El cable

No quiero escribir sobre eso que está ahí afuera. No quiero nombrarlo tampoco, siento que si lo hago lo corporizo y con él al miedo. Y no, prefiero que siga siendo un fantasma: una sombra que no puede taparme. Pero, ¿saben qué? Sí puede. Y de hecho lo hace la mayor parte del tiempo. La realidad exterior invade tanto la iniciativa que parece absurdo hacer cualquier cosa. El humo negro está en la cabeza. De noche, insomne. De día, insomne. Es como si se hubiesen abierto las fronteras entre el día y la noche. Todos los días el día.

Cuesta, pero, como decía el irlandés: ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos de tema. No puedo escribir sobre nada que esté acá dentro. Intento, pero me sale espuma. Así que, cuando puedo, leo. Leo cuando puedo y veo series de noche, para escapar de las imágenes que tengo en la cabeza. ¿Qué haría sin un libro, sin una película, sin una serie, sin la música? Nada, no haría nada.

¿Qué leo? Los diarios de Kafka. ¿Por qué los leo? Primero, porque un diario está escrito para ser leído en el futuro, y ese futuro ya llegó. Y segundo, porque quiero tomar su distancia en la escritura, siempre fría, precisa. Ponerme en ese cuerpo frágil y voluntarioso, que vive con miedo, pero sigue. Dice que no puede escribir y no para de escribir. Pienso que estos días son días kafkianos, porque la angustia se apodera del día. Ahí Kafka registra la angustia mientras sucede, le pone palabras, la deja fluir en sus cuadernos. Aprende a convivir con ella. Kafka dice: “Conocerse completamente a uno mismo. Poder abarcar, como si fuese una pelota pequeña, la circunferencia de las propias capacidades. Aceptar como algo conocido la más grande decadencia y permanecer así todavía elástico en ella”.

¿Qué veo? Estoy viendo de vuelta –rewatch leo que le dicen– The Wire. Ya en la primera escena está todo: un muerto en la calle de un barrio bajo, un patrullero con las luces titilantes en la oscuridad, y en la vereda de enfrente, en una escalera, un chico del barrio, sentado junto al detective que quiere entender. El detective le pregunta si va a testificar, y el chico le dice que no, que él no es un buchón. Pero igual habla. El chico, negro, claro, le dice al detective que el que murió era un conocido, que todos los viernes jugaban a las cartas con un grupo y él siempre se escapaba con el botín. El detective lo escucha. El chico entonces dice que a los que lo hicieron se le fue la mano, que el chico que murió no era un mal tipo. El detective entonces lo mira y le dice: lo que no entiendo es por qué lo dejaban seguir jugando si sabían que les iba a robar. El chico lo mira extrañado, como si hubiera preguntado una boludez: porque esto es Estados Unidos, responde. El detective se ríe porque lo entiende. Y entonces sí, empieza la cortina de la serie definitiva.

El detective es McNulty, lo más parecido a un protagonista que tiene la serie. Un policía tan impresentable como lúcido, absolutamente adicto al trabajo. A principio de año releí La Pesquisa, de Saer, y en un momento, hablando del detective Morvan, da una definición que le calza pintada a McNulty: “el sentimiento de haber llegado a los cuarenta y tantos años para encontrarse en la soledad más absoluta venía siempre acompañado de una sospecha y al mismo tiempo de una determinación: que era la profesión de policía la causa de sus trastornos afectivos, pero que de ningún modo podía renunciar a ella”. Ahí está.

En la serie, un grupo de policías, una unidad especial, tiene que atrapar a Barksdale, el líder de una banda de traficantes de Baltimore, la ballena blanca de McNulty. Para eso necesitan de la tecnología, encontrar la manera de registrar las llamadas de la banda, replicar los beepers, hacer la conexión. Porque alguien wired, digamos, es alguien que está conectado. Como yo, como ustedes.

Pienso que otra cosa que hago es caminar, y camino porque necesito el movimiento corporal. Ahora me enseñaron a usar una aplicación que te cuenta los pasos, y camino como un loco por la casa o por el jardín, como si fuera Alfonsín en la quinta de Olivos, con los brazos detrás de la espalda, enlazados, la mano izquierda sosteniendo por la muñeca a la derecha para que no se escape, como si tuviera esposas invisibles, las que todos tenemos. Cuento los pasos e imagino las cuadras, veo las barrancas de Belgrano para ir al laburo, los chipás en Sucre, cruzando las vías, los libros del pasaje a mi vuelta. Es como si pasara por ahí, pienso: mil pasos son cinco cuadras, ocho mil cincuenta. Me propongo caminar ocho mil pasos por día, ir y volver del trabajo. Casi nunca lo consigo.

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