Peronismo: lo femenino, el Estado, la comunidad organizada

“Cuando una mujer de América levanta la voz para decir la palabra ‘justicialista’ se escandalizan como si hubiera pronunciado la peor de las ofensas que se pueda decir” (Eva Perón).

Hablar de peronismo y de género es hablar, en primer lugar, de la figura fundadora de lo femenino en el peronismo: Eva Duarte. Eva irrumpe en el espacio público –hasta entonces dominio casi exclusivo de lo masculino– y aunque deliberada e insistentemente se pone junto a Perón, su figura entonces y a través de la historia desborda inevitablemente ese lugar secundario que ella misma enunciaba. En la distribución simbólica de los cuerpos,[1] una de las reglas del aparecer de la mujer en el espacio público era hacerlo bajo la forma de “la mujer de”. Resonaban ya muchas voces de lo femenino, pero faltaba el voto, es decir, palabra política. Con Eva las mujeres tuvimos el voto, pero sobre todo la palabra.

La operación que realiza Eva Duarte de Perón es pronunciar esa regla divisoria que ordenaba el espacio público, dejando a la mujer por fuera de la palabra. En tanto mujer de empieza a resonar la voz de Eva, esa voz que dice la palabra justicialista en el espacio público. De esta manera, inaugura algo nuevo que rompe la configuración en la cual sólo tienen palabra los hombres. La forma visible de la mujer en tanto “mujer de” operaba entonces como un salvoconducto para trastocar el orden que regulaba el espacio público y la palabra política.

En la distribución de los cuerpos según el orden instaurado en América colonial, el ámbito de lo público estaba reservado al varón, blanco, descendiente del conquistador, propietario. El espacio de lo femenino era exclusivamente el espacio doméstico, privado, íntimo, donde no había política.[2] Las instituciones republicanas de Latinoamérica fueron heredas de aquellas maneras del conquistador. Hasta que, en Argentina, un movimiento llamado peronismo trastocó, en primer lugar, el espacio público, dándole palabra a los que –aunque tenían ya el voto– no contaban para nada: el o la “cabecita negra”, aquellos y aquellas que llevan en su cuerpo la originaria procedencia de la tierra –esa misma que quería esconderse tras los fastuosos edificios que emulaban la añorada Europa. La diversidad, el mestizaje, que se habían ido componiendo en nuestro territorio, con Perón en la Secretaría de Trabajo y Previsión, empiezan a circular por los corredores ministeriales, y luego –con Perón en el Gobierno– ingresa al Palacio del Congreso y ocupa los despachos de los ministerios.

Eva y los y las cabecitas, los otros y las otras que no encajaban en las reglas de aparición del espacio público –las reglas del hombre blanco, de familia distinguida, propietario, sujeto de derechos– habían estado hasta entonces excluidos y excluidas, es decir, condenados y condenadas como la tierra, como la mujer, como sus ancestros originarios, a ser asimilados –por no tener palabra– a la cosa que ha de ser conquistada, domesticada, explotada, violada, consumida, aniquilada. Junto a Eva, ellas y ellos se convirtieron en un verdadero escándalo para los “señores”, que tempranamente desataron su crueldad y ensañamiento misógino que llegó más allá de los límites de lo imaginable con el secuestro del cadáver de Eva, acaso un presagio de lo que le sucedería al Pueblo. El Patriarcado castigó ayer y castiga hoy “todo lo que lo desestabiliza, (…) todo lo que parece conspirar y desafiar su control, (…) todo lo que se desliza hacia fuera de su égida” (Segato, 2016: 96).

“Señorío”, “dueñidad”, posiciones subjetivas de una estructura patriarcal que se instala en América con la conquista, y que sigue reproduciéndose a través de patrones culturales, políticos, institucionales y jurídicos, y que lamentablemente todavía opera en los distintos poderes del Estado, así como en la intimidad, donde –como bien señala Segato– se reproduce la figura de la “dueñidad” para someter o aleccionar a la mujer y sus otros.

Con la imposición del neoliberalismo en la Argentina, se inaugura una nueva embestida del colonialismo con nuevos objetivos y nuevos actores, y –otra vez– la desaparición de los cuerpos se da junto con la desaparición de la política. La imposición violenta de un nuevo orden de lo visible y lo invisible, de los que cuentan y los que no, de los que tienen la palabra y de los que apenas se les permite balbucear. Son las mujeres, madres, con su valentía y fuerza, las que empiezan a hacer visible aquello que había sido perversamente borrado del espacio público con el silencio, y en algunos casos con la complicidad del resto de la ciudadanía.

Hablar de peronismo y de género es hablar hoy de otra figura de lo femenino en el peronismo: Cristina Fernández de Kirchner, también ella irrumpe en la política junto a un hombre con una virtud y una capacidad de liderazgo sin igual, para llevar adelante la recuperación de la Argentina luego de acaso la peor crisis que haya padecido en su historia. Sin embargo, como Eva, hace estallar en mil pedazos el prototipo machista de la mujer. Cristina ocupa el sillón de Rivadavia como si estuviera hecho para ella. Quiero decir: transmite firmeza, saber, seguridad, e incluso se da lugar para un cierto sentido del humor o una sutil provocación. Pero eso en una mujer, a los ojos del Patriarcado, es imperdonable, porque en el esquema machista de lo visible y lo invisible, una mujer que puede es, en cierto modo, una obscenidad. De ahí que Cristina, la mujer más importante de la política actual, haya sufrido en los últimos años –con una entereza admirable– el sistemático hostigamiento a su persona y la de su hijo, pero sobre todo de su hija, por parte de los sectores más conservadores de la Argentina, vehiculizados a través del Poder judicial que –articulado con los servicios de inteligencia y los medios de comunicación– no aspiraban ni aspiran a otra cosa que disciplinar a través de ella a la comunidad en su conjunto. Las mismas formas patriarcales han subsistido activas en el tiempo, ejerciendo violencia sobre el cuerpo de las mujeres y las múltiples expresiones de lo femenino, violencia que persiste a pesar de las luchas, las manifestaciones multitudinarias de una sociedad sensibilizada ante estas cuestiones. Esta insistencia amerita el esfuerzo conjunto en una profunda transformación de la sociedad, pero también de las instituciones, en tanto que –a su interior– todavía subsisten dispositivos patriarcales que operan sordamente, con un férreo automatismo.

En este sentido, el Estado –en tanto mecanismo de ejecución de las políticas que el Gobierno concibe y planifica, tal como lo define Perón en La comunidad organizada– debe ser transformado. Que nos paremos frente a la “Estado-fobia” neoliberal para defenderlo como herramienta indispensable para la ejecución de políticas en materia de justicia social, no significa que desconozcamos que, en su estructura, en su ADN (Segato, 2016: 94), lleva una fuerte raigambre patriarcal y colonial que debe ser desactivada.

La comunidad organizada debe pensarse en clave de lo femenino en la diversidad de sus formas y manifestaciones, entendiendo lo femenino como el aspecto disruptivo no sólo de la sexualidad, sino de todo orden que pretenda erigirse según la lógica del todo, de lo completo, de lo acabado, mediante la instauración de particiones entre lo que cuenta y lo que no, los que tienen la palabra y los que no, los que se ven y los que no se ven. Cuando irrumpe lo femenino se trastocan los órdenes vigentes y se comienza a dar lugar, visibilizar, escuchar, a todas aquellas formas y situaciones que por su singularidad no entraban en los patrones normativos, culturales y sociales.

Ahora bien, considero que la posición de lo femenino significa al menos dos cosas. En primer lugar, asumir la cuestión del género y la diversidad de manera situada, es decir, arraigada en nuestra comunidad, y no bajo las prescripciones de organismos internacionales u organizaciones no gubernamentales internacionales que muchas veces vehiculizan perspectivas liberales, y en las que las mujeres y otras divergencias son utilizadas como caballo de Troya en la estrategia de neo-colonización. No creemos en la divergencia posmoderna que hizo pie en la diferencia para ir contra el lazo social.

En segundo lugar, pensar un Estado cuyas capacidades sean reformuladas y reconstruidas desde la perspectiva del género y la diversidad, esto es, libres de las formas del Patriarcado. En este sentido, nuestros gobiernos peronistas en todos los niveles han convertido –a través de la creación del Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad– la cuestión de género en cuestión de Estado, y al mismo tiempo están trabajando de manera mancomunada con organizaciones de raigambre popular que acompañan al Gobierno en la difícil tarea que significa desarticular el andamiaje del Estado patriarcal, que no es otra cosa que los restos de un Estado cooptado por los intereses de unos pocos que han sometido a la comunidad a la explotación, al saqueo, a la violación, usando el aparato represivo más rancio, elitista y machista para escarmentar a aquellos y aquellas que, asumiendo las formas de lo femenino, hicieron crujir el orden de lo visible y lo invisible, de lo que cuenta y lo que no cuenta.

A las formas del Patriarcado –conquista, domesticación, explotación, exclusión, exterminio– que han permeado la estructura del Estado, le estamos contraponiendo, en palabras de Eva Perón, la inteligencia del corazón que no es otra cosa que el trabajo que convierte las formas de lo femenino en institución.

 

Referencias

Ranciére J (2007): El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires, Nueva Visión.

Segato R (2016): “Patriarcado: Del borde al centro. Disciplinamiento, territorialidad y crueldad en la fase apocalíptica del capital”. En La guerra contra las mujeres. Madrid, Traficantes de Sueños.

[1] J. Ranciére (2007) distingue entre un orden de distribución simbólica de los cuerpos al que llama policía y otro orden, la política, la instancia en que se disloca ese orden, gracias a la irrupción de los que no tienen parte ni voz.

[2] Seguimos en este análisis los conceptos de dueñidad, señorío, patriarcado, desarrollados por R. Segato (2016: 95).

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