Enemigos de la lejanía y televisibilidad de los hechos

Es paradójico que la etimología de la palabra televisión –ver desde lejos– se haya empantanado en el lodazal de tantas horas de emisión sensacionalista, superficial, manipuladora. Desmintiendo su significado original, la televisión acercó los hechos de un modo en que se tiende a olvidar que son lejanos. Claro, favorecido por la impronta de espectadores y espectadoras ávidas de cercanía, el contenido de la tele, muchas veces vacío de sensatez y de rigor informativo, logró ficcionalizar la vida cotidiana y hacerla parecida a esa representación con que las comedias insípidas de otrora machucaban cabezas a diestra y siniestra. De aquellos machucones queda algo más que el recuerdo: la realidad virtual de las fake news y ese sabor inescrupuloso de la posverdad.

La televisión trajo un espejo deformante que, a falta de mejores fuentes, llegó a ser la sagrada escritura de lo momentáneo. Primero anuló la necesidad de mirar las cosas con el esfuerzo exigido por su lejanía. En poco tiempo la pantalla logró su aceptación como esa ventana de casa por donde ingresa el resplandor de la realidad. Pocos advertían que se trataba más bien de tenebrosas fantasías: los avisos comerciales, los noticieros sensacionalistas, la sub representación de las minorías, la construcción de estereotipos, etcétera. Las voces que provienen de esa ventana son como el canto del canario en su jaula: forman parte de la ambientación sonora del hogar.

Casi simultáneamente la tele domesticó las mascotas rebeldes, niños y niñas a quienes se educó en la idea de que en el entretenimiento deben combinarse golpes, persecuciones, humillaciones y disparos a quemarropa. Soluciones mágicas a la vuelta de la esquina, congruentes con el universo donde la línea divisoria entre el bien y el mal se yergue con la imponencia de las cordilleras. Más tarde aparecieron los debates presidenciales y la video política, y poco después las señales “noticiosas” y los talk shows de panelistas todólogos. Entre sofismas y falacias, el entretenimiento cívico ingresó por fin al escenario tedioso de los asuntos públicos.

Con la escasez de recursos financieros, la televisión se pobló de paneles. La discusión acalorada desplazó al drama sentimental. El fanatismo de los indignados por la corrupción y el derroche de los fondos públicos despertó más fantasías que los besos fingidos de galanes y novias de telenovelas. En lugar de la identificación o la catarsis aristotélica, los talk shows de “política” movilizaron el conflicto cívico de la moralidad y el hastío porque sí. En pocos años las pantallas sufrieron la deserción de la empleada doméstica seducida y abandonada, del falso lisiado y del amnésico que recupera repentinamente su salud mental. El reemplazo de estos conspicuos sufrientes del amor llegó por la vía de vociferaciones y denuncias, operaciones con instalación de testigos y arrepentidos, corresponsales judiciales y estrategas del Código Penal.

Los recién llegados no necesitaron de Stanislavski ni de Lee Strasberg. Bastaba una dicción más o menos clara. El guión y los libretos reclamaban un mínimo de coherencia y quizás algo de verosimilitud. Con estos elementos, la doctrina poética de Aristóteles quedaba plenamente complacida. Desde el punto de vista de los que observamos, la distancia puede mejorar o empeorar las cosas. Si el propósito es comprenderlas y contextualizarlas, se requiere más atención cuando se las ve desde lejos. Pero si es solo para pasar el rato, la lejanía consiente miradas rápidas y relajadas. Así es la televisión con respecto a los hechos. Se ha tele-educado al “soberano” sin distinguir entre la receta de panqueques y el sesudo análisis macroeconómico que aconseja despedir empleados públicos. Es necesario empeñarnos en ver minuciosa, detenidamente, si queremos conocer bien aquello que observamos. La cámara de televisión hace el trabajo por nosotros, pero al costo de hacernos creer que el esfuerzo ha sido nuestro, y que por ello el resultado de lo que vimos es indubitable. Por la calle encontramos decenas de pensadores pre-cartesianos que insistirán: “lo he visto con mis propios ojos”.

Naturalmente, prima facie nadie es tan tonto como para asumir que ver por la televisión es equivalente a ver por los propios medios. La exageración es un incómodo aspecto de la reflexión. Pero ya que se puede probar si la receta culinaria es exitosa o adecuada, la pantalla detona un razonamiento. Se trata de un entimema, silogismo incompleto inducido desde la lejanía donde se asegura que la solución económica consiste en reducir drásticamente la plantilla de asalariados de los tres niveles del Estado. Si los panqueques se hacen con tres huevos cada 500 gramos de harina, el equilibrio fiscal se logra con el despido de tres de cada cuatro funcionarios. Igual que con las series televisivas, el desenlace siempre es favorable, instantáneo, providencial. En su momento, la privatización de las empresas públicas y el achicamiento del Estado fueron los corceles impetuosos de una carrera imaginaria hacia el “concierto de las naciones”.

 

Las tele-emociones promovidas

Los deportes televisivos son del orden de lo emocional. No vemos fútbol para aprender a jugarlo, sino solo para opinar a partir de nuestras preferencias, las que resultan confirmadas con cada presentación de nuestro equipo, en las victorias o en las derrotas. Algunas veces las disputas se realizan muy lejos, en estadios donde caben apenas unos miles de espectadores. Sin embargo, somos varios cientos de millones los televidentes que disfrutamos de esos juegos. Disfrutar no es jugar. Solo nos queda el entretenimiento como disfrute. No es como estar en la cancha, pero por lo menos no asomamos la nariz fuera de casa. Acaso es más cómodo. Y más barato. Pero las emociones terminan siendo equivalentes. Buena salsa es el hambre. No olvidemos que la gran mayoría de los espectadores ven el juego desde casa, no desde la arena en que se disputa el partido. En estas sociedades democráticas rige el principio de las mayorías. Vox populi, vox dei. ¿Es necesario recordar que los “dioses” hacen decir al pueblo solo aquello que conviene a la necesidad inmediata de sus arcanos designios?

Ocurre con la “política” televisada como con los deportes en la pantalla: la disfrutamos precariamente, con algo de forzada resignación y de entusiasmo incomprensible. No jugamos, pero “sentimos” la cercanía de las pasiones, los goles en nuestro arco, la injusticia de los árbitros, la deslealtad de los rivales. Nos duelen las derrotas y nos alegran los triunfos. Pero no jugamos, la cámara juega por nosotros. O tal vez nosotros somos el juego de las cámaras, las gargantas que necesitan los dioses para vociferar la excluyente necesidad de su dominio. Como nuestra experiencia se reduce al escenario que muestran las cámaras, pasamos a ser jugadores amodorrados que en la sala de estar devolvemos un smash o propinamos un uppercut ante la pantalla destellante. A pesar de ello, se dice que seguimos los combates en vivo. ¿Será porque de repente la vida dejó de ser lo que está fuera de las pantallas para limitarse a la observación de lo que pasa dentro de ellas? ¿No tenemos la vaga sensación de que lo que queda excluido de las pantallas es inexistente o insustancial, a pesar de que inocultablemente es al revés?

 

Las formas de la objetividad

¿Aceptaríamos que en una transmisión de tenis solo se enfocara al árbitro, o a los que alcanzan la pelota? Sería un absurdo. Una intervención surrealista, donde es emplazado en el centro de la escena el aspecto más irrelevante. ¿Alguna vez los ciudadanos que siguen la “política” por la televisión protestarán ante el surrealismo de los comentaristas que instalan tendenciosamente cortinas de humo, o reducen la complejidad de los problemas a una o dos personas culpables de todo?

Los seguidores de deportes televisados se indignarían con razón si se les anunciara una pelea por el título mundial de boxeo y a cambio se les ofreciera una partida de billar. No parece que los ciudadanos de la video política se indignen tanto cuando el equilibrio de distintas posturas brilla por su ausencia o se los somete a operaciones de maniqueísmo tan decepcionantes para con los principios del debate cívico. Ahora bien, los consumidores de deportes tienen un criterio formado acerca de las reglas que estructuran las distintas disciplinas. Los video-ciudadanos aprendieron la política tamizada por la simplificación del lenguaje audiovisual y otros abusos característicos del entretenimiento pasatista y la mercantilización de los tiempos mediáticos. Ni la escuela ni la prensa mediática han inculcado a los ciudadanos acerca de la relevancia del debate público. En cambio, como parte del bagaje pasatista sí han logrado promover la distinción amigo-enemigo de Carl Schmitt, que resulta oportuna para los gobernantes e inconducente para la ciudadanía.

Últimamente, las redes sociales ampliaron la experiencia del espectador a la posibilidad fantasmática de ser leído o visto. La virtualidad y el ciberespacio aniquilaron el principio –etimológico– de la televisión: no vemos desde lejos. Todo está insoportablemente cerca. O peor: nada está cerca ni lejos, ya que no hay distancias en el espacio simbólico regido por interacciones en las plataformas de mensajería instantánea. Con el advenimiento de estas tecnologías se hiperdesarrollaron las peores tendencias de la video-política: ya no fue necesario conocer al emisor de las fruslerías investidas de opinión pública. Los trolls –financiados por un aparato rigurosamente hostil a la disidencia y a los disidentes– comenzaron siendo el otro yo de la canalla autoritaria. Como pasa con las fantasías intensas, el momento en que se proyectan y se confunden con la realidad no se hace esperar. Por eso es que las redes se infectaron de voces anónimas y seudónimas destinadas a amplificar la incomprensión frente a los hechos de por sí complejos de todo proceso controversial. La epidemia trajo índices alarmantes de una enfermedad ya conocida: la retroalimentación entre convicción y odio, entre fanatismo y “coherencia” ideológica.

Sin nuestro compromiso efectivo en cada área de actividad, los hechos quedan lejos, por más ubicuas que sean las redes digitales y mediáticas. Las tecnologías no reemplazan nuestras posibilidades de actuar, solo las amplían. En todo caso, pueden narcotizarnos y hacernos creer que el uppercut que arrojamos al vacío se estrella en el mentón de nuestro contendiente. El hecho resultante no será un knock-out, sino otro inconducente, infértil pero apasionado esfuerzo por enfrentar lejanísimos y quiméricos enemigos.

 

Miguel Ángel Santagada es Ph.D. Doctor en arts de la scène et de la écran (Université Laval, Canadá), profesor titular de Teorías y Prácticas de la Comunicación I (Facultad de Ciencias Sociales, UBA) y de Teorías de la Comunicación y la Cultura (Facultad de ArteUNICEN) y director del proyecto de investigación UBACYT “Debates recientes y orientaciones teóricas en el campo de los estudios de comunicación”.

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