y el Estado Keynesiano con el Estado Promotor Justicialista fundado a partir de la revolución del 4 de junio de 1943, cuyo ethos revolucionario fue definido por Perón: “La revolución iniciada por el GOU (Grupo Obra de Unificación) era necesaria para que la revolución no se desviara, como sucedió con la del 6 de septiembre de 1930. Conviene recordar que las revoluciones las inician los idealistas con entusiasmo, con abnegación, con desprendimiento y heroísmo, y las aprovechan los egoístas y los nadadores en río revuelto. Nosotros cumplimos el programa de la revolución, imponiéndole una norma de conducta y un contenido social, económico y jurídico” (Guardo, Palacio, Cooke, 1948).

 

El Estado de Bienestar y el Estado Keynesiano

Algunos historiadores, desde una visión nítidamente eurocéntrica, suelen afirmar sin temor a equivocarse que el Estado de Bienestar surgió en la Alemania de fines del siglo XIX por iniciativa del canciller alemán Otto Von Bismarck (1815-1898) con el objeto de mitigar las flagrantes crueldades del capitalismo liberal. Así, entre 1884 y 1887, el Reichstag sancionó un cúmulo de normas que “otorgaban” ciertas protecciones sociales ante una desigualdad que atentaba con socavar el sistema, bajo la forma de seguros en previsión de accidentes, enfermedades, ancianidad e invalidez. Estas medidas dieron origen al llamado Estado de Bienestar –prekeynesiano. Acciones similares fueron adoptadas en Austria, Hungría y otros países europeos, mientras que en Gran Bretaña –cuna de la revolución industrial– dicho proceso se inició veinticinco años más tarde. La aparición de estas iniciativas surgidas del racionalismo burgués no lograron evitar la primera gran crisis capitalista que en 1929 afectó a un sector significativo del mundo, con excepción de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). El crack de Wall Street terminó repercutiendo en casi todos los modelos de acumulación de la economía internacional. La caída de la bolsa norteamericana tuvo múltiples consecuencias a nivel macro y microeconómico, constituyendo motivo suficiente para replantear ciertos principios “pétreos” de la economía burguesa, a tal punto que las políticas aplicadas de forma aislada por Bismarck y la planificación económica practicada por el comunismo soviético se transformaron en objetos de estudio de una nueva corriente económica que formuló severas críticas al “laissez faire, laissez passer” –dejar hacer, dejar pasar– de la escuela clásica defensora del capitalismo liberal.

En 1936, el economista británico John Maynard Keynes publicó su obra más influyente, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, mediante la cual expuso sus críticas a la escuela clásica liberal, proponiendo una mayor intervención del Estado en la regulación económica. El Estado Keynesiano se presentó entonces como alternativa al Estado de Bienestar para satisfacer las demandas de los países industrializados que requerían que las tensiones materiales y productivas del capitalismo en crisis no afectaran el sistema internacional. Los países que aplicaron la teoría keynesiana fueron Estados Unidos y en menor medida Gran Bretaña, Suecia y Alemania. Las ideas de Keynes en el gobierno de Estados Unidos entre 1933 y 1937 fueron notables, tanto en la gestión del gobierno como en las actitudes de la sociedad respecto al rol del gobierno en relación a las soluciones y los resultados de la economía. En Estados Unidos en 1933 se implementó el New Deal (“Nuevo Trato” o “Nuevo Acuerdo”), siendo éste un programa destinado a proponer soluciones para los problemas creados por la Gran Depresión. El New Deal tuvo como ideas-fuerza las “3Rs”: direct relief, economic recovery and financial reform (alivio directo, recuperación económica y reforma financiera).

En conclusión, existieron diferencias sustanciales entre el Estado de Bienestar y el Estado Keynesiano: “mientras que el Estado Keynesiano significó una ruptura con la etapa liberal previa a la década de 1930 y una respuesta a las crisis recurrentes por ésta producidas, el Estado de Bienestar ya había desarrollado sus instituciones antes de la Gran Depresión. Además, las causas que los originaron son diferentes: el Estado de Bienestar respondió a motivaciones de índole político, mientras que el Estado Keynesiano lo hizo a determinantes de naturaleza fundamentalmente económica” (Isuani, Lo Vuolo, Tenti Fanfani, 1991: 9).

La variante del Estado de Bienestar conformó una opción para resolver el conflicto entre democracia y capitalismo, sin suprimir las bases fundamentales de ambos principios de organización social. En Europa Occidental, por su parte, el fascismo, con sus particularidades en los países donde fue promovido –Italia en 1922, Alemania en 1933 y España en 1939– intentó suprimir la concepción liberal clásica de la democracia y la república para preservar al capitalismo, recurriendo a la fallida experiencia del corporativismo. En Europa Oriental –Bloque del Este: Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Alemania Oriental, Yugoslavia y Albania– entre otras naciones, se recurrió a la tradición del marxismo-leninismo para suprimir al capitalismo y construir la democracia de masas, derivando en lo que se conoció como comunismo real. Con el resultado de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) cobró premura el dimensionar la presión política que representó el comunismo soviético para el capitalismo en general, y en especial para el norteamericano. Éste último se vio necesariamente obligado a garantizar una calidad de vida razonable para evitar una rebelión anticapitalista que ya encontraba adeptos en su seno.

De esta forma, el planeta vivió los primeros cincuenta años del siglo XX con una síntesis basada en la incertidumbre y en la inestabilidad del sistema político, económico y social: a) dos guerras mundiales: 1914-1918 y 1939-1945; b) una crisis financiera y económica internacional: 1929; c) dos modelos de Estado ante las crisis: Bienestar-europeo y Keynesiano-norteamericano; d) dos sistemas políticos, económicos y sociales: occidente: capitalismo y liberalismo, y oriente: comunismo y socialismo; y d) tres nacionalismos extremos europeos: Alemania, Italia y España.

Resulta significativo resaltar que este complejo alarmante y el sensible escenario internacional no tuvieron réplicas ni profundos movimientos de conmoción en la República Argentina. Mientras los contendientes de la Guerra Fría recorrían el camino de la competencia, disputándose la conquista de territorios, mares, espacios aéreos y conciencias humanas, iniciando una escalada irracional a nivel armamentístico y tecnológico, nuestro país se encaminaba lenta pero paulatinamente hacia el camino de la complementariedad.

En abril de 1949 en la provincia de Mendoza se desarrolló el Primer Congreso Nacional de Filosofía, con la presencia física o teórica de destacados filósofos –Nicola Abbagnano, Benedetto Crocce, Hans-Georg Gadamer, Martin Heidegger, Karl Jaspers, Julián Marías, Bertrand Russell y José Vasconcelos, entre otros. Este evento internacional fue el primer congreso de filosofía celebrado en Hispanoamérica y contó con la participación de 284 miembros, de los cuales 225 fueron expositores –105 extranjeros y 120 argentinos– y 59 adherentes –31 extranjeros y 28 argentinos. En la Universidad Nacional de Cuyo, el presidente de la Nación Juan Domingo Perón pronunció el discurso de clausura: “Si la Historia de la humanidad es una limitada serie de instantes decisivos, no cabe duda de que gran parte de lo que en el futuro se decida hacer dependerá de los hechos que estamos presenciando. No puede existir a este respecto divorcio alguno entre el pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hombre se enfrentan con la crisis de valores más profunda acaso de cuantas su evolución ha registrado” (Perón, 1949).

Perón expuso en su disertación cuatro puntos cardinales referidos a la crisis de valores más profunda de la historia que se atravesaba, a los principios de la civilización –el ser humano, la libertad, la moral, la ética y la verdad–, al rol del Estado y la política, proponiendo finalmente una alternativa civilizacional superadora de ese trágico diagnóstico mundial: la Comunidad Organizada. Ahora bien, no debe entenderse a La Comunidad Organizada como un texto filosófico de laboratorio, ni tampoco como un escrito académico. Como sostenía con certeza el filósofo Armando Poratti (2016): “cada texto de Perón es momento de una acción”, porque, como manifestamos en diversas oportunidades, la Comunidad Organizada fue una descripción en clave filosófica de la Argentina que ya atravesaba una revolución estructural.

La Comunidad Organizada propondrá la armonía de todos los sectores sociales a través de la justicia social, definiendo al justicialismo como una tercera posición internacional a los imperialismos expansionistas, basándose en la solidaridad de todos los pueblos del mundo y en el no alineamiento con los bloques hegemónicos. Para el mandatario, el capitalismo y el comunismo eran los responsables de la crisis más profunda de valores de toda la historia de la humanidad.

 

El Estado de Bienestar y la relación trabajo-capital

El Estado de Bienestar y el Estado Keynesiano constituyeron sendas estrategias como respuesta a la crisis de la racionalidad burguesa y del capitalismo. La razón de ser de esta respuesta estuvo orientada indudablemente a la preservación del capital, eje central de las revoluciones liberales iniciadas en Gran Bretaña a partir del siglo XVII (1644 y 1688). No cabe duda de que fueron las poderosas burguesías de países centrales las que indujeron a políticos y economistas a salvar el sistema, mantener sus niveles de ganancias y garantizar el proceso de acumulación y expansión.

Frente al conflicto entre trabajo y capital y el exceso de producción acompañado por bajo consumo, se constató que los míticos mercados por sí solos no encontraban ese imaginado equilibrio entre oferta y demanda, y por lo tanto los gobiernos hubieron de recurrir a una intervención activa en las políticas económicas. Recordemos que la economía clásica promovía un conjunto de cinco principios categóricos: a) las leyes naturales eran universales; b) las variables tiempo, espacio y materia eran independientes del hombre; c) la riqueza de los países dependía únicamente de la acumulación del capital en manos de los empresarios; d) la mano invisible era un mecanismo de autorregulación; y e) el interés individual y la competencia eran la base para el crecimiento económico. La historia y la realidad comprobaron que esos cinco principios categóricos no fueron lo suficientemente “eficaces” para garantizar la expansión capitalista, y menos aún para evitar el desempleo, la hambruna y la explotación de los trabajadores y las trabajadoras. Los cinco principios categóricos de las ciencias económicas se transformaron en una mitología de la desesperación y la decadencia de la condición humana.

En la República Argentina, la oligarquía agroexportadora –que no era de origen burgués– se consolidó principalmente mediada e impulsada por el Estado Liberal-Oligárquico entre 1880 y 1912 y por el Estado Democrático-Liberal entre 1912-1930. El proceso de consolidación fue tan evidente que el Estado argentino –como conjunto de instituciones y relaciones sociales– fue cautivo de esta clase dominante para generar una estructura política-institucional que lo vinculara con el sistema económico internacional –división internacional del trabajo. Las ganancias producidas por las exportaciones, con la ayuda indudable del Estado argentino, terminaron potenciando una oligarquía terrateniente y parasitaria donde el “gobierno se estructuraba y operaba como coto de caza y los asuntos nacionales eran manejados como problemas de redes de relaciones familiares y societarias para servir y satisfacer a un círculo restringido de intereses y de individuos y familias privilegiadas. Se constituyó un régimen político censitario, centralizado en la presidencia bajo la forma del ‘unicato’, de control de las provincias y de la sucesión” (García Delgado, 1994: 45). Mientras los Estados que sostuvieron el capitalismo clásico se dedicaron imperiosamente a proteger al capital industrial, recurriendo a perfiles opresores, en la Argentina se llevó adelante el Golpe de Estado del 6 de setiembre de 1930 liderado por el general José Félix Uriburu. En dicho gobierno, de corte dictatorial, a partir de las figuras del vicepresidente de facto, Enrique Santamarina, y del ministro de Agricultura de facto, Horacio Beccar Varela, retornaron al poder político importantes sectores de una oligarquía terrateniente alimentada merced a las relaciones asimétricas con la metrópoli inglesa. En años posteriores formarán parte de dicho gobierno dos representantes destacados de este sector: Federico Pinedo como ministro de Hacienda y Luis Duhau como ministro de Agricultura.

El crecimiento acelerado de la economía agroexportadora en nuestro país nunca estuvo acompañado por inversiones industriales, científicas y tecnológicas, ni –menos aún– por una distribución equitativa de la riqueza. La enorme brecha que existía entre los países centrales y los países periféricos se vio reflejada en la vida cotidiana de los pueblos. La crisis capitalista referida condujo a nuestro país al “Pacto Roca-Runciman” –1 de mayo de 1933–, un acuerdo que el mismo Jauretche (1959) definió como “Estatuto Legal del Coloniaje”. De la simple lectura de las cláusulas del tratado puede inferirse cómo el proteccionismo inglés terminó diluyendo los restos de soberanía e independencia económica argentina que aún se encontraban en pie. Las cláusulas del Pacto fueron confirmadas en Londres por la delegación argentina encabezada por el vicepresidente de la Nación, Julio Argentino Roca (hijo), y este acuerdo quedó sellado con dos expresiones formuladas por miembros de la delegación argentina: “la República Argentina desde el punto de vista económico es una parte integrante del imperio británico”; y “la Argentina es una de las joyas más preciadas de su gloriosa majestad” (Troncoso, 1976).

De esta forma se instauró la denominada “Década Infame” (Torres, 1945), cuyas características autóctonas y periféricas indudablemente no encuadraban en las categorías de análisis, ni en las producciones teóricas elaboradas en el viejo continente. En tiempos en que en Europa se regulaba la especulación financiera con políticas de control fiscal, en el territorio argentino el Banco Central de la República Argentina (BCRA) se encontraba bajo el dominio inglés, siendo directores de esta institución los ciudadanos extranjeros John Welsh y Leopold Lewein. En los países centrales la industria encontraba protección, y en la Argentina las condiciones impuestas por la dinámica semicolonial nos posicionaban ante un período transicional entre la vieja y la nueva argentina. Dicho período fue identificado magistralmente por intelectuales y artistas que describieron con simpleza y sombría profundidad la angustia, la tristeza y el desamparo que manifestaba la población: Raúl Scalabrini Ortiz en 1931 publicó El hombre que está solo y espera, Arturo Jauretche en 1934 editó El Paso de los Libres, Enrique Santos Discépolo escribió en 1934 y 1937 los tangos Cambalache y Desencanto, y Homero Manzi en 1937 el tema musical Nobleza Gaucha.

La coyuntura social, enardecida por las desigualdades, el particularismo, el nepotismo, el fraude, la corrupción y las banales actitudes de una plutocracia en decadencia, fue motivo de inumerables expresiones artísticas e intelectuales. Se vivenciaban “dos Argentinas” –dos países– en donde la mayoría de la población estaba excluida del sistema político, económico y social. Pero esa mayoría estaba constituida por un actor social predominante –el pueblo, las trabajadoras y los trabajadores– quienes sin prisa pero sin pausa irán germinando una causa para visibilizarse e integrarse a la historia argentina. La “Década Infame” (1930-1943) confrontó las “dos Argentinas”: por un lado, un sector minoritario económico y militar que definía al sistema político y sus beneficiarios, y por otro lado, un sector mayoritario carente de derechos, ausente de la realidad y anónimo. Un país con un Estado presente para unos pocos y un Estado ausente para la mayoría.

En dicho contexto, un sector del ejército argentino, impulsado fundamentalmente por las ideas del general Colmar von der Goltz,[2] a partir de un eficaz impulso estatal emprendió gradualmente un incipiente proceso de industrialización básica. El general Manuel Nicolás Savio emprendió el desarrollo de la siderurgia (Movilización Industrial, 1933; Política Argentina del Acero, 1942; y Política de la Producción Metalúrgica Argentina, 1944) y el general Enrique Carlos Mosconi principió la nacionalización del petróleo (El Petróleo Argentino, 1939; Yacimientos Petrolíferos Fiscales, 1943; y La Batalla del Petróleo, 1957). Savio y Mosconi, entre otros destacados referentes de ese tiempo, incentivaron la independencia energético-siderúrgica para el desarrollo de la Nación.

Lenta pero progresivamente, la prédica anticolonialista, la aspiración de constituir un modelo democrático que incluyera a las mayorías, la convulsión cultural (1920-1950) concentrada en la búsqueda de una identidad cultural abarcativa, las tensiones sociales y la aspiración hacia un orden justo fueron configurando un campo para la irrupción de un nuevo sujeto histórico: el trabajador organizado. Con el GOU, de composición heterogénea, se inició un proceso con aspiraciones emancipatorias que condujo al general Juan Domingo Perón en la cumbre del poder político. La República Argentina se encontraba inmersa en un indudable proceso de descomposición y desorganización. Al respecto, Perón afirmó que: “Las instituciones, como los Estados, se descomponen, como el pescado, comenzando por la cabeza. La descomposición solamente era reflejo de la Nación misma, que también estaba en la cabeza, y por ello nuestra acción se encaminó de inmediato a considerar cuál era y cuál debiera ser la estructura misma de todos los poderes del Estado” (Perón, 1945).

Algunos historiadores (Halperín Dongui, 1956; Romero, 1956; Luna, 1971), influenciados por matrices eurocéntricas, insistieron hasta el hartazgo en que el primer peronismo comenzó efectivamente a partir el resultado de las elecciones del 24 febrero de 1946. No obstante, creemos relevante indicar que el cambio de concepción entre un Estado Liberal[3] hacia un Estado Promotor Justicialista germinó cuando Perón, el 27 de octubre de 1943, comenzó a desplegar –a través de la política– y desde el Departamento Nacional del Trabajo, posteriormente denominada Secretaría de Trabajo y Previsión,[4] una acción inédita e incansable. El objetivo principal fue unificar la fuerza de trabajo, postulado que se asentará en fundamentos teóricos que no sólo impactaron en la entonces gestión de gobierno, sino que trascendieron en la historia argentina.

 

El Estado Promotor Justicialista

Juan Domingo Perón ingresó a las filas del gobierno revolucionario de 1943 con una convicción: “El trabajo es el que da origen al capital, y no el capital al trabajo”. Estudioso como pocos de los fenómenos políticos, comprendió que, a consecuencia de la fuertísima impronta de las revoluciones burguesas, el capital había adquirido una centralidad que no se correspondía con la realidad productiva. Por lo tanto, resultaba un imperativo categórico la unificación de la fuerza de trabajo para alcanzar un objetivo primordial: el reconocimiento, la protección y la promoción de los trabajadores y las trabajadoras. La labor emprendida junto a Domingo Mercante[5] (secretario de Trabajo y Previsión, sucesor de Perón en ese cargo), Ángel Gabriel Borlengui[6] (Sindicato de Comercio) y Juan Atilio Bramuglia[7] (Unión Ferroviaria), entre otros,[8] constituirá tal vez el hito más importante de la revolución, porque Perón asumió posteriormente la Presidencia de la Nación con la fuerza de trabajo unificada.

Si el Estado de Bienestar respondía a los intereses del capital, debía entonces formularse un nuevo modelo de Estado que estuviera sustentado en la capitalización de la fuerza del trabajo. De allí emergerá la inédita idea de constituir un Estado Promotor Justicialista que, a diferencia del Estado de Bienestar, no actuará para garantizar la subsistencia y la reproducción del capital. Por el contrario, su misión principal será la de promover y organizar la fuerza de trabajo para capitalizarla, de manera tal que se invertirá la premisa burguesa y liberal de que es el capital el que produce la riqueza.

Para el justicialismo, el bienestar del pueblo no es una institución jurídica, sino un objetivo estratégico a alcanzar con valores definidos, otorgando al trabajo una centralidad fundacional. El objetivo, el bienestar del pueblo, será precondición necesaria para la grandeza del país. Así, el 21 de junio de 1946, el presidente de la Nación desde la Casa de Gobierno proclamará ante la prensa internacional: “Sostenemos en nuestra Doctrina Revolucionaria que cuando haya perfección en la política social ha de llegarse a una absoluta armonía entre el capital y el trabajo como para que sean colaboradores entre sí y cooperadores en la construcción de la verdadera riqueza nacional. Entendemos que tal perfeccionamiento social, en busca de esa armonía, ha de basarse en tres factores de gran importancia: evolución de la cultura social, dignificación del trabajo y humanización del capital” (Perón, 1946).

La humanización del capital implicaba reconocer al trabajo como origen indubitable del capital, y en tanto el capital era producto de la actividad humana, debía colocarse al servicio de ésta, y no a la inversa. Por su parte, el concepto de bienestar abarcará al conjunto de la población, en especial a aquellos sectores que se vieron vulnerados por la impronta capitalista.

Los primeros pasos hacia la construcción de este nuevo modelo de Estado fueron descritos por Perón en 1943 en el primer discurso pronunciado como secretario de Trabajo y Previsión: “El Estado se mantenía alejado de la población trabajadora. No regulaba las actividades sociales, como era su deber. Sólo tomaba contacto en forma aislada, cuando el temor de ver turbado el orden aparente de la calle le obligaba a descender de la torre de marfil de su abstencionismo suicida. No advertían los gobernantes que la indiferencia adoptada ante las contiendas sociales facilitaba la propagación de la rebeldía, porque era precisamente el olvido de los deberes patronales que, libres de la tutela estatal, sometían a los trabajadores a la única ley de su conveniencia. Con la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión se inicia la era de la política social argentina. Atrás quedará para siempre la época de la inestabilidad y del desorden en que estaban sumidas las relaciones entre patrones y trabajadores” (Perón, 1943).

La organización de la fuerza de trabajo a partir de la sindicalización de los obreros alcanzó un hito histórico con la firma del Decreto 4865/1947.[9] Mediante aquel acto administrativo, el presidente de la Nación consagró al Estado como intérprete y garante de la justicia social y formuló los “Derechos del Trabajador”. Esta realización de un nuevo modelo de Estado promocionó un decálogo de derechos: a) Derecho de trabajar, b) Derecho a la retribución justa, c) Derecho a la capacitación, d) Derecho a las condiciones dignas de trabajo, e) Derecho a la preservación de la salud, f) Derecho al bienestar, g) Derecho a la seguridad social, h) Derecho a la protección de su familia, i) Derecho al mejoramiento económico, y j) Derecho a la defensa de los intereses profesionales. En los “Derechos del Trabajador” quedará plasmado el compromiso que asumirá el Estado Promotor Justicialista con los trabajadores, las trabajadoras y sus familias. Mientras el Estado Keynesiano postulaba al gasto público como instrumento para mantener el empleo con salarios de subsistencia, las trabajadoras y los trabajadores argentinos gozarían del derecho a la salud física y emocional, al acceso de complejos turísticos para disfrutar de las vacaciones, concibiendo al trabajo como valor indispensable para garantizar las necesidades materiales y espirituales de las familias argentinas. En cuanto al derecho de bienestar, Perón lo proclamó con las siguientes palabras: “El derecho de los trabajadores al bienestar se concreta en la posibilidad de disponer de vivienda, indumentaria y alimentación adecuada y satisfacer sin angustias sus necesidades y la de su familia en forma que le permita trabajar con satisfacción, descansar libre de preocupaciones y gozar mesuradamente de expansiones espirituales y materiales; se impone la necesidad social de elevar el nivel de vida y de trabajo con los recursos directos e indirectos que permita el desenvolvimiento económico” (Perón, 1949).

Garantizar el bienestar general implicó una revolución en materia financiera y el control del comercio exterior. Si bien ambas temáticas han sido analizadas profundamente por Keynes, este autor sólo consideraba una intervención mínima del Estado en la regulación económica, por medio de medidas que controlasen la especulación de los capitalistas sobre las tasas de interés –que fijaban los bancos– y la imposición de barreras impositivas para ciertos productos importados que ya se producían en el país. Lejos de estos propósitos que sólo apuntaban a defender los intereses empresariales, el peronismo llevará adelante por recomendación del Consejo Nacional de Posguerra[10] las siguientes políticas: a) la nacionalización del BCRA para controlar la política monetaria y reorientar los ingresos nacionales hacia la creación de polos industriales y reformas complementarias; b) la fundación del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) para centralizar el comercio exterior y transferir recursos entre todos los sectores económicos y sociales; c) la construcción de una flota marítima y fluvial para transportar productos y evitar el pago de seguros a banderas extranjeras; y d) el desendeudamiento financiero para tener autonomía y capacidad de decisión. Este conjunto articulado de cuatro acciones sustantivas y sensibles construyeron un andamiaje extraordinario de políticas, programas, proyectos y actividades como nunca antes había sucedido en la historia argentina.

El peronismo ha sido reconocido en el orden internacional como uno de los gobiernos más exitosos de la historia en materia de planificación estratégica a partir de la institucionalización de los planes quinquenales instituyendo objetivos generales, objetivos fundamentales y objetivos especiales (Waldmann, 1981). La arquitectura de la planificación del Estado Promotor Justicialista fue la siguiente: a) 1947-1951: Primer Plan Quinquenal; b) 1949: Reforma de la Constitución Nacional; y c) 1952-1957: Segundo Plan Quinquenal. El primer plan quinquenal, titulado Plan de Gobierno, presentó 27 proyectos de ley y estuvo dividido en tres áreas estratégicas con capítulos temáticos: a) Gobernación del Estado, seis capítulos: política, salud pública, educación, cultura, justicia y política exterior; b) Defensa Nacional, tres capítulos: ejército, marina y aeronáutica; y c) Economía, siete capítulos: población, obra social, energía, trabajos públicos y transportes, producción, comercio exterior y finanzas.

La reforma constitucional de 1949 le asignó al Estado: “la directiva de una política social, de una política familiar y también de una política económica que se dividía en dos campos: la actividad económica privada y la actividad económica del Estado. Abandonando la falsa neutralidad que le otorgaba la concepción liberal al Estado en el proceso económico, la reforma de 1949 en su orientación filosófico-jurídica en su carácter de promotor del bien de la colectividad le confió un papel relevante en la defensa de los intereses del pueblo, y a tal fin lo facultó para intervenir en dicho proceso con el ánimo de obtener el bien común” (Cholvis, 2015). La Constitución Nacional de 1949, además de consagrar la supremacía política de los sectores populares e incorporar los derechos sociales –del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y de la cultura–, procuró controlar y conducir los centros de acumulación y de distribución del ahorro nacional, las fuentes de materiales energéticos, los servicios públicos esenciales y el comercio exterior. La nueva Constitución Argentina marcó un punto de ruptura en la historia, porque “le asignaba a todos los bienes de producción el fin primordial de contribuir al bienestar del pueblo y se proponía hacer efectivo el gobierno de los sectores populares, y lograr un desarrollo autónomo y armónico de la economía, que conceda el bienestar moderno a todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Apuntaba, pues, a consumar en la Argentina la revolución social requerida por el mundo contemporáneo” (Sampay, 1973).

El segundo plan quinquenal fue aprobado a través de la sanción de la Ley 14.184[11] y estuvo integrado en cinco áreas estratégicas con capítulos temáticos: a) Acción Social, nueve capítulos: organización del pueblo, trabajo, previsión, educación, cultura, investigaciones científicas y técnicas, salud pública, vivienda y turismo; b) Acción Económica, ocho capítulos: acción agraria, acción forestal, minería, combustibles, hidráulica, energía eléctrica, régimen de empresa, industrias; c) Comercio y Finanzas, cinco capítulos: comercio exterior, comercio interno, política crediticia, política monetaria, política impositiva; d) Servicios y Trabajos Públicos, cinco capítulos: transportes, vialidad, puertos, comunicaciones, obras y servicios sanitarios; y e) Planes Militares-Planes Complementarios, cuatro capítulos: racionalización administrativa, legislación general, inversiones del Estado, y planes militares.

El objetivo de la planificación del Estado Promotor Justicialista fue lograr el cumplimiento de la trinidad doctrinaria: justicia social, independencia económica y soberanía política. El peronismo tuvo como finalidad conformar un nuevo modelo de Estado a partir de tres reformas –en este orden–: social, económica y política.

Dos premisas que identificaron al Estado Promotor Justicialista y lo diferenciaron del Estado de Bienestar –europeo– y del Estado Keynesiano –norteamericano–: a) el sujeto histórico fue la trabajadora o el trabajador organizados, porque participaban activamente de todo el proceso de industrialización; y b) la valoración se realizaba sobre la capitalización de la fuerza de trabajo, porque la riqueza la genera el trabajo y no el capital.

En el discurso de apertura ante la asamblea legislativa en 1952 el presidente Perón expresó enfáticamente su posición en relación al Estado, a los trabajadores y las trabajadoras, y al capital: “Para el capitalismo la renta nacional es producto del capital y pertenece ineludiblemente a los capitalistas. El colectivismo cree que la renta nacional es producto del trabajo común y pertenece al Estado, porque el Estado es propietario total del trabajo y del capital. La doctrina peronista sostiene que la renta nacional es producto del trabajo y pertenece por tanto a los trabajadores que la producen. El Estado sólo juega en la tarea distributiva cuando el capital no cumple directamente con su función social en relación con el trabajo” (Perón, 1952).

 

La sociedad capitalista frente a la Comunidad Organizada

Durante el Primer Congreso Nacional de Filosofía realizado en 1949, Juan Domingo Perón presentó formalmente la filosofía justicialista y la tercera posición. Para su comprensión nos remitimos a las palabras de Aritz Recalde (2018), quien presenta tres ideas-fuerza que describen con claridad la concepción teórica y doctrinaria:

  • Primera idea-fuerza: la República Argentina debe edificar un nuevo proyecto de civilización alternativo al capitalismo liberal. La Comunidad Organizada es un programa de democracia social, participativa y humanista que reconoce y que garantiza los derechos de las personas y que establece una clara conciencia de sus obligaciones. El individuo solamente se realizará en una comunidad liberada y su destino estará directamente ligado al del conjunto de la colectividad.
  • Segunda idea-fuerza: la Comunidad Organizada es una democracia participativa y está edificada en torno a la acción de las Organizaciones Libres de Pueblo. El sujeto político –no histórico– de la Revolución Justicialista es el pueblo organizado autónomamente y no el individuo egoísta –liberal– o el Estado colectivista –comunista.
  • Tercera idea-fuerza: en el plano geopolítico mundial, la Comunidad Organizada es un proyecto de civilización alternativo al individualismo capitalista y al colectivismo soviético. Ambos sistemas fracasaron y producto de ello la humanidad está inmersa en una crisis política, económica, social y moral.

Observamos los antagonismos existentes entre el liberalismo –incluso con el materialismo histórico– y la filosofía justicialista, mientras que para el Estado Promotor Justicialista la comunidad está unida por un anhelo en común y se organiza libremente sobre lazos naturales de proximidad para alcanzar el desarrollo material y espiritual de la Nación, guiado por un sentido trascendental de la vida. El Estado de Bienestar entiende a la población como la suma de individualidades que poseen intereses sectoriales clasistas que lo llevan al conflicto constante por el ingreso desigual y la concentración de riquezas en manos de la burguesía comercial, industrial y financiera.

Resulta altamente llamativo que escasos autores hayan advertido y reparado las diferencias entre el Estado Promotor Justicialista y el Estado de Bienestar. Mientras que el Estado de Bienestar –europeo– constituye un nítido producto de la racionalidad instrumental burguesa que aspiraba a establecer un cierto orden que permitiera garantizar el proceso de expansión capitalista, el Estado Promotor Justicialista –argentino– fue parte de una racionalidad humanista, trascendente, no instrumental, sujeta a valores, donde la persona humana que necesariamente se realiza en comunidad es el centro de la acción estatal.

Podemos sentenciar que existen divergencias teóricas, analíticas, organizacionales e instrumentales entre ambas modalidades de intervención estatal. Cada una de las acciones diseñadas, planificadas e implementadas por el Estado Promotor Justicialista parten de la valoración positiva de la persona humana organizada libremente en comunidad y tiene como objetivo promover las fortalezas y las potencialidades de esas organizaciones. El Decreto 23.852/1945[12] estableció la aprobación del Régimen Legal de las Asociaciones Profesionales de Trabajadores, reconociendo desde sus orígenes la importancia de las organizaciones y las políticas desde el Estado Promotor Justicialista, que presentaron diferencias sustanciales con las políticas diseñadas por el Estado de Bienestar.

 

Llegó la hora del reconocimiento del Estado Promotor Justicialista y la Comunidad Organizada

Ciertos historiadores, con la finalidad de descalificar al Estado Promotor Justicialista, lo asimilaron con categorías importadas acríticamente. Resulta fácilmente detectable encontrarse con zonceras tales como “el peronismo es el ejemplo de un régimen fascista”, o “el peronismo utilizó al movimiento obrero para disciplinarlo y evitar el comunismo”, o que el peronismo se basó en cierta “inspiración comunista”.

Sostener que durante el período de 1943 a 1955 se impuso en el país un régimen fascista resulta una falacia histórica e implica omitir fuentes documentales e interpretar la realidad argentina con paradigmas exógenos. El movimiento obrero argentino se encontraba antes de Perón organizado en sindicatos. Tales agrupamientos formaron parte conceptual de la categoría Organizaciones Libres del Pueblo que promovió el peronismo y que adquirieron status normativo a través del Decreto 13.378/54,[13] el cual enuncia la siguiente definición: “La comunidad nacional se organizará socialmente mediante el desarrollo de las asociaciones profesionales en todas las actividades de ese carácter y con funciones prevalentemente sociales”.

Por consiguiente, continuar reproduciendo la zoncera de que el movimiento obrero fue absorbido por el Estado como sucedió en Italia –a partir de 1931– es desconocer la libertad de autogobierno que caracterizaba y aún caracteriza a las Organizaciones Libres del Pueblo y, más aún, omitir el carácter vital que asumió el trabajo dentro de la Comunidad Organizada. Si nos tomamos aunque sea un breve tiempo para leer la Doctrina del Fascismo Italiano con honradez, resulta trabajo de niños desterrar definitivamente la idea de que el peronismo mantuvo vinculación teórica o práctica con estas expresiones políticas europeas: “El concepto fascista del Estado lo abarca todo; fuera de él no pueden existir valores humanos o espirituales, mucho menos la persona puede tener valor. El fascismo se opone igualmente al sindicalismo como un arma de clase. Pero cuando se trae dentro de la órbita del Estado, el fascismo reconoce la necesidad real que hizo surgir al sindicalismo, dándole su debido peso en el sistema gremial o corporativo en el que los intereses divergentes se coordinan y armonizan en la unidad y adentro del Estado” (Mussolini, 1932: 15). En este contexto, resulta importante y aclaratorio recordar que durante el primer peronismo –y en el ejercicio de la libertad sindical– se produjeron importantes conflictos gremiales y huelgas reconocidas: a) 1948: bancarios; b) 1949: gráficos; y c) 1950: ferroviarios y portuarios. La circunstancia del no reconocimiento constitucional al derecho a huelga lejos estaba de asimilar el justicialismo al fascismo, ya que en el mismo texto la centralidad esencial la mantuvo el trabajador y la trabajadora organizados.

A quienes señalan que durante el primer peronismo se produjo un disciplinamiento al estilo comunista, debe responderse que el peronismo no concibió jamas la división de la ciudadanía en clases sociales, por lo tanto no adquiría sentido alguno sostener “lucha de clases”. El Estado Promotor Justicialista fue esencialmente un Estado basado en la integración. Perón insistirá permanentemente en las ideas de persuasión, organización y colaboración, donde los acuerdos y los pactos sociales entre empresarios, trabajadores y el mismo Estado eran dispositivos que permitían administrar los recursos y redistribuir las riquezas. Porque ningún ser humano se realiza en una comunidad integral que no se realiza –desarrolla. El presidente lo explicó de la siguiente forma: “El imperialismo ruso defiende el comunismo, vale decir, la explotación del hombre por el Estado. El otro grupo defiende el capitalismo, vale decir, la explotación del hombre por el hombre. No creo que para la humanidad ninguno de los dos sistemas pueda subsistir en el porvenir. Es necesario ir a otro sistema, donde no exista la explotación del hombre, donde seamos los colaboradores de una obra común para la felicidad, como la doctrina esencialmente cristiana, sin la cual el mundo no encontró solución y no la encontrará tampoco en el futuro. Porque el capitalismo ha fracasado y el comunismo también” (Perón, 1949).

Ante la crisis generada por el capitalismo y el comunismo, Perón planteará la tercera posición filosófica y geopolítica, una propuesta superadora que proclamaba la imperiosa necesidad de construir la Nueva Argentina y que se realizara como nación –justicia social– para que este modelo ya formalizado y experimentado pudiera proponerse –no imponerse– al resto de América –continentalización– y de América hacia el mundo.

Ni el individualismo darwiniano meritocrático y competitivo que representó Estados Unidos, ni el monopolio estatal, colectivista e insectificante que promovía la exunión de Repúblicas Socialistas Soviéticas –comunismo– fueron sistemas, procesos, mecanismos, ni herramientas que aportaron paz a la humanidad, ni felicidad a los pueblos. El capitalismo y el comunismo impusieron en el planeta un vacío existencial. Ambos surgieron como ideologías situadas, derivadas del racionalismo instrumental y decorados con una poética y un ethos dialéctico inspirados en la crisis, en la guerra y en la confrontación. Ambos se expresaron como sainete exasperante que aún, después del muro, sostienen la desigualdad, la pobreza, la marginalidad y la xenofobia, entre otras penurias.

Ni el capitalismo y ni el comunismo tuvieron relación con la sustancialidad del peronismo, y el Estado de Bienestar y el Estado Keynesiano fueron expresiones que en tiempo, en espacio y en objetivos nada tuvieron en común –salvo algunas cuestiones instrumentales– con el Estado Promotor Justicialista.

El Estado Promotor Justicialista fue esencialmente revolucionario, antiimperialista y transformador, y desarrolló un aparato estatal novedoso que visualizó, distinguió, planificó e implementó acciones que permitieron consagrar la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación, destacando entre otras conquistas: a) el desendeudamiento externo, b) la independencia económica, c) la no alineación, d) la justicia social, e) la proyección hacia Antártida y el atlántico sur, f) la oposición al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) enmarcado en los postulados de la Organización de las Naciones Unidas, y la negativa a incorporarse al FMI, g) la industrialización del país, h) la integración de nuestra América a través del ABC y el Atlas, i) la constitucionalizacion de los derechos humanos y sociales, j) la puesta en marcha de una serie de realizaciones inéditas en el país, etcétera.

La interpretación histórica es una tarea que implica posicionarse en tiempo y espacio. El historicismo alemán, así como el historicismo revisionista argentino, contituyen ejemplos diferenciales que hablan de la necesidad de analizar la historia y la realidad de cada pueblo. La valoración de la cultura como instrumento liberador resulta indispensable para la concreción de una epistemología para salir de la periferia. Fermín Chávez, con su valoración de la cultura, y Arturo Jauretche con su “Descolonización Pedagógica”, vieron reflejadas sus aspiraciones en la “Tercera Posición”.

El Estado Promotor Justicialista constituyó un ejemplo concreto del proceso de descolonización, no solo por su originalidad, sino también por su eficacia, y encontró su razón de ser y naturaleza –pensamiento, doctrina, teoría y realización– en la generación de proyectos de vida y de riqueza –espiritual y material– a partir del esfuerzo creativo del país. Perón fue un hombre histórico que representó un momento clave del desarrollo de la historia argentina. Tuvo la capacidad de identificar y realizar colectivamente el destino de la patria y tuvo la habilidad para interpretar y comprender el todo y cada una de las partes de la realidad, con un claro espíritu dialógico e innovativo.

Como sostenía Séneca: Homines, dum docent, discunt. Los hombres, mientras enseñan, aprenden.

 

Fuentes consultadas

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Francisco José Pestanha es profesor titular ordinario del Seminario de Pensamiento Nacional y Latinoamericano y director del Departamento de Planificación y Políticas Públicas (UNLa). Sergio Arribá es profesor adjunto del Seminario Introducción al Peronismo, Teoría y Realización (UNLa). Mariela Montiel es ayudante del Seminario de Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa).

Notas:

[1] Héctor Vázquez es investigador del CONICET y profesor de la Universidad Nacional de Rosario. Entre sus libros más reconocidos se destacan: Sobre la Epistemología y la Metodología de la Ciencia Social (Universidad Autónoma de Puebla, 1984), Etnología del Conocimiento (Universidad Nacional de Rosario, 1987), La Investigación Socio-Cultural (Biblos, 1995) y Procesos Identitarios y Exclusión Sociocultural (Biblos, 2000).

[2]El barón Colmar von der Goltz (1843-1916) fue mariscal de campo alemán nacido en Prusia Oriental. En 1883 publicó su obra más reconocida, La nación en armas, en la que desarrolló su teoría sobre la guerra moderna y sus relaciones nacionalistas y comunitaristas acerca de la movilización del pueblo y las reformas sociales.

[3]Es importante mencionar que el Estado Liberal en la República Argentina tuvo dos etapas: a) 1880-1912: Estado Liberal-Oligárquico; y b) 1912-1930: Estado Democrático-Liberal.

[4] El 29 de noviembre de 1943, un mes después de haber asumido el cargo de director del Departamento Nacional del Trabajo, Juan Domingo Perón promovió la modificación del rango estructural de esta dependencia en la organización del Estado y pasó a denominarse Secretaría de Trabajo y Previsión. El Decreto-Ley 15.074/1943 estableció la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión y fue publicado el 4 de diciembre de 1943 en el Boletín Oficial de la República Argentina.

[5] El coronel Domingo Mercante fue secretario de Trabajo y Previsión desde el 10 de octubre de 1945 hasta el 4 de junio de 1946.

[6] Ángel Gabriel Borlengui fue secretario general de la Confederación General de Empleados de Comercio entre 1939 y 1946, y colaboró en este último período para organizar el Partido Laborista –con Domingo Mercante y Juan Atilio Bramuglia– que presentó para la Presidencia de la Nación la fórmula Juan Perón-Hortensio Quijano. Cuando Perón asumió como presidente, Borlengui fue designado ministro del Interior.

[7] Juan Atilio Bramuglia fue el asesor jurídico de la Unión Ferroviaria entre 1930 y 1943. En 1944 fue nombrado director del Departamento de Previsión de la Secretaría de Trabajo y Previsión, que en ese momento conducía Perón. Cuando Perón asumió como presidente, Bramuglia fue designado ministro de Relaciones Exteriores y Culto.

[8] Se resalta también la presencia de Francisco Pablo Capozzi (La Fraternidad) y Alcides Montiel (Cerveceros).

[9] El Decreto 4865/1947 fue publicado el 10 de marzo en el Boletín Oficial.

[10] Se creó en agosto de 1945 y estaba dirigido a planear un ordenamiento económico futuro. Lo presidió Juan Domingo Perón, José Figuerola asumió la Secretaría General y Miguel Miranda estuvo a cargo de la Secretaría Técnica. En la primera presidencia de Perón, Figuerola fue designado secretario técnico de la Presidencia de la Nación y Miranda asumió como presidente del Banco Central.

[11] La Ley 14.184 fue sancionada el 21 de diciembre de 1952 y publicada el 30 de enero de 1953 en el Boletín Oficial de la República Argentina.

[12]El Decreto 23.852/1945 fue publicado 13 de octubre de 1945 en el Boletín Oficial.

[13] El Decreto 13.378/1954 fue publicado el 20 de agosto de 1954 en el Boletín Oficial.

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