Introducción a la noción de Patria y Nación en Manuel Ugarte

Manuel Ugarte en su libro El porvenir de la América española, publicado en 1910, dice: “La patria no depende de nuestra voluntad; es una imposición de los hechos. Limitarla, reducirla, hacerla nacer artificialmente, es tan difícil como renunciar a ella en toda su plenitud cuando existe” (Ugarte, 2015: 44). Cien años después de la Revolución de Mayo, Ugarte vuelve sobre la idea de la Patria. Reflexiona sobre ella en tiempos en donde muchos otros, desde distintos ámbitos académicos y políticos, se esforzaban por direccionar su sentido y el significado de estas palabras. Para precisar: otros pensadores, científicos, intelectuales y funcionarios de Estado, en el momento en el que escribe Ugarte, no consideraban a la Patria como “la imposición de los hechos”, sino que ellos seleccionaban, limitaban y reducían el contenido de estas nociones. Como dice nuestro autor, trabajaban en “hacerla nacer artificialmente”.

Se pueden plantear distintas razones para explicar estas operaciones políticas, culturales e ideológicas. Pero lo cierto es que entre los años 1852 y 1910 una serie de hombres asociados a los sectores de poder económico se aventuraron en el proyecto de narrar-construir-inventar una historia argentina. Pero antes cabe preguntarse: ¿quiénes integraban este grupo? ¿Qué personas ejercían su poder desde el Estado?

Entre 1852 y 1910 se había desatado como nunca antes en el territorio argentino una embestida del capitalismo internacional en sociedad con los grandes propietarios: avance del capital privado de empresarios británicos que pasaron a manejar la mayoría de las empresas de transporte terrestre y marítimo y las compañías más importantes de manufacturas del país. Con la estancia como unidad productiva esencial, los terratenientes respondían a las demandas del mercado internacional a través de sus regiones portuarias, aunque también se beneficiaban del manejo exclusivo del mercado local, en donde los hacendados con su corporación (la Sociedad Rural) imponían el precio como productores monopólicos. En este sentido debe entenderse también como una unidad de poder político y social directamente asociada a un sistema de dominación oligárquica: parte fundamental para su funcionamiento y reproducción. En otro plano, en la República Argentina se realizaban elecciones regulares desde 1862, aunque eran fraudulentas. Sobre ello Natalio Botana señala: “El poder económico se confundía con el poder político; esta coincidencia justificó el desarrollo de una palabra que para algunos fue motivo de lucha y, para otros, motivo de explicación: la oligarquía” (Botana, 1986: 71). Por otra parte, el término oligarquía en el contexto argentino no comprende únicamente a un sector o a una determinada clase social, sino a múltiples y diferentes actores (políticos, dueños de tierras, académicos, escritores, capitales británicos y norteamericanos) articulados en un sistema de dominación política. Una articulación que extendía sus brazos hacía los espacios de la cultura (Cambeurs Ocampo, 1962).

En síntesis, no era homogéneo el grupo que ejercía la dominación de tipo oligárquica desde el Estado Nacional, ni siquiera era en su totalidad “nacional”, sino que participaba de esta dominación conjuntamente con sectores extranjeros, principalmente británicos.

Como señala Alcira Argumedo en Los silencios y las voces en América Latina (2009), aquello que se imponía desde los hechos –y que constituía el complejo entramado inmerso en las palabras de Patria y Nación– no se vinculaba con una matriz autónoma del pensamiento popular latinoamericano. No tenía sus raíces en las experiencias históricas americanas, ni en el acervo cultural de los sectores sociales sometidos. En parte porque los sectores que se habían apropiado del Estado hacia fines del siglo XIX no habían surgido, en la mayoría de los casos, de iniciativas populares o de movimientos de reivindicación del pasado indígena, ni colonial. En parte, porque las iniciativas de tinte popular originadas durante las revoluciones de la Independencia a duras penas habían logrado prevalecer estas “otras iniciativas” más allá de la primera mitad del siglo XIX.

En consecuencia, reconocer esta idea de Nación que proponía Manuel Ugarte implicaba, para los sectores que detentaban el poder desde el Estado, la reivindicación de las otras voces de América Latina. La recuperación de ideas que no eran abstractas. Estas nociones no estaban sólo escritas en un papel, sino que se sustentaban en distintas experiencias históricas, culturales, sociales y políticas de la región. Como dice nuestro autor, eran “la imposición de los hechos”.

Ahora bien, si la idea de Patria no surgía de los hechos, ni del pasado, menos aún de la memoria, ¿de dónde provenía? ¿Cómo se había originado? En buena medida, la construcción “artificial” de la idea de Nación se sustentaba en la tradición del pensamiento iluminista de origen europeo. Una tradición que provenía principalmente de Francia y que se expresaba por ejemplo en la idea que algunos de los actores principales de la época tenían sobre el concepto de Revolución. Recordemos que, a diferencia de otras revoluciones como la inglesa o la norteamericana, una de las originalidades de la revolución francesa fue la convicción de que la Revolución nace de un vacío (Chávez, 1956). La idea de Revolución desde esta concepción se encuentra atravesada por la idea de “legitimidad” y se proyecta directamente hacia otra idea más poderosa, que es la de la “libertad”. Como telón de fondo se encuentran las ideas de Jean Jacques Rousseau (Ginebra, 1712-1778) y su categorización de “Nación”. Para Rousseau, la legitimidad implica el atributo del poder político que garantiza la obediencia de los gobernados. A partir de los acontecimientos de Francia de 1789, la idea de Revolución comienza a identificarse con un “cambio súbito y absoluto”, que se relaciona con la negación de la tradición y, por ende, la negación de la memoria y de la historia. La Revolución Francesa inaugura el sistema de creencias con centro en Europa que definimos como “modernidad”. Una modernidad específicamente europea, y no de los “otros” no europeos. Más bien, el resto del mundo sufrirá con esta modernidad.

Ahora bien, en la práctica, ¿qué significó para nosotros la llegada de estas ideas provenientes de la modernidad eurocéntrica? La modernidad es hija de muchas concepciones presentes en Europa hacia el siglo XVI. Una de ellas es la Ilustración. Como dije antes, esta concepción focaliza en la razón antes que en la realidad. Precisamente la modernidad se construye desde nuevos criterios de realidad imaginados en un espacio y un tiempo que no son el pasado, ni el presente, sino el futuro. Vale decir, una base no terrenal sino imaginaria, abstracta. “Lo natural” es reemplazado por “lo sobrenatural”.

Desde la teoría política se construyeron mitos científicos, planteos, teorizaciones, que intentan explicar desde lo abstracto el origen del orden social. Subrayo –y esto es fundamental para la comprensión de las ideas de Nación y Patria que elaboró el Estado oligárquico liberal de fines del siglo XIX– que la sociedad ya no era concebida como lo dado, lo natural, sino como un artificio, una construcción. Como señala Oscar Terán, “el hombre ya no era el zoon polítikon aristotélico (el animal que vive en la polis, el animal político o social), sino un ente presocial y prepolítico, alguien que es un ser humano antes de ingresar en el estado civil o de sociedad” (Terán, 2010: 38). Este es el sujeto a partir del cual fueron pensadas las teorías contractualistas de Hobbes (Westport, 1588-1679), Locke (Wrigton, 1632-1704) y Rousseau.

Para precisar, la concepción contractualista parte de la hipótesis según la cual los seres humanos, nacidos como individuos presociales, por diferentes razones deciden asociarse. Deciden voluntariamente vivir en sociedad. La sociedad moderna crea el imaginario de que las sociedades se fundan a sí mismas, se autoconstituyen a partir de un acuerdo público de quienes habitan esa sociedad. En consecuencia, no solo se desplaza a la historia y al pasado sino también a la religión, que daba el fundamento divino al sistema político del antiguo régimen con su pacto de sujeción o de obediencia expresado en la formula Dios-Rey-Pueblo. En este pacto de origen medieval, los súbditos del rey debían rendirle obediencia en tanto el rey realice un buen gobierno. El pacto moderno que proponía Rousseau en cambio no se sostenía en la obediencia al rey ni en el carácter divino, sino en la libre asociación, en el “pacto de asociación” por el cual los individuos deciden libremente conformar o construir una sociedad.

Para Manuel Ugarte, en cambio, la idea de Patria y Nación que se estableció como oficial –desde el Estado y sus instituciones, principalmente educativas– no se cimentó en los hechos históricos, sociales y culturales de las sociedades latinoamericanas. Desde la historia llamada “oficial”, la idea de Patria y Nación no halló su fundamento en la memoria de los pueblos americanos, sino que fue el resultado de la voluntad de un sector de la sociedad. Fue una operación desarrollada por los sectores que detentaban el poder político en los Estados de la región hacia mediados del siglo XIX. Ugarte subraya que esas ideas de Patria y Nación no fueron el resultado de los hechos, sino que fueron una creación: “La nacionalidad como el derecho, es una abstracción si no está apoyada en una vitalidad, en un volumen y una fuerza que garantice su desarrollo” (Ugarte, 2015 [1910]: 45). Manuel Ugarte habla de algo creado artificialmente, una abstracción. Un artificio, del latín artificium, “del arte de hacer”. Un objeto creado para un determinado fin. ¿Por qué afirma esto? ¿Cuál era la idea de Patria y de Nación con la que discute Ugarte? ¿Sobre qué bases se sostenía esta idea de Patria y de Nación?

Juan José Hernández Arregui (Pergamino, 1913-1974), en su libro ¿Qué es el ser nacional? (1963) explora la idea de Patria y Nación en el pensamiento argentino. Sugiere una hipótesis para explicar la disociación entre la idea de Patria y de Nación bajada desde “arriba” (Estado) y la idea de Patria y de Nación que emana de los pueblos. Prácticamente cincuenta años después, el problema al que refería Ugarte persiste, y Hernández Arregui lo estudia. Observa que la raíz del problema para su definición y fundamentación radica en quienes han manejado el concepto.

 

Mitre, Sarmiento y Juan B. Justo, nacionalistas del futuro

Como señala John Bury en su libro La idea del progreso (1971), se puede creer o no en el progreso, lo cierto es que fue una idea que se convirtió entre mediados del XIX y buena parte del siglo XX en una verdadera doctrina, y que ha servido para dirigir e impulsar a toda la civilización occidental moderna y europea. Hasta en algunos lugares, como en el Río de la Plata, llegó al punto de ser una de las ideas constitutivas de la nacionalidad. ¿Cómo es esto? La frase “civilización y progreso” se estableció luego de 1862 como un indicador de juicio sobre lo bueno y lo malo de una sociedad. Se inmiscuyó con otras ideas, con otras raíces, como las ideas de libertad y democracia. Para precisar, los ideales de libertad y democracia, que poseen su propia historia e independiente validez, toman un nuevo valor cuando se relacionan con el ideal de progreso.

Repaso: la idea de Nación y de Patria, como vimos, surge a partir de un vacío, ya por un nuevo pacto entre los individuos que integran un suelo y que se asocian voluntariamente, ya porque rompe radicalmente con todo lo anterior. En síntesis, la Revolución niega el pasado. Es el reino de la razón. La razón antes que los hechos. Hacia el siglo XX es justamente la razón la portadora de otro ideal, el del progreso. Progreso y libertad. Progreso y democracia. Progreso y Nación.

Bartolomé Mitre (Buenos Aires, 1821-1906) fue escritor, historiador, militar –muy malo, por cierto–, periodista, pero esencialmente fue una figura política. Un político de facción. Fue gobernador de Buenos Aires y luego de destruir el proyecto de una República Federal al vencer en la Batalla de Pavón a las tropas de las provincias del interior, llega a presidente de la República. En síntesis, un pensador, pero también un hombre de Estado. Las ideas no se expresaban únicamente en sus textos, sino que desde lugares de poder se vehiculizaban en acciones con repercusiones directas para la sociedad argentina. En su Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina (1857) dice: “La masa popular, mal preparada para la vida libre, había exagerado la revolución política y social, obedeciendo a sus instintos de disgregación, de individualismo, de particularismo y de independencia local, convirtiendo sus fuerzas y sus pasiones y removiendo profundamente el suelo en que debía germinar la nueva semilla que llevaba en su naturaleza. De aquí la anarquía, hija del desequilibrio social y del choque consiguiente de las fuerzas encontradas. […] De aquí el duelo a muerte entre el federalismo y el centralismo, entre la democracia semibárbara y el principio conservador de la autoridad, entre el antiguo régimen apuntalado y el espíritu nuevo sin credo y sin disciplina. Decimos sin credo, porque, como se ha visto, la masa popular obedecía a un instinto más bien que a una creencia, aun cuando invocara una palabra que simbolizaba un principio de gobierno futuro, que sólo la inteligencia podía vivificar, una vez producido el hecho de la disgregación. Esta palabra era Federación. […] Adoptada sin comprenderla por Artigas y los suyos, se convirtió en sinónimo de barbarie, tiranía, antinacionalismo, guerra y liga de caudillos contra pueblos y gobiernos” (Mitre, 1949: 59).

Domingo Faustino Sarmiento, quien fue parte del círculo dirigente del Estado, presidente luego de Mitre en 1868-1874, luego senador nacional por la Provincia de San Juan, fue promotor indiscutible de una instrucción para la formación de una nacionalidad específica para el territorio argentino. Para Sarmiento el pasado no existe, ni la tradición, menos aún las voces de los pueblos preexistentes. Busca a la Nación fuera del territorio. Precisamente en los extremos de nuestro continente: en los Estados Unidos: “Réstanos anticiparnos a la más vulgar de las objeciones que se oponen a la realización de estos sueños; sueños que se realizan hoy a nuestra vista, en los Estados Unidos, en California, por los mismos medios que proponemos para nuestro país” (Sarmiento, 1994, [1884]: 114). En el caso de Sarmiento, la inmigración era la puerta de entrada para la Argentina moderna y era una certeza, porque él ya lo había visto. Sus viajes a Europa y Norteamérica no son únicamente viajes físicos, hay en esos viajes un desplazamiento hacia otro tiempo. Sarmiento viaja al futuro, observa las transformaciones que genera la inmigración y cuando vuelve al país no duda en el reemplazo e incluso en la eliminación de las poblaciones que él consideraba primitivas, que no estaban acordes a los tiempos que corrían. Las poblaciones que habitaban el territorio: los indígenas y los gauchos, eran a los ojos de Sarmiento las culpables del atraso, los verdaderos gérmenes causantes del desorden, de las guerras civiles, de los malones y las montoneras. En Facundo. Civilización y barbarie escribe: “el elemento principal de orden y moralización que la República Argentina cuenta hoy es la inmigración europea, que de suyo, y en despecho de la falta de seguridad que le ofrece, se agolpa de día en día en el Plata y, si hubiera un Gobierno capaz de dirigir su movimiento, bastaría por sí sola a sanar en diez años nomás todas las heridas que han hecho a la patria los bandidos, desde Facundo hasta Rosas, que la han dominado” (Sarmiento, [1845]: 85).

Por último, tomaré el caso de Juan Bautista Justo (Buenos Aires, 1865-1928), uno de los fundadores y referentes indiscutidos del Partido Socialista Argentino, el cual presidió desde sus primeros años hasta su muerte. Además fue diputado nacional desde 1912 hasta 1924 y senador desde 1924 hasta su muerte. En uno de sus libros principales, Teoría y práctica de la Historia (1898), dice Justo: “La filosofía del pueblo es el realismo ingenuo, el modo de ver intuitivo y vulgar que los filósofos desdeñan. La realidad es el conjunto de las percepciones y concepciones comunes de los hombres, nunca tan comunes como cuando se aplican a la vida ordinaria, en el trabajo, en la técnica. Conocemos las cosas en cuanto somos capaces de hacerlas servir a nuestros fines. En su realismo ingenuo, el pueblo desprecia las vacías fórmulas que se presentan a veces como ciencia. […] Numerosos indicios del moderno movimiento histórico señalan para la humanidad un porvenir mejor. Marcha en masa hacia la libertad, que no consiste en la soñada independencia de las leyes naturales, sino en el conocimiento de estas leyes y en la posibilidad así obtenida de hacerlas obrar metódicamente con fines determinados” (Justo, 1931 [1898]: 497).

Para Justo, la ciencia es la verdad. O, dicho de otro modo, solo por medio de un método científico, de una teoría, se puede llegar a la verdad. Y la verdad es la realidad. Subrayo aquí la paradoja. Para Justo, los hechos, es decir, los sucesos históricos, no son reales si no son portadores de razón-verdad-ciencia. Hay hechos sociales, pero para el líder del PSA estos hechos sociales son abstracciones o expresan una sinrazón. En consecuencia, no tienen lugar en su teoría de la historia. El pueblo, “ingenuo, intuitivo y vulgar”, no puede hacer ni escribir la historia. De hecho, la historia está aún por escribirse para Justo, se encuentra en el futuro.

Luego de un brevísimo recorrido por las ideas de tres significativas figuras vinculadas al Estado y sus instituciones –como fueron Sarmiento, Mitre y Justo–, considero que, por sus características originales entre sus contemporáneos, el rescate de las impresiones de Manuel Ugarte no sólo cumple con el objetivo de cuestionar estas ideas y perspectivas sobre el concepto de Nación y de Patria entre fines del siglo XIX e inicios del XX, sino que pone en cuestión aquella famosa justificación de los estudios historiográficos de la llamada “Historia de las ideas”, en donde el eurocentrismo, el racismo, el exterminio y otras aberraciones eran consideradas como parte de “un clima de época”. Cabe preguntarse entonces: ¿en qué época vivió Ugarte? O más bien, si ese término, “clima de época”, en realidad únicamente es la expresión reducida y específica de un grupo o facción generalmente vinculado al sistema de dominación oligárquico que ejercía el poder desde buena parte de los Estados latinoamericanos.

En El Porvenir de la América Latina, Ugarte advierte sobre la operación técnica y científica que el centro de Europa y Estados Unidos llevan a cabo en el continente, borrando las huellas de la época precolombina, negando el pasado colonial y la herencia de ese pasado vigente en los pueblos de América. Con el positivismo como universo teórico, desde los ámbitos académicos latinoamericanos se negaba cualquier intento de los pueblos de la región iniciados antes del proceso civilizatorio. Esta escuela materializaba esa transformación con la inmigración europea en América, más la eliminación del componente indígena e hispánico (Iglesia), por conquista y sumisión a la raza “superior” o directamente por el exterminio de estas razas “inferiores”. Dice en El Porvenir de la América Latina: “La Tenochtitlan de los aztecas con sus monolitos gigantescos, su Caoteocalli donde habitaban siete mil sacerdotes, sus canales anchos y su código célebre; los mayas de Yucatán con sus instituciones sabias, su comunismo agrario y su concepción europea del casamiento y la familia; los araucanos indómitos de que nos habla el escritor chileno Tomás Guevara en su Historia de la Civilización; los incas, los nahuatls y los toltecas han sido barridos o estrangulados por una mano de sangre. Las limitaciones impuestas a los sobrevivientes de las primeras hecatombes y la esclavitud a que se les sometió después han disminuido el número en una proporción tan brusca, que se puede decir que en los territorios donde levantamos las ciudades no hay un puñado de tierra que no contenga las victimas de ayer. Algunos arguyen que desde el punto de vista de nuestro porvenir debemos felicitarnos de ello. Pero hoy no cabe el prejuicio de los hombres inferiores. Todos pueden alcanzar su desarrollo si los colocamos en una atmósfera favorable. Y aunque las muchedumbres invasoras han minado el alma y la energía del indio, no hay pretexto para rechazar lo que queda de él. Si queremos ser plenamente americanos, el primitivo dueño de los territorios tiene que ser aceptado como componente en la mezcla insegura de la raza en formación (Ugarte, 2015 [1910]: 50).

Para la concepción eurocéntrica, tanto la preexistencia de los pueblos americanos como el pasado colonial que reivindica Ugarte, significaban un obstáculo al progreso irremediable de la sociedad blanca, el capital extranjero con su modernidad de puertos, ferrocarriles, bancos y empresas extractoras de recursos naturales. En este sentido, para Sarmiento, Mitre y Justo la idea de Nación sólo podía pensarse en el futuro. Era pensada. No era preexistente, en estos territorios parecía que había que borrar el pasado.

Por último, dejo una reflexión sobre la historia de la historiografía argentina. Hace años observo que buena parte del campo historiográfico se sigue ocupando hoy de quienes han elaborado estas perspectivas. Temas como “El proyecto de Nación”, “La construcción de la Nación”, “Una Nación para el desierto Argentino” (Halperin Donghi, 2005 y 2007), “Pensar la Nación” (Terán, 1986; Acha, 2006; Golman, 1992; Ternavasio, 2007) o incluso se ha llegado a escribir sobre un “momento romántico en el Río de la Plata” (Palti, 2009), cuando en realidad el autor debería decir: un momento de cuatro o cinco ilustrados en un salón de Buenos Aires. En síntesis, una buena cantidad de trabajos historiográficos que afirma la no existencia de la Nación o, mejor dicho, la afirmación –implícita– de que la Nación nace de una construcción “desde arriba”. La Nación como resultado, por un lado, del pensamiento de un conjunto de ilustrados; y por otro de la acción de guerreros, estancieros, gobernantes, políticos. Una Nación que siempre aparece como pensada, ya sea cuando se habla del siglo XIX o del XX. Que nace por fuera del tiempo y el espacio. Nunca es un fruto de la historia, más bien todo lo contrario. Nace en el pensamiento y luego, desde allí, construye la historia.

En este sentido, observo cierta continuidad de las perspectivas planteadas por Mitre, Sarmiento y Justo frente a una carencia de estudios de cultura popular, de aquello que Ugarte denomina “la imposición de los hechos” en el campo historiográfico argentino. Subrayo esto porque creo que es en esos estudios donde los historiadores pueden encontrar algunas explicaciones para comprender el concepto de Patria y la historia de nuestra Nación. No creo que estas nociones puedan vislumbrarse mejor en Mitre, Sarmiento o Justo que en las historias de nuestros habitantes, de nuestros pueblos.

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