No hay democracia sin bienestar

Tucídides, el historiador de la Guerra del Peloponeso, afirmaba en el siglo IV AC: “los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que tienen que sufrir”. Cuánto de cinismo o de realismo hay dentro de esta sentencia: ambas conductas o voluntades suelen caracterizar el campo de la política, entendida como el ejercicio desnudo del poder. Tales acciones operan al abrigo de cierta lógica utilitarista que ha camuflado el ejercicio de la política en el nuevo racionalismo de los mercados. Asistimos a la “despolitización científica de la economía”[1] y la conversión plena en mercancías al trabajo humano, la tierra, el dinero y el derecho, en tanto la competencia global exige la vigencia del orden jurídico más complaciente “law shopping” a los intereses del poder transnacionalizado para mercantilizar todas las dimensiones de la sociabilidad humana.

En este marco, los intereses de los actores que disputan en los espacios nacionales se van confundiendo con la nueva racionalidad del poder globalizado y los alineamientos políticos pierden consistencia como intérpretes de la dinámica de lo público y lo social, o sea, como configuradores de opciones políticas en los ámbitos de las soberanías nacionales. Las viejas categorías de derecha e izquierda para señalar los posicionamientos en la escena nacional resultan insuficientes para caracterizar las dinámicas de posicionamiento y de alineamiento reclamadas por los actores globales. La vieja derecha vernácula, conservadora y oligárquica, que hacía explícita su voluntad de poder invocando el orden natural de las cosas, la tradición y la religión, ha devenido en un actor inasible, brumoso, anónimo, que se anuncia como “los mercados”. Las viejas oligarquías despóticas, agentes de poderes e intereses coloniales que proclamaban su misión civilizadora se presentan hoy travestidas en sus herederos bastardos, venidos de la nueva soberanía transnacional que emerge de las usinas financieras desterritorializadas, fondos de riesgo, paraísos fiscales y espacios virtuales de especulación, donde la única ley es la apuesta por el riesgo y el azar en un vacío de institucionalidad y de responsabilidades corporativas. En esa transformación, la derecha conservadora ha perdido su lenguaje ideológico y su vocación política, ya no intenta disciplinar para lograr el sometimiento de la mayoría, sino viabilizar la conversión del Estado en un espacio de negocios que reniega de toda responsabilidad pública, social y colectiva. El nuevo orden de dominación no reconoce ningún lugar al vencido, al explotado, al sometido: todos son reducidos a una existencia espectral y residual. “Los descartados”, como señala el Papa Francisco. En otras palabras, hemos pasado de un orden inmoral donde reinaba el privilegio en detrimento de la justicia, a un orden amoral donde los privilegios pretenden legitimidad en un orden que ni siquiera reconoce al sometido o explotado, sino el efecto de la pura exclusión donde el semejante es invisible en su humanidad.

Esa derecha ha logrado una verdadera revolución, subvirtiendo la jerarquía de la verdad, naturalizando la falacia como discurso y desvirtuando las reglas del lenguaje para impedir el disentimiento democrático. Una ideología que ha invertido la lógica y señala como privilegiados al desempleado que recibe un subsidio estatal, al trabajador sindicalizado, a la embarazada sin recursos que accede a una renta universal, al docente que reclama por la paritaria, al migrante que compite por un trabajo precario; todos ellos, que “cobran por no hacer nada”, serían detentadores de una renta diferencial provista por el Estado y apropiadores ilegítimos de los recursos fiscales, mientras a los trabajadores se les hace creer que son empresarios de sí mismos que deben valorizarse cada día como generadores de riqueza para tentar a inversores que, ellos sí, sabrán reconocer sus capacidades meritocráticas en el mercado y evitarán que opere un Estado responsable de la fiscalidad para garantizar el acceso equitativo a bienes y servicios públicos de calidad.

El éxito del neoliberalismo –como dice Michel Feher– es haber repensado la lucha de clases, ya no en torno de la explotación de los débiles, sino a partir del abuso que estos, usufructuando la renta pública, ejercerían sobre las personas que, tentadas por ser valorizadas en el mercado, aceptan la precariedad de sus condiciones de vida confundiendo la condición de emprendedoras con la ideología del emprendedurismo, ignorando que las extraordinarias ganancias de los monopolios provienen del control y la reducción de la inversión. En este clima de afirmaciones falaces, el neoliberalismo presiona por reducir el gasto público y condicionar al Estado para que actúe como agente de valorización de la oferta privada en perjuicio de los bienes y servicios públicos en materia de educación, salud, previsión social e infraestructura. El predominio de las finanzas lleva a la financiarización del Estado, en forma de iniciativas de financiamiento privado garantizadas por el propio Estado, que les dice: gasten en mi nombre, lo que facilita su captura por parte de las elites financieras.

La doctrina de la meritocracia termina siendo un eficaz recurso retórico para generar una aquiescencia en la opinión pública que permita la colonización del Estado por intereses transnacionales que operan en la disolución del espacio y el interés del conjunto social.

En América Latina estamos asistiendo a eventos de movilización social que rechazan esta inhumanidad, que denuncian la injusticia y anuncian el fracaso del modelo neoliberal que se inauguró a partir de los años ochenta del siglo pasado con la revolución neoconservadora (Reagan-Thatcher) y se difundió bajo la ideología de la globalización hasta la hecatombe que significó la especulación de las hipotecas “sub prime” en 2007-2008, lo que determinó la crisis de la dimensión político-institucional de la gobernanza mundial articulada en torno a hegemonías de espacios regionales que prometían un nuevo equilibrio para asegurar la paz y el crecimiento a nivel mundial.

Resulta muy problemático hablar de fracaso del neoliberalismo y diferenciar entre los indicadores de la realidad y nuestras preferencias. Es cierto que, según marchan los acontecimientos, se observan fuertes perturbaciones a lo que ha sido la continuidad de un proceso de crecimiento y desarrollo económico y social que encontró sus límites a mediados de los años setenta del siglo pasado. Con ello terminaba la previsión en el comportamiento de las variables fundamentales sustentadas en orientaciones hacia objetivos de bienestar. Fue entonces cuando se quebró la racionalidad de los límites que imponían estructuras normativas acordadas en la institucionalidad internacional consensuada en la segunda posguerra. El funcionamiento de tales instituciones hacía previsible la progresión capitalista fundada en el principio de la competencia, aunque cuidando que los equilibrios inestables de los mercados no desmadraran más allá de ciertos frenos institucionales que fueron el resultado de negociaciones y convergencias de voluntades de los estados nacionales.

La lógica competitiva de los mercados se ha impuesto a la lógica cooperativa de los estados y el resultado se expresa irónicamente en la resurrección del “estado de naturaleza hobbesiano”, esta vez como si fuera un realismo virtuoso en la medida que revela el descubrimiento de la supuesta verdadera naturaleza humana. La ideología meritocrática disimula la restauración de un orden de privilegios fundado en el talento y la herencia, aunque haya resquicios para que individuos favorecidos por el azar aspiren a representar la virtud meritocrática.

De un lado, la postulación de una distopía: insistir en lo mismo con un porvenir incierto. Margaret Thatcher no erraba cuando decía: “la economía es el instrumento para ganar el alma de los individuos”. Una doctrina irracional y sectaria, de un lado, opuesta a las experiencias de cambios y transformaciones progresistas que buscan el equilibrio entre crecimiento económico y redistribución de la riqueza. De nuevo aparece la desconexión entre crecimiento y desarrollo, donde el primero es asimilable a la dinámica azarosa de la competencia de los mercados, en una dinámica de concentración sin reglas que niega las externalidades negativas en términos de sociabilidad humana y preservación ambiental. De otra parte, una propuesta que no sólo ve necesidades sino la convivencia entre intereses contradictorios, entre lo privado y lo público, y la necesidad de rehabilitar la política para fundar equilibrios dinámicos, siempre inestables, que posibiliten una economía de bienestar, tal como la definía Gunnar Myrdal, para quien el equilibrio económico tiene la base del interés, la inversión y las expectativas del ciclo económico.

En nuestro país asistimos a un cambio de gobierno que promete la construcción de un nuevo sentido a la dirección de los procesos socioeconómicos y políticos. Un rumbo diferente que apuesta por la restitución efectiva de derechos de humanidad y por un Estado que retome las prerrogativas regulatorias y de promoción de ideas y proyectos que integren intereses diversos y construyan equilibrios dinámicos entre las opciones en juego. El presidente se ha referido a la solidaridad y a un capitalismo de bienestar. Históricamente, la oligarquía argentina ha reconocido como sus valores civilizatorios a la Riqueza y la Caridad, es decir, concentración y redistribución marginal a los menesterosos. De una economía extractiva solo cabe esperar concentración y despotismo. Inauguraron el ideal del bienestar bajo el lema de la Justicia Social: crecimiento y participación de todos en la riqueza generada. Condiciones esenciales para la existencia de una Argentina democrática.

 

Juan Carlos Herrera es doctor en Ciencia Política y docente universitario.

[1] Feher, Michel (2017): El tiempo de los invertidos. Ensayo sobre la nueva cuestión social. París, La Découverte.

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