El comienzo de la democracia, la constitución nacional de 1994 y los tratados y convenciones internacionales

 

Después de varios años de golpes de Estado, incluyendo la dolorosa etapa del Terrorismo de Estado y finalmente la Guerra de Malvinas que costó la vida de jóvenes argentinos durante 1982, la sociedad pudo retomar las urnas y enviar a los militares a sus cuarteles. En años anteriores, el General Perón había logrado construir una Argentina justa, libre y solidaria hasta su fallecimiento en 1974. Lo sucedió en el cargo su esposa, Isabel Perón. Pero las Fuerzas Armadas no esperaron ni respetaron su mandato, y el 24 de marzo de 1976 destituyeron a Isabel y la apresaron, y disolvieron ambas Cámaras del Congreso, expulsaron a gobernadores y funcionarios de Estado, y los sustituyeron por miembros de las propias Fuerzas Armadas.

Cuando la sociedad civil regresó a las urnas en 1983, los partidos políticos se recompusieron. Arribó a la Presidencia de la Nación el doctor Raúl Alfonsín a través de comicios irreprochables, tal como anhelaba la ciudadanía. Así comenzó un proceso de consolidación republicana que rápidamente abrió las puertas hacia una nueva conformación política-social que tuvo por función gestar un auténtico Sistema de Derechos Humanos, tal como reclamaba la sociedad después de los aberrantes años de la dictadura militar. El primer proyecto que envió el doctor Alfonsín al flamante parlamento fue la ratificación de la Convención Americana de Derechos Humanos –conocida como Pacto de San José de Costa Rica– que existía desde 1969, pero que la Argentina dictatorial no había tomado en cuenta y menos aún pensaba ratificar. El Congreso de la Nación votó afirmativamente dicho Pacto el 1 de marzo de 1984 y en septiembre del mismo año se depositó el instrumento oficial ante la Organización de los Estados Americanos, con sus reservas y cláusulas interpretativas.

Luego, los años 1992 a 1994 fueron muy fecundos en el proceso de consolidación del Sistema de Derechos Humanos. Comenzó con un fallo de la Corte Suprema de Justicia Nacional que conformó un hito de la historia de los Derechos Humanos. Fue el caso que se conoce como “Ekmedkjian c/Sofovich” del 7 de julio de 1992. La argumentación jurídica de dicha sentencia asfaltó el camino hacia las sucesivas convenciones y tratados de Derechos Humanos que firmó el gobierno democrático. Se basaba en que “la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados –aprobada por ley 19.865, ratificada por el PEN el 5-12-1972 y en vigor desde el 27-01-1980– confiere primacía al derecho internacional convencional por sobre el derecho interno”. Sostuvo Antonio Boggiano: “Los principios generales y las normas consuetudinarias deben prevalecer sobre las leyes internas. En caso de conflicto insalvable debería darse preferencia a los principios y normas generales del derecho internacional sobre las leyes internas”. Se iniciaba así una creciente trascendencia acerca de la intersección del derecho nacional y el derecho internacional de los Derechos Humanos. Por ello, el logro de una sana convergencia de ambas dimensiones jurisdiccionales permitió amplificar y profundizar la protección integral de los derechos fundamentales.

La Conferencia Internacional de Viena (Austria) convocada por la ONU tuvo como tema principal los derechos humanos. Había pasado ya el fallo “Ekmedkjian c/Sofovich” mencionado. En junio de 1993, el mundo de los Derechos Humanos se reunía en Viena. El Secretario General de la ONU, Boutros Ghali, al abrir la Conferencia ante representantes de 171 estados, destacó que “la búsqueda moral se torna más apremiante” y consignó tres imperativos a concretar: la universalidad, las garantías y la democratización de los Derechos Humanos. La delegación argentina participó activamente en ese evento mundial, encabezada por su embajador en Austria, el doctor Jorge Taiana (padre), y por quien escribe, en representación de la Secretaría de Derechos Humanos del Ministerio del Interior. El espíritu de la Conferencia de Viena puede resumirse en la idea de las “tres D”: democracia, desarrollo, derechos humanos. Sus conceptos principales y el Programa de Acción calaron hondamente en los argentinos asistentes, así como los principios de integralidad de los Derechos Humanos y la idea de las tres I: indivisibles, interdependientes e interrelacionados entre sí.

Mientras transcurría en Viena la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, en nuestro país se gestaba el acuerdo político más importante de 1994: el llamado a comicios para la elección de los representantes a la Convención Constituyente que sesionaría en la Provincia de Santa Fe durante el invierno de ese año.

 

La reforma constitucional de 1994

Los Derechos Humanos no habían sido incluidos en los temas acordados en el Pacto de Olivos. Tampoco figuraron en el Núcleo de Coincidencias Básicas, ni en los Temas Habilitados para la Reforma. Sin embargo, la visión de futuro motorizaba la voluntad de construir una Argentina integrada al mundo, democrática, en vías de desarrollo y respetuosa de los Derechos Humanos. Se sostenía, entonces, que “el mismo Estado debía contener razones éticas: la ética de la responsabilidad y no la de las verdades absolutas que había llevado a los fundamentalismos preexistentes”. Nada se había escrito sobre Derechos Humanos en los papeles de los consensos. No obstante, esos derechos inalienables estaban en el aire y en el espíritu de la época. Sin saberlo del todo, los convencionales de 1994 se preparaban para forjar una nueva etapa más sólida respecto de aquella anterior democracia nacida en diciembre de 1983. Diez años después se proyectaba la cuestión de los Derechos Humanos con más profundidad, amplitud y espíritu de integración nacional e internacional.

El mismo Alfonsín –en su rol de constituyente– así lo expresó: “La consagración de la jerarquía constitucional de los tratados y convenciones internacionales sobre derechos humanos es sin duda alguna uno de los aportes más valiosos de esta Convención Constituyente a la profundización de nuestra democracia”. Las palabras del doctor Alfonsín ampliaron la etapa y fueron ejes excepcionales: “Debemos asumir el compromiso de garantizar el respeto universal y el pleno goce y ejercicio de los derechos y libertades fundamentales en todos los ámbitos: civiles, políticos, culturales, sociales y económicos, así como reconocer los mecanismos más apropiados para su protección. (…) Estos principios son los pilares de toda interpretación de esta Constitución y del ordenamiento jurídico, y guiarán el accionar de los poderes del Estado. Estos poderes deberán adoptar todas las medidas necesarias para garantizar su efectivo cumplimiento. Ante cualquier duda, deberá adoptarse la solución que provea una tutela más favorable a los derechos humanos. (…) Las declaraciones interpretativas, a su vez, no forman parte de los tratados ni constituyen condiciones de su vigencia internacional, lo que abona la tesis de que no adquieren rango constitucional”.

 

La cuestión de la pena de muerte

La consagración constitucional de la prohibición de la pena de muerte a través de la Convención Americana de Derechos Humanos es una de las cuestiones de crucial importancia. Así lo describía Alfonsín: “La pena de muerte resulta absolutamente inaceptable para quienes defendemos los derechos humanos; es ilusoria e irracional como medio de proteger a la sociedad del delito e insostenible jurídicamente a la luz de los compromisos internacionales que ha suscripto la República. La controversia que plantea tiene una enorme relevancia en la lucha de la civilización en pos de la afirmación de ciertos derechos absolutos de la persona y en el necesario respeto del poder estatal a la dignidad del hombre. Repugna a la conciencia universal la aplicación de una pena que, además de su crueldad, aparece como irracional e innecesaria. En el mundo occidental han desaparecido las penas corporales o aflictivas. Mayores razones existen para la absoluta abolición de la pena de muerte. Esta pena no solo es cruel, sino que lo es de modo innecesario. (…) Es inconcebible pretender proteger los derechos de la sociedad acudiendo a la pena de muerte, la violación misma del derecho fundamental a la vida. No hay garantía más segura de protección de los derechos humanos que una conciencia individual y colectiva en defensa de la dignidad de la persona humana”.

Otro aspecto que analizó Alfonsín fue el derecho a la libre expresión: “La libertad de expresión no es un derecho que beneficie solo a los titulares de los medios de comunicación, sino a todos los individuos. Tampoco se trata de un mero derecho negativo, avasallado únicamente a través de la censura, la persecución de periodistas o el cierre de los medios de comunicación. También se afecta la libertad de expresión cuando se les niega a los individuos la posibilidad de acceder a los medios de comunicación para expresar sus ideas y se envían mensajes unilaterales y se agravia a individuos que no pueden contar con canales para defenderse. (…) La defensa de la democracia no sólo significa luchar contra fuerzas antidemocráticas que pretenden su ruptura, sino también contra deformaciones culturales y manipulaciones que pretenden distorsionarla y limitarla”.

 

Las palabras del doctor Antonio Cafiero

El convencional Antonio Cafiero, a su vez, sostenía que “la vigencia sociológica de esos derechos consagrados por la comunidad internacional se desarrolla en el ámbito nacional de cada Estado. En ese sentido, al otorgarle jerarquía constitucional a los pactos y convenciones obliga a que todo el orden jurídico y político del Estado se conforme a ellos”. Y agregaba: “No nos cabe duda del impacto simbólico que la jerarquía constitucional de los Derechos Humanos tendrá sobre la sociedad, sobre todo en esta sociedad que ha padecido sistemáticamente la violación de estos derechos”.

En otros fragmentos de discursos de Antonio Cafiero se puede leer: “Los Derechos Humanos son la expresión directa de la dignidad de la persona humana, conforman una obligación erga omnes. Los tratados modernos sobre derechos humanos, a los que el despacho de esta mayoría otorga jerarquía constitucional, constituyen lo que podemos llamar el núcleo de los derechos fundamentales. (…) Estos tratados no son tratados multilaterales del tipo tradicional, concluidos en función de un intercambio recíproco de derechos para beneficio mutuo de los Estados contratantes. Su objeto y su fin son la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos, independientemente de su nacionalidad, tanto frente a su propio Estado como frente a los Estados signatarios de ese tratado. (…) Al aprobar estos tratados, el Estado se somete a un orden legal dentro del cual, por el bien común, asume varias obligaciones hacia los individuos que se encuentran bajo su jurisdicción. (…) La doctrina de la supremacía constitucional de los tratados de los Derechos Humanos y de los derechos y libertades consagrados en la propia Constitución tiene su apoyatura en distinguir el poder constituyente formalmente separado del poder constituido, esto es, el poder estatal. (…) La Constitución, las reformas constitucionales que estamos realizando, y en particular la jerarquía constitucional de los convenios sobre derechos humanos, son producto del poder constituyente y obligan al poder constituido a cumplir con ellos, a no violentarlos ni alterarlos. (…) No nos cabe duda del impacto simbólico que la jerarquía constitucional de los derechos humanos tendrá sobre la sociedad. Sobre todo, en esta sociedad, que ha padecido sistemáticamente a la violación de estos derechos. Esta, y no otra, es la voluntad del legislador. (…) Es, como aquí se ha dicho, poner a la Argentina a la cabeza del derecho humanitario en el mundo, pero también, y fundamentalmente, es un acto de reivindicación de todo un pueblo. Es un legado para las generaciones futuras, pero es también el reconocimiento de las luchas políticas y jurídicas que nos precedieron. (…) La más reciente formulación en las relaciones internacionales se da en forma de asociación entre Estados, fundado en la existencia de un derecho comunitario surgido de órganos propios de la asociación y al cual cada uno de los Estados debe acatar como si fuera derecho interno nacional. Frente a estos grandes cambios en el sistema internacional, la Constitución Nacional se ha mantenido igual como hace un siglo y medio atrás. Son ajenos al texto de la misma, protagonistas destacados del actual sistema, como la ONU, la OEA, el Fondo Monetario Internacional, etcétera, entidades que integramos como Estado”.

“Nuestros constituyentes, en el marco histórico de la época, concibieron un Estado donde el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes. Esto se plasma en el Congreso que dicta las leyes, en el Ejecutivo que dicta los decretos y en los jueces que dictan las sentencias. No se contempla en nuestra [anterior] Constitución Nacional normativa que no provenga de las atribuciones del Legislativo y del Ejecutivo, como tampoco de otra jurisdicción que no sea la del Poder Judicial. Este modelo debe ser adecuado a las nuevas modalidades que habiliten plenamente las actuales formas de integración. Evidentemente, no pudo ser prevista por nuestros constituyentes. Por ello se impone que sea receptada en nuestro texto constitucional una fórmula que permita expresamente al Congreso asignar funciones legislativas, administrativas o jurisdiccionales en órganos contemplados en los acuerdos de integración. Con ello se evitarían circunstanciales cambios de criterios por parte del intérprete último de la Constitución Nacional, que es la Corte Suprema de Justicia”.

 

Globalización o universalismo

Siguió Cafiero: “Dentro de los numerosos hechos que configuran estas nuevas realidades, existe una situación altamente significativa: por primera vez en la historia se puede hablar propiamente de una globalización de la humanidad. Esto es lo que Perón llamaba ‘universalismo’, facilitado por el impresionante avance tecnológico en las comunicaciones, la caída de los muros ideológicos, el aumento de los intercambios en su notable liberalización, la creciente transnacionalidad de los procesos productivos y hasta la dilución de la importancia de las fronteras territoriales. (…) A mediados de la década del 70, Perón ya anunciaba la llegada, en dos tiempos, del mundo que ahora tenemos ante nuestros ojos: la etapa regionalista de la integración, con la relativización de las fronteras, y el surgimiento de fórmulas creativas de cooperación y de intercambios que dan nacimiento a las identidades regionales. En palabras de Perón: ‘la etapa del continentalismo configura una transición necesaria. Los países han de unirse progresivamente sobre la base de la vecindad geográfica y sin pequeños imperialismos locales’. ‘Veo con claridad –continuaba Perón– que la sociedad mundial se orienta hacia un universalismo que, en un futuro relativamente cercano, nos puede conducir hacia formas integradas en el orden político, tanto como en el económico y social’. Sin embargo, en este mundo transnacionalizado e interdependiente –también lo advertía Perón– no desaparecen las identidades nacionales, ni los Estados son irrelevantes: ‘El universalismo constituye un horizonte que ya se vislumbra y no hay contradicción alguna en afirmar que la posibilidad de sumarnos a esta etapa naciente descansa en la exigencia de ser más argentinos que nunca. El desarraigo anula al hombre y lo convierte en indefinido habitante de un universo ajeno’”.

“Ahora, medio siglo después y en la marcha hacia el siglo XXI, la evolución del mundo, las ideas y los hechos prevalecientes señalan indubitablemente la presencia de un nuevo escenario mundial que ha aparejado la declinación de los atributos históricos de las soberanías nacionales y aún el debilitamiento de los estados nacionales que ceden crecientes porciones de autonomía hacia entidades supranacionales. En la marcha hacia el universalismo se ha instalado, con gran fuerza y extensión, el ‘regionalismo’, esto es, agrupamientos que reúnen a naciones de una misma región geográfica que se vinculan entre sí para facilitar los intercambios recíprocos, ampliar los mercados, adoptar una misma política aduanera respecto a terceros países y avanzar hacia la consolidación de un proyecto político comunitario con identidad propia, diferente, aunque no excluyente de las particularidades nacionales. El caso paradigmático es el de la Comunidad Europea: el avance del regionalismo, después de casi veinte años y antes que Perón lo previera, ha sido formidable. Tres grandes regiones han constituido sus megaespacios económicos y se aprestan a competir entre ellas por el predominio económico del siglo XXI. Y –lo más importante– la emergencia y consolidación en todo el continente de los valores de la democracia se ha convertido en el necesario punto de partida para la construcción de un proyecto comunitario en la América Latina. Para el peronismo la construcción plena del MERCOSUR debería ser una empresa de envergadura histórica en el proceso de formación de un proyecto Latinoamericano”.

 

La audacia de Juan Pablo Cafiero

Las palabras de los políticos que lideraron las sesiones constituyentes, como Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero, representaban a los dos mayores partidos políticos: Unión Cívica Radical y Partido Justicialista. No obstante, quien tuvo la audacia de plantearle a los convencionales la incorporación de las principales convenciones internacionales de derechos humanos al texto constitucional a reformar fue el doctor Juan Pablo Cafiero, que representaba a un bloque minoritario: el del Frente Grande. En dos sesiones –las del 2 y 3 de agosto de 1994– se debatió y aprobó la inserción en el texto constitucional de dos declaraciones y ocho convenciones de Derechos Humanos por amplia mayoría, así como la aceptación de agregar en el futuro nuevas convenciones internacionales que surgieran y fueran ratificadas por el país con la mayoría parlamentaria correspondiente. La Constitución Nacional de 1994 albergó así al Sistema de los Derechos Humanos en el artículo 75 inciso 22, y dejó abierta la ventana para el ingreso de próximas convenciones a ratificar. La Constitución fue sancionada por Ley 24.430 el 15 de diciembre de 1994, promulgada el 3 de enero de 1995 y publicada en el Boletín Oficial el 10 de enero de 1995.

A su vez, la Corte Suprema de Justicia Nacional declaró que la Ciudad de Buenos Aires es un participante del diálogo federal con un status distinto al de los actores ya conocidos, puesto que aún cuando no es una provincia, posee la particular condición de “ciudad constitucional federada”. La CABA siempre había participado de un modo protagónico en los procesos históricos de consolidación nacional de la República. Tras diversos avatares fue finalmente reivindicada en la Reforma Constitucional de 1994, que le concedió autonomía y la introdujo como un actor más del sistema federal.

Resulta obvio que ya no alcanzan la Constitución Nacional ni las leyes nacionales para trabajar dentro del sistema jurídico actual. Ahora es imprescindible –además del texto constitucional– tomar en cuenta al sistema federal, a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y a los numerosos Tratados y Convenciones que integran el Sistema Internacional de los Derechos Humanos previamente ratificados por Ley del Congreso Nacional.

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