El neoliberalismo contra el Estado y la sociedad

Cierta generalización en el uso del vocablo “neoliberalismo” demuestra las limitaciones semánticas para caracterizar la evolución de realidades caracterizadas por dinámicas complejas y contradictorias. En efecto, el prefijo ‘neo’, tanto puede significar algo que ya no es, en términos cronológicos, como una actualización más o menos imprecisa del fenómeno. Algunos autores (Arizmendi, 2017) rechazan ese prefijo por entender que el fenómeno del neoliberalismo constituye la negación de los fundamentos originales del liberalismo, es decir, se le opondría como anti-liberalismo, en la medida que contradice sus postulados históricos: a) promover la creación de riqueza para elevar el nivel de vida de la población; b) la institucionalización de la democracia representativa; c) la vigencia del Estado de Derecho, con delimitación soberana de un territorio. Ninguno de estos ejes estaría presente en el fenómeno del neoliberalismo que, por el contrario, se caracteriza por la gestación de una “sociedad de mercado”, cuya dinámica es la de apropiación y concentración de la riqueza, y que implica su opuesto en la desapropiación y desposesión de poblaciones y la depredación sin límite de la naturaleza y del ambiente humano. Un mercado que va segregando espacios de exclusión, paradójicamente de no-mercado, donde la competencia es violencia apropiadora al límite de destrucción de la vida.

Es sabido que la historia del capitalismo está determinada por crisis que manifiestan una naturaleza esencialmente contradictoria entre la tendencia a la acumulación y las demandas por la redistribución de los beneficios. Claus Offe (1994) lo puso de relieve al analizar la crisis del “Estado de Bienestar” en las acciones compensadoras del costo social de la acumulación y las políticas de redistribución que hoy evidencian fuertes restricciones para neutralizar las tendencias disipadoras del propio sistema capitalista. Así ha ocurrido desde el Mercantilismo y la lógica de las ventajas comparativas, al Fordismo y la optimización de la producción en serie, y al Neoliberalismo con la expansión del mercado a nivel global que subordina las competencias normativas y regulatorias de los estados nacionales a través de las empresas transnacionales (ETN) que se han constituido en los únicos agentes de coordinación del mercado global. La dinámica de estas configuraciones genera crisis que impulsan transformaciones y nuevas oportunidades para construir equilibrios que actualizan las condiciones de valorización del capital.

Como producto de esa dinámica, la fase neoliberal requiere de la desestructuración del Estado Nación, uno de los tres elementos constitutivos de la fórmula liberal capitalista (Mercado, Trabajo, Estado), negándole su función de organizar la cooperación social. El Estado es aislado de su condicionalidad social, puesto en suspenso, convertido en mero dispositivo institucional, en un espacio vaciado de racionalidad pública ante una desagregación social que prefigura la no-sociedad. Recordar a Von Hayek (Hayek, 2008), para quien la solidaridad obstruye el desarrollo de la economía moderna, y a Margaret Thatcher, con su mantra: “la sociedad no existe, sólo los individuos”. Ambos evidencian el rechazo al Estado en su función de coordinación social.

Pareciera que el neoliberalismo se manifiesta en las contradicciones endógenas del proceso de reproducción capitalista al exigir niveles crecientes de desapropiación de los seres humanos y depredación de la naturaleza. Refiero a la prédica del Papa Francisco en la Encíclica Laudato Sí. En este marco, la crisis ecológica y las hambrunas, la pérdida de la “soberanía alimentaria” de los países periféricos a partir del último cuarto del siglo pasado y su reemplazo por el concepto cínico de “seguridad alimentaria”, que es una extraordinaria deriva de negocios para las ETN; también los progresos científicos: conocimiento del genoma, nanotecnología, etcétera; y las prácticas de privatización de la vida, a través del monopolio de patentes sobre desarrollos científicos que se vuelven inaccesibles para el conjunto de la población; sin olvidar la desterritorialización nacional con disputas y conflictos por el uso y la apropiación de los recursos naturales y la erosión creciente de los consensos sociales básicos. De esta manera, el sistema capitalista se aleja cada vez más del entramado social y se transforma en un poder global sin interlocución social.

Por otra parte, la hegemonía capitalista neoliberal requiere de controles crecientes sobre la vida humana a nivel planetario que implican políticas de “securitización” y militarización de la acción política, con incremento de las capacidades de amenaza por parte de los poderes hegemónicos para neutralizar propuestas alternativas y naturalizar el “estado de excepción”, junto a la privatización de la guerra y acciones militares a través del “outsourcing” que implica la cesión del ejercicio de la violencia a la esfera privada: ejércitos de mercenarios, junto a la penetración de los intereses particulares en la administración de la justicia, que erosionan el Estado de Derecho. La nueva institucionalización neoliberal no se funda en la evolución de procesos complejos que operan a través de consensos democráticos, sino en las reglas de juego que acuerdan los agentes individuales con la racionalidad del mercado.

Este modelo, surgido de la revolución neoconservadora, se afianza con la estrategia del Consenso de Washington y encuentra un punto de quiebre en la crisis de 2008, que a su vez se evidencia en la crisis política e institucional del modelo de globalización inspirado en dicho Consenso. Desde entonces, hemos visto cambios globales que generan nuevas contradicciones entre las corrientes integradoras o globalistas y las proteccionistas o populistas en los países del centro.

En América Latina, después de la experiencia de gobiernos centrados en reivindicaciones de mayor autonomía nacional y en la regulación de los procesos económicos –un fenómeno que se denominó “pos-neoliberalismo”–, emergen regímenes de matriz neoconservadora con mayor rigidez en sus postulados neoliberales. En tal sentido se disponen a profundizar el modelo de capitalismo extractivista –minería, cultivos industriales-soja–, acentuando aún más la dinámica concentradora en el sector exportador, con fuertes resistencias a políticas redistributivas, mayor desregulación del mercado financiero, exenciones impositivas en la cúspide de la pirámide social y mayores gravámenes a la producción y el consumo de los bienes básicos para la vida, desregulaciones que acentúan la concentración y el monopolio de los medios de comunicación social, desaliento a los procesos de integración regional (Mercosur y Unasur), abandono de proyectos estratégicos como el Banco del Sur e integración energética y alineamiento con los intereses de los grandes bloques geoeconómicos: Estados Unidos y Unión Europea.

La lógica de estos regímenes obedece a la expansión del capitalismo financiero y se subordina a sus prácticas especulativas, los golpes de mercado, la volatilidad de las divisas, el cierre de mercados en los países centrales y la apertura comercial en la periferia. Adhieren a ideologías supremacistas y a la hegemonía de oligopolios comerciales y financieros, todo lo cual ha puesto en crisis al modelo de globalización de los años noventa y sin perspectivas beneficiosas en el mediano plazo.

Esta nueva División Transnacional del Trabajo se articula a partir de la total independencia de las ETN de las legislaciones fiscales, comerciales y laborales en sus países de origen y en las naciones de acogida, una práctica que violenta el funcionamiento democrático y evidencia la separación creciente entre las competencias estatales y la capacidad de decidir de los poderes fácticos. Así, las condiciones de vida de los pueblos son decididas por una tecnocracia internacional que no ha sido elegida por ningún mecanismo democrático. Por otra parte, la creciente práctica de la “democracia delegativa” que transfiere mayores capacidades a los poderes ejecutivos, en el marco de una interpretación amplia y oportunista de las “situaciones de excepción”, resulta en limitaciones extremas a las atribuciones parlamentarias y en el debilitamiento de la democracia representativa, vulnerando el principio de la soberanía popular. Observamos cómo se promueve una democracia vaciada de territorialidad, vaciada del Demos, que se subordina a normas internacionales de conveniencia, por intereses corporativos que se imponen a los estados soberanos. La OMC, el TISA y el FMI definen imposiciones extraterritoriales a las capacidades soberanas de los estados.

En síntesis, el proceso iniciado con las crisis de mediados de la década de 1970, y que determina el fin del modelo de economía de mercado surgido de la segunda posguerra, ha venido mostrando sucesivos cambios en una lógica de profundización de prácticas devastadoras de la sociabilidad humana. La primacía de la renta, hoy financiera, muestra una racionalidad que pareciera encontrar sus propios límites en la contradicción: apropiación concentradora y fragmentación del mercado. Las experiencias posneoliberales en América Latina, a pesar de la moderación de sus prácticas transformadoras, han demostrado que el neoliberalismo no consiente con la formulación de políticas públicas desde el Estado. Si todo es mercancía, estamos en presencia del mercado total, donde la competencia pura rechaza la cooperación y, por ende, la complejidad de la sociabilidad humana.


Bibliografía

Arizmendi L (2017): Crisis Mundial y Geopolítica del siglo XXI. Buenos Aires, Clacso.

Hayek F (2008): Camino de Servidumbre. Madrid, Unión Editorial.

Offe C (1994): Contradicciones en el Estado de Bienestar. Madrid, Alianza.

Petrella R (2016): Au nom de l´humanité. Paris, Couleur libres.

 

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